El periodismo es imprescindible para la convivencia en una sociedad
libre, para el equilibrio de poder necesario en una democracia. Sin el
periodismo desaparecería la crítica ordenada, y sin la crítica caeríamos
en el imperio de la arbitrariedad y el miedo. Los abusos de poder no
son monopolio de los regímenes autoritarios; se dan también en las
democracias, y aunque el periodismo independiente no los puede evitar,
la denuncia de esos abusos cumple en sí misma una función
extraordinariamente valiosa.
La prensa ha cometido muchos errores; eso es indudable. Aunque la
prensa ha sido un componente esencial de las democracias liberales desde
su nacimiento, también es cierto que, sobre todo en las últimas
décadas, el periodismo ha vivido en ocasiones en un pedestal de éxito,
se ha separado en exceso de la sociedad a la que se dirigía y ha
utilizado de forma algo arrogante el enorme poder del que ha gozado.
Esa arrogancia es muy visible hoy en algunos entornos dominados por
periodistas que pontifican, toman partido y dan lecciones de moral en
cualquier plató, a todas las horas del día y sobre cualquier asunto que
se tercie. Pero el problema principal al que hacemos frente hoy es el
intento de eliminación del periodismo, es la sustitución del periodismo
por lo que ahora se llama “el relato”, es la sustitución del esfuerzo
serio, profesional de la enumeración de los hechos, por la imposición de
una narración creada al gusto del consumidor.
A este fenómeno se le ha llamado de distintas formas. La más
difundida últimamente es la de posverdad. La posverdad se corresponde
con el nacimiento de una era en la que la verdad, como todo, es relativo
y todo depende del cristal ideológico con el que se mire y el propósito
que se busque con su difusión.
La posverdad es peor que la mentira, en el sentido de que la mentira
puede llegar a descubrirse, pero la posverdad es incuestionable en la
medida en que no necesita ser corroborada con hechos. Los responsables
de comunicación de la Casa Blanca le han llamado también “hechos
alternativos”, como si lo ocurrido se pudiera manipular como plastilina
para darle la forma que más convenga a los intereses que se defienden.
Tradicionalmente, a todo esto se le ha llamado así: manipulación. Y la
función de la moderna posverdad es la misma que la de la vieja
manipulación: impedir que los ciudadanos estén bien informados, que
conozcan la verdad, que sean auténticamente libres.
Estamos, pues, ante un fenómeno, que lejos de ser anecdótico o
pasajero, tiene una gran profundidad. Como advierte Timothy Snyder:
“Abandonar los hechos es renunciar a la libertad. La posverdad es el
prefascismo”. Estamos, probablemente, ante la mayor amenaza que existe
contra las democracias en estos momentos. Porque la negación de los
hechos, la manipulación de los hechos o la creación de relatos que
satisfacen los prejuicios y el sectarismo no es una actividad inocente,
tiene un propósito que siempre está ligado con el control del poder.
Eliminada la función crítica de la prensa se puede deformar la
realidad al capricho del consumidor. Exagerar los problemas, torcer los
datos y prometer soluciones fáciles y paraísos inexistentes. Vivimos
tiempos en que lo emocional lo invade todo, lo justifica todo. Yo
“siento” que las cosas van mal, luego van mal. Yo “creo” que las cosas
ocurrieron así, luego ocurrieron así. Es la demagogia del “todas las
opiniones merecen respeto”, ya sea la de un profesional como la de un
iletrado. Tanto vale mi impresión como una estadística. Tanto vale una
emoción como un dato.
En parte esto se debe al desgaste de las instituciones, de todas las
instituciones, por culpas propias y ajenas. En parte esto se debe al
desprestigio de la autoridad, de toda autoridad. Es lo que Moisés Naím
llama “el fin del poder”. Hay muchos ángulos positivos de este deterioro
del poder en su concepción tradicional. El mundo se ha democratizado
extraordinariamente. La iniciativa individual, el emprendimiento, la
solidaridad encuentran hoy canales muy accesibles por los que
desarrollarse. Google, Facebook… la revolución tecnológica nos ha
permitido saber más, saberlo antes, comunicarnos mejor, más rápidamente.
Viajamos más, conocemos a más gente, tenemos acceso a más puntos de
vista.
Junto a la magnífica erupción de oportunidades, la revolución
tecnológica ha traído también una proliferación de nichos ideológicos,
de sectarismo que actúa como caldo de cultivo del odio, la xenofobia y
el racismo. Desgraciadamente, es muy frecuente que los usuarios de las
redes sociales no las usen para acceder al extraordinario mundo de
conocimiento que ofrecen, sino para interactuar entre el reducido
círculo de los que son como yo, de forma que los prejuicios se
retroalimentan y adquieren categoría de doctrina incuestionable.
Algo similar ocurre con muchas de las páginas web, blogs y
confidenciales que circulan en nuestro entorno. Como periodista,
entiendo como una oportunidad magnífica la de poder poner en marcha un
periódico sin apenas recursos económicos y una tecnología básica y al
alcance de cualquiera.
No hay duda de que todos tenemos que felicitarnos de las enormes
posibilidades de pluralismo que esto representa. Pero también tenemos
que admitir que muchos de esos confidenciales se han convertido en armas
de destrucción de los rivales políticos o económicos, en propagadores
de rumores, medias verdades o rotundas mentiras con propósitos espurios.
Bienvenidos sean los nuevos medios, bienvenidos sean al periodismo
todos aquellos que puedan contribuir a la diversidad y al pluralismo.
Pero, bienvenidos al periodismo, con sus normas y sus reglas y su código
deontológico, no a la selva de demagogia y calumnias en la que algunos
están convirtiendo el panorama de la información.
El periodismo no solo no está muerto sino que se encuentra ante un
gran momento y una gran oportunidad. Pero el buen periodismo es caro,
muy caro. Contar bien una historia exige desplazarse hasta el lugar de
los hechos, hablar con una diversidad de fuentes que frecuentemente no
quieren hablar, corroborar los datos obtenidos, someterlos a una edición
rigurosa. Cumplir con ese deber es más necesario que nunca, pero
también es más difícil que nunca.
La amenaza a la libertad de expresión y al periodismo de calidad no
se produce en sí mismo por las nuevas tecnologías. El periodismo de
calidad y la libertad de expresión están amenazados porque algunos
políticos han descubierto que quizá la nueva política se puede hacer
mejor y con mucho más éxito sin periodismo exigente. Y porque algunos
políticos prefieren periódicos que les den razón y no los sometan a la
investigación y la crítica.
(*) Director de El País
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