El marxismo occidental ha sacado mucho
partido del concepto gramsciano de hegemonía. Con él sintetizaba el
revolucionario sardo el famoso dicho de Marx y Engels en La Ideología alemana
de que "las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en
cada época" Esto es, seguían los dos alemanes,"la clase que tiene el
poder material de la sociedad tiene también al tiempo el poder
espiritual", probablemente la síntesis más pura del marxismo.
Gramsci
abogaba porque el proletariado combatiera la hegemonía ideológica
burguesa con la revolucionaria, para lo cual desarrolló una batería de
conceptos auxiliares, como el de “intelectual orgánico” o el del
“Príncipe moderno”. Además del proletariado, contaba con una imprecisa
masa “nacional popular” que se sumaría a la revuelta porque parte de la
hegemonía ideológica se haría en términos “nacionales”. En sí mismo,
esto ya era sospechoso a ojos marxianos, pero no es ahora importante,
aunque tenga su interés.
Lo
importante es que el intento gramsciano, claramente voluntarista, de
fabricar una estrategia revolucionaria en sociedades democráticas, pasa
por alto un supuesto fundamental del criterio marxista: para alcanzar la
hegemonía ideológica, la clase debe ser dominante y no se llega a ser
dominante por la ideas, sino por el poder material. Es el poder material
el que da la hegemonía y no al revés. Las ideas del proletariado, la
masa nacional-popular o el sursum corda serán dominantes cuando esos
grupos sean materialmente dominantes. Antes, no, aunque pueda parecerlo.
Es
curioso que un marxista elabore una estrategia que contradice el
principio cognitivo mismo del marxismo. Pero, en todo caso, así se
acepta en el discurso público, especialmente el de la izquierda. Esta
libra ahora dos batallas por la hegemonía: una dentro de sí misma, la
lucha por la hegemonía entre el PSOE y Podemos y la otra en el sistema
político en su conjunto, la lucha por la hegemonía ideológica entre la
derecha y la(s) izquierda(s).
La
primera batalla, entre Podemos y el PSOE tiene escaso fondo ideológico.
En Podemos hay una rama anticapitalista con algo más de envergadura y
proyección. El resto se agota en una lucha táctica que se dirimió en
Vista Alegre II, pero sigue reverberando en el horizonte. Si se añaden
las quejas de IU por su falta de visibilidad y los desajustes de las
confluencias, es poco lo que de sustantivo puede ofrecer la formación
morada en la porfía ideológica. Su discurso se circunscribe al llamado
“régimen del 78” y apenas se cuestiona el sistema político, ni el
económico en su conjunto.
A
su vez, el PSOE es casi mudo en cuestiones ideológicas. Los ganadores
de las primarias manifiestan una voluntad nominal de echar el partido
hacia la izquierda pero, en lo sustancial sigue siendo un partido
dinástico, defensor del sistema político que Podemos dice atacar: la
monarquía y la unidad de España. De cambiar el modelo de sociedad o el
sistema productivo, ni una palabra. Ni siquiera de una “refundación del
capitalismo”, como prometió un despendolado Sarkozy años ha. El PSOE
aspira a ser “nueva socialdemocracia”, restableciendo (aunque muy
mejorado) el antiguo Estado del bienestar. En esto coincide con Podemos,
cuyos dirigentes sostienen ser la “verdadera socialdemocracia”.
Está
claro, pues, que la lucha interna por la hegemonía en la izquierda es
puramente cuantitativa: a ver quién tiene mayor respaldo electoral y en
esto va ganando el PSOE de calle.
Lo
interesante viene cuando se observa la otra lucha por la hegemonía, la
de la derecha contra la(s) izquierda(s). Estas se encrespan en críticas
duras y actúan con contundencia (pues hay lugares en donde gobiernan o
tienen mando en la oposición, como en el Parlamento) en aspectos
concretos de la acción de la derecha, básicamente corrupción, abuso de
poder, censura, malversaciones, múltiples ilegalidades. Pero son
aspectos concretos de funcionamiento de un sistema cuya legitimidad no
se cuestiona (caso del PSOE) o se hace de un modo anárquico y episódico
(caso de Podemos) y cuyos fundamentos ideológicos, en el fondo, se
comparten.
La
izquierda tiene perdido de antemano el combate por la hegemonía
ideológica porque lo libra dentro del marco conceptual e ideológico de
la derecha. Así se ve en su idea de España y la nación española que es
la acuñada por la reacción desde hace siglos y afirmada finalmente por
el derecho de conquista mediante una guerra civil cuyos efectos se dejan
sentir hoy. El país no ha conseguido no ya desenterrar a los cien mil
asesinados por la vesania fascista; ni siquiera establecer unas bases
mínimas de acuerdo respecto a ese trágico pasado.
Eso
no es una nación. Es la imposición a la fuerza de una idea de nación de
la clase dominante. La idea dominante de nación que la izquierda no
cuestiona. El PSOE, de modo obvio, poniéndose literalmente a las órdenes
del PP y Podemos de forma más esquinada. Los dos proclaman la
“plurinacionalidad” del país, en el caso socialista más en el campo de
los universales filosóficos y en el de Podemos en el de un enunciado
programático de importación. Pero ninguno cuestiona el hecho de que
ambos comparten la idea de nación española acuñada a sangre y fuego por
la derecha.
Sé
que esto puede suscitar escepticismo. A las pruebas me remito. En el
debate sobre la moción de censura o en algún otro muy reciente, Pablo
Iglesias respondió de una forma lapidaria a una intervención bronca de
Hernando diciendo: “Sí, España es un gran país, pero lo sería más sin
ustedes.” Aparentemente, lo que las redes llaman un “zasca”. Pero, si se
observa bien, de “zasca”, nada.
España
no es un gran país bajo prácticamente ningún parámetro de “grandeza de
país” que quiera establecerse y, desde luego, bajo ninguno de los que
maneje Pablo Iglesias. España no es un gran país. ¿Por qué lo dice, sin
embargo? Porque participa de las ideas dominantes de la clase dominante
que llama “gran nación” (Rajoy y el Rey no se cansan de repetirlo como
conjuro de magia simpatética) a una cuyas circunstancias económicas y
sociales son lamentables. Un país incapaz de dar de comer a su
población, a la que manda a la emigración y con unas clases directivas
de todo tipo (empresariales, profesionales, académicas, publicísticas)
ineptas que no han conseguido desarrollar una actividad productiva que
no sea el sector servicios.
Porque
esa idea de nación dominante no responde a una realidad sino a una
ficción, un relato unilateral que se ha impuesto a lo largo de la
historia por todos los medios, con harta frecuencia los violentos y los
muy violentos. Un relato que ha hecho suyo la izquierda sin percatarse,
al parecer, de que, al integrarse en él, se autoexcluye porque el relato
la excluye. No existe un relato paralelo de una España progresista y
liberal, sino es en el campo de las derrotas y los proyectos frustrados.
Es
falso que haya dos Españas. Solo hay una. La del garrote, vil o con
honor, pero garrote. La otra se somete y, llegada la necesidad de
afirmarse como nación, se funde con ella. ¿De qué hegemonía pueden
hablar quienes no se atreven a plantear el problema de la legitimidad de
la monarquía y la de la República?
Esta
es la razón por la que la izquierda tiene perdida la batalla por la
hegemonía ideológica frente a la derecha. No porque las ideas dominantes
sean mejores, sino porque son las de la clase dominante, la que tiene
el poder material y la que paga más por fabricarlas, a diferencia de las
clases dominadas.
España
no es un gran país sino un remedo, un simulacro de democracia sumido en
una crisis constitucional profunda que la clase dominante no sabe cómo
resolver si no es recurriendo a la represión, como siempre. Y mientras
la izquierda no reconozca la situación límite ni haga autocrítica y
proponga soluciones negociadas civilizadamente con todas la partes y sin
exclusiones, mientras esto no suceda, la hegemonía de la derecha será
incuestionable.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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