Antes de que
el presidente Trump acabe de desarrollar la nueva política internacional
de los Estados Unidos, y sin temor a cualquier rechazo o crítica por su
parte, algunos agentes internacionales se han apresurado a cometer lo
que en diplomacia se conoce como ‘faits accomplis’. Dos ejemplos: uno lo
encontramos en la región separatista del este de Ucrania, y el otro en
el territorio de Palestina ocupado por Israel.
Conociendo
la voluntad manifiesta del presidente electo Trump, de mantener
las mejores relaciones con el presidente Putin, y su probable
disposición a revisar las sanciones impuestas por el presidente
Obama a Rusia por su anexión de Crimea, los rebeldes del este de
Ucrania lanzaron la pasada semana una ofensiva contra la ciudad de
Avdiivka, en la proximidad del territorio rebelde, que aún duraba
mientras los dos líderes hablaban por teléfono después de la
inauguración de Trump.
Avdiivka es una población de unos
20.000 habitantes, que había sido liberada de los rebeldes en
2014. Con el apoyo de Rusia, los rebeldes de la región del Donbas
mantienen desde hace dos años un gobierno independiente, en guerra
civil contra Kiev. Ambas partes denunciaron haber sufrido decenas de
bajas militares, con la muerte de diez civiles de la citada
ciudad. El conflicto ya ha causado cerca de 10.000 bajas mortales.
A
comienzos de esta semana Israel anunció la construcción de 3.000
nuevas viviendas en la Ribera Occidental del Jordán, un territorio
ocupado que debería ser reservado para un futuro estado
palestino independiente. Trump ha manifestado con frecuencia su
apoyo al movimiento de colonos israelíes. Desde que Israel ocupó
esos territorios en 1967, 600.000 colonos se han asentado en ellos.
El número total de viviendas autorizadas por el primer ministro
Netanyahu en las últimas semanas pasa de las seis mil.
El mismo
Trump es responsable de otro hecho consumado, con gran
repercusión mundial: la suspensión temporal de la entrada en el
territorio de Estados Unidos de personas procedentes de siete
países a las que se había concedido documentos válidos de
admisión, de tal forma que muchos tuvieron que volver a su lugar de
origen desde los aeropuertos norteamericanos. Varios centenares
de personas se vieron afectadas por esta prohibición, entre los que
sin duda habría muchas que se jugaron la vida en Iraq, Siria,
Somalia, etc., por colaborar con las fuerzas norteamericanas como
intérpretes o espías. Estas personas podían hasta ahora entrar al
país con el estatus legal de no-ciudadanos, previo a su entrada en
las fuerzas armadas o condicionalmente a la ciudadanía.
¿Perfidia inversa?
Desde
un punto de vista moral, esa decisión de Trump equivale a lo que
podríamos, con imaginación, calificar de ‘perfidia inversa’. En
el Derecho Internacional Humanitario se califica de ‘perfidia’ usar
signos externos protegidos internacionalmente, por ejemplo el
símbolo de la Cruz Roja o la bandera blanca, con la intención de
perpetrar un ataque por sorpresa. En el caso de los colaboradores
de las fuerzas armadas de los EE.UU, recibir promesas de empleo y
ofertas de ciudadanía por ayudarlas en campaña, equivale a que esa
persona tenga derecho a la protección que se le ha ofrecido, y con
esa confianza es como llegan a Estados Unidos los antiguos
colaboradores externos de sus fuerzas armadas. Es decir, se
otorga una inmunidad o derecho, que se ve suspendido de repente.
Lo mismo vale para algunos titulares de ‘tarjetas verdes’, que
otorgan el derecho a entrar y salir del territorio americano, cuya
entrada se ha visto frustrada.
Alguien en el entorno del nuevo
equipo parece haber señalado al nuevo presidente lo lesiva que
podría ser su orden ejecutiva de no admisión de extranjeros y sus
familias, para los intereses y la seguridad de los Estados Unidos,
ya que daría pábulo a denuncias del Estado Islámico, al-Qaida,
etc., y también de Irán y otros países, sobre lo peligroso que es
colaborar con alguien tan poco de fiar como los Estados Unidos. Esta
reflexión parece haber movido a la Casa Blanca a anunciar que los
casos de 872 personas afectadas por la orden serían revisados tan
pronto como fuera posible.
En las pocas semanas transcurridas
desde que ganó las elecciones, Trump ha dejado un rastro de
desconfianza o desconcierto entre grupos, personas e
instituciones que importan muchísimo a la seguridad de los
Estados Unidos y a la de sus aliados. Uno de esos rastros apunta a una
comunidad sin cuyo auxilio un presidente estaría a ciegas: la
comunidad de Inteligencia. Desde antes incluso de su campaña
presidencial, Trump mostró su desconfianza o desdén. Por ejemplo,
la CIA, el Consejo Nacional de Seguridad y el FBI. En los Estados
Unidos hay en total 16 agencias de seguridad.
El 6 de enero,
Michael Morell, que fue subdirector de la CIA, publicó un artículo
en el New York Times, en que lamentaba que el presidente atacara a
la agencia, para verter elogios sobre ella al día siguiente. En un
intento de sanar heridas, un día después de jurar el cargo Trump se
dirigió a 400 agentes de la CIA, dedicando una buena parte de su
discurso a ensalzar sus propios méritos como hombre de negocios,
por su inteligencia y por haber sido varias veces portada de la
revista Time. A Michael Hayden, antiguo director de la Seguridad
Nacional y de la CIA, se atribuye haber preguntado: ‘Si lo que se
aporta no se usa o no se quiere, o se tacha de sospechoso o corrupto,
¿con qué autoridad moral podrá el director poner en riesgo a sus
agentes?’
Europa, preocupada
Dos de las declaraciones
más sonoras de Trump (al menos en esta parte del Atlántico) han
encendido luces rojas, como la crítica a la canciller alemana por
su política de refugiados, que es básicamente la adoptada por
la Unión Europea, y la denominación de la OTAN como una
organización desfasada (‘obsolete’). También está su denuncia de
la industria alemana como manipuladora del euro para hacer más
baratas sus exportaciones, y su anuncio, en el discurso
inaugural, de una política proteccionista.
Esta retórica
empaña, sin embargo, algo que los europeos deberían entender con
claridad: la debilidad de su contribución a la defensa común,
que carga a los Estados Unidos con un costo excesivo para la defensa
de Europa.
El acercamiento de Trump a Gran Bretaña, cuyo Brexit
ha alabado, suscita recelos sobre un hipotético eje
Washington-Londres que le permitiría desconocer la existencia de la
Unión Europea como un rasgo fundamental de la solidaridad
trasatlántica. Su felicitación por el hecho de que el Reino Unido
haya decidido abandonar la UE parece sugerir que no vería mal la
disolución del bloque político-económico.
El presidente
del Consejo Europeo, Donald Tusk, expresó, en una carta a los jefes de
gobierno de los 27 países de la Unión, su preocupación por el hecho
de que “los Estados Unidos parecen haber puesto en cuestión setenta
años de la política exterior americana”.
Más ansiedad van a
sentir los seis países (Armenia, Azerbayán, Belorusia, Georgia,
Moldavia y Ucrania) que se liberaron hace años de su sujeción a la
Unión Soviética, y que llevan años a la espera de dos objetivos,
anhelados con diversos grados de intensidad: su integración o
asociación con la Unión Europea, y su cooperación con la Alianza
Atlántica como escudo contra cualquier pretensión revisionista, o
presión directa, de Putin.
La posible revisión por Trump de
las relaciones Washington-Moscú también pone, como no podía ser de
otra forma, el foco sobre las relaciones particulares de España con
los Estados Unidos. Quede esto para cuando se perciban los primeros
indicios.
(*) Periodista
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