En 2017 se cumplen 60 años de la firma del Tratado de Roma, el acta
de nacimiento de la actual Unión Europea. La fiesta de cumpleaños no
será del todo alegre. Aunque los motivos de celebración son muchos, ya
no se valoran como se merecen, pues los damos por sentados. Europa ha
vivido un largo período de paz y prosperidad que tiene pocos precedentes
históricos.
Dentro de ella, se disfruta un grado de seguridad y
bienestar que otras zonas del mundo envidian. Los europeos nos hemos
acostumbrado a movernos libremente dentro de la Unión, donde podemos
estudiar, trabajar o establecer nuestros negocios sin trabas, en la
mayoría de los casos sin necesitar siquiera cambiar de moneda. No
obstante, negros nubarrones empañan la fiesta conmemorativa.
A los problemas internos de la Unión, ha venido a sumarse un
amenazante panorama internacional. Al Este, una rearmada y agresiva
Rusia no respeta las mínimas normas de convivencia internacional: ha
atacado a Ucrania y lanza ciberataques para desestabilizar a las
democracias occidentales (tal vez habiendo logrado ya el mayor de los
éxitos en Estados Unidos). La Turquía de Erdogan deriva hacia el
autoritarismo, mientras utiliza a los refugiados como instrumento de
chantaje.
Los Estados fallidos y el terrorismo islámico radical
proliferan en Oriente Medio y Norte de África (Siria, Iraq, Libia…),
provocando flujos de desplazados. En este complicado contexto, los
países anglosajones han optado por replegarse de un orden internacional
que ellos mismos construyeron y lideraron: Estados Unidos manifiesta
(por primera vez y sin una clara justificación) hostilidad a la
existencia de la Unión Europea, mientras el Reino Unido acaba de
asestarla un duro golpe (aunque menos duro que el que se ha asestado a
sí mismo) abandonándola.
Se abren ahora dos caminos ante la Unión Europea: puede responder con
audacia e inteligencia, haciendo de la necesidad virtud y reforzando el
proyecto de integración; o puede dejarse llevar por la inercia y
arriesgarse a la desaparición, destruida por las corrientes
nacionalistas y populistas que la minan desde dentro.
La respuesta creativa deberá hacer frente a diversos retos, algunos
apremiantes. La presión migratoria obliga a desarrollar una política
verdaderamente común, que reparta el esfuerzo de acogida equitativamente
entre todos los países, controle los flujos (respetando los derechos de
los inmigrantes) y actúe en los países de origen (para mejorar las
situaciones que les obligan a huir en masa). Las negociaciones sobre el
Brexit sólo tendrán éxito si los 27 países miembros mantienen posturas
comunes, no se dejan dividir y logran que se visualice claramente el
coste para el Reino Unido de abandonar la Unión.
El abandono británico y
la reticencia de Trump hacia la OTAN (de nuevo difícilmente
comprensible) obligan a la Unión a reforzar las políticas de defensa y
seguridad comunes, en este caso en torno al liderazgo francés (único
país con arsenal nuclear propio). En los campos de la política comercial
y el cambio climático, la nueva y enloquecida agenda estadounidense
debería ser respondida sin complejos por la Unión Europea, potenciando
el comercio con América Latina y Asia para ocupar los espacios que los
norteamericanos dejen libres.
A más largo plazo, los retos también abundan. Es preciso consolidar
la Unión Monetaria, creando una Unión Bancaria más completa, que incluya
un Fondo de Garantía de Depósitos común. En este ámbito, Europa chocará
de otra vez con la nueva administración norteamericana, que se propone
desmantelar las regulaciones financiaras introducidas tras la crisis. Es
necesario, así mismo, ir avanzando en la dirección de la Unión Fiscal.
El paso más inmediatos debería ser la homogeneización entre los países
de la imposición sobre Sociedades, aprovechando para logra que las
grandes multinacionales tributen donde verdaderamente realizan sus
operaciones, en vez de donde les resulte más ventajoso.
Reforzar los
fondos de rescate existentes es otra necesidad, así como reestructurar
la deuda griega, para permitir a ese país terminar con una agonía que ya
dura demasiados años. En el futuro, la mutualización parcial de la
deuda pública y la creación de una prestación común por desempleo
deberían figurar en la agenda.
Que todo lo anterior sea posible dependerá de los resultados del
ciclo electoral. En Alemania, el ascenso de la socialdemocracia de
Martin Schultz, un europeísta convencido, es una buena noticia. Si
Alemania apuesta por políticas fiscales más expansivas, para las que
tiene margen, y favorece algún plan de ayuda para las economías en
apuros, mucho se habrá ganado. Ha habido mucho palo y poca zanahoria.
Los ciudadanos europeos deben dejar de ver a la Unión como la culpable
de las políticas de austeridad (aunque esto se haya debido en gran parte
a la hipocresía de los gobiernos nacionales). Por el contrario, una
victoria de Le Pen en Francia significaría la muerte efectiva de la
Unión.
Los europeístas no deberíamos limitarnos a contemplar todo esto
pasivamente. Es demasiado lo que está en juego. España, la cuarta
economía de la Unión Europea tras la salida del Reino Unido, tiene que
asumir un papel más protagonista. Europa debe seguir siendo un faro de
paz, humanidad y estabilidad en estos tiempos convulsos. Actuemos antes
de que sea demasiado tarde. El triunfo del europeísmo es todavía posible
y más necesario que nunca.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos de Madrid
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