Hannah
Arendt nos alertó sobre ´la banalidad del mal´ al detectar que detrás
del horror sólo hay mediocridad. Esta evidencia añade horror al horror,
pues ni siquiera cabe que las víctimas puedan acogerse a una implacable
predestinación, sino que lo son de parte de lectores del Marca y de
apacibles jugadores de dominó. Gente corriente.
Modesto Crespo,
presidente del Consejo de Administración de la Caja de Ahorros del
Mediterráneo, declaró ayer en sede judicial que su función se limitaba a
acompañar a señoras a comprar bolsos o a recibir homenajes del Misteri
del Elche, y que no tenía ni pajolera idea de lo que se traficaba en la
CAM, entidad que presidía.
Todo esto no lo expuso como autocrítica, sino
como excusa para zafarse de responsabilidad. Y en boca de un empresario
que, como tal, debiera tener conciencia de lo que significa presidir un
Consejo de Administración. Probablemente, como presidente del Consejo
de su empresa particular no se dedicaría a comprar bolsos para las
señoras de sus clientes, sino que llevaría las cuentas al céntimo.
Mediocre hasta el final y, por tanto, exponente del horror.
Porque
podría haber dicho con mayor convicción: yo era un lacayo de Gerardo
Camps, consejero de Economía de la Generalidad valenciana; gracias a mi
cargo me llevaban en andas en mi pueblo donde hasta entonces era un
simple vendedor de coches; mi posición me permitía hacer favores
importantes, gozar de privilegios insospechados, acceder a préstamos y
concederlos, figurar como un santón por donde quiera que fuera, meter
miedo a quien me importunara, ser mirado con alguna delectación
imposible en otra circunstancia por determinado tipo de señoras, además
de almorzar y cenar en los mejores restaurantes, probar los más
exclusivos caldos, ser invitado e invitar, cobrar dietas por fichar en
reuniones somnolientas en que se decidía sobre el destino y los sueños
de miles de personas, viajar gratis total por el planeta Tierra, dormir
en los mejores hoteles, ser transportado en vehículos de alta gama por
chóferes expertos y discretos, aparecer ante mi mujer y mis hijos como
un hombre extraordinario aunque ocultándoles que no disponía de otro
mérito que el de haber sido elegido como un mindundi necesario para
hacer el trabajito sordo (es decir, sucio) al estamento político,
constituido a su vez por otros lectores del Marca, como el figura que
preside el país.
Todos del mismo nivel intelectual y moral. Y lo peor es
que ponen en mal lugar a un gran periódico como el Marca y a un juego
entretenido como es el dominó. Arrasan con todo.
Podría haber
concluido Crespo su declaración de manera más sincera: «Sí, soy el
responsable por omisión de la ruina de miles de incautos clientes de la
CAM que se dejaron engañar por las cuotas participativas, fui el
presidente de la entidad que para mantener mi culo en sillones de cuero
curado ignoró que se falsificaban los resultados de la entidad sólo con
el propósito de que sus gestores cobraran incentivos mientras la marca
se venía abajo, soy el tipo que se cargó la CAM, la caja de ahorros más
potente y confiable, que tuvo que ser rescatada con el dinero de todos
para ser vendida por un euro al Banco de Sabadell».
Pero es
verdad que todo esto le sobrepasa, sin duda. Es posible que ni siquiera
sea consciente del desastre. Tal vez aún espera que sus amigos vengan a
rescatarlo también a él, que sólo se prestó a figurar mientras los más
listos, como Roberto López Abad, exdirector general, se jubilaban
anticipadamente a la hecatombe con la soldada del historial laboral de
mil obreros, según el cálculo espinosiano.
Lo terrible es que
nuestra ruina personal y colectiva se debe a estos pobres hombres, a los
que ni siquiera podemos reprochar una maldad intencionada. Son así, un
producto colateral y vulgar del poder, que a su vez es una máscara
detrás de la cual sólo hay otros lectores del Marca, también
inconscientes del daño que nos hacen. Es la banalidad absoluta,
conformada por honestos padres de familia a los que políticos desalmados
nombraban para altos cargos del poder financiero con la exclusiva
obligación de acompañar a las señoras a comprar bolsos y que después se
daban golpes de pecho como ridículos meapilas y falsos devotos en las
fiestas de Elche.
Ostentaban la representación de un mundo inamovible,
perpetuo, que de pronto se vino abajo, y andan perplejos: «Yo sólo era
un mandao». Pero los recuerdo. A los dos. Los veías y veías el Poder. A
su alrededor todo eran sonrisas. Había gente que esperaba que le
dijeran: «Pasa por mi despacho». Y así podrían llegar a final de mes.
Eran dioses. Mediocres y banales. Objetivamente, malvados.
El horror, según Hannah Arendt.
(*) Columnista
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2017/05/31/banalidad-cam/833700.html
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