Con tantas notas de atipicidad y disonancia con el tono, el talante y
el estilo promedios de los huéspedes de la Casa Blanca; incluso en sus
disonancias con la estela de la política estadounidense de más de un
siglo – tomando como referencia el comienzo de la Primera Guerra Mundial
-; estas horas en las que el cambio presidencial suena como un
estallido de discontinuidad, hacen primar la inquietud y el recelo poco
menos que generalizados, en su patria estadounidense y por todo el ancho
mundo.
La inquietud, la aprensión y el recelo entre propios y extraños han
llegado al extremo de que el expresidente saliente, Barack Obama, se ha
visto volcado a la tesitura de apuntar la probabilidad de regresar a la
palabra política después de haberse agotado el segundo de sus mandatos
presidenciales, en el caso de un disenso expreso de Donald Trump, el
nuevo presidente, con las vigencias nacionales. No es lo normal. Es el
expreso reconocimiento de que el cambio en la continuidad no fluye con
el sosiego promedio y propio de las aguas del Potomac a su paso por la
cabeza de la Nación.
Tanto el tono de las manifestaciones de Trump durante la campaña
electoral, como en el tranco de la transición entre su proclamación como
vencedor y la hora de su investidura como presidente, ha pavimentado el
ánimo de la opinión pública de reservas, suspicacias y temores. En mis
muchos años de seguimiento profesional de los eventos políticos
internacionales, nunca me había encontrado ante un cuadro de
perplejidades como el que Donald Trump y el Partido Republicano nos han
deparado en la presente ocasión. Tanto que quizá habríamos de seguir
buen rato todavía atentos a la pantalla.
(*) Periodista y abogado
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