Decía hace poco Palinuro que el humor no delinque
a propósito de una tuitera, Cassandra V, a la que piden dos años de
cárcel y otras penas por unos chistes en tuiter sobre Carrero Blanco.
Pero, sí, parece que delinque. Por eso le cae un año a César Strawberry por seis tuits de humor negro.
En verdad, no es razonable.
Produce pasmo que la jocosidad tenga
consecuencias penales. A propósito de esta sentencia del Supremo ha
escrito un buen artículo Máximo Pradera, cuyo contenido suscribo,
explicando a los jueces la diferencia entre el sentido literal y el sentido figurado. Empeño heroico porque es imposible explicar un chiste a quien no tiene sentido del humor.
El asunto está claro en la argumentación del alto tribunal, que Pradera cita: La
afirmación de que César Montaña no perseguía la defensa de los
postulados de una organización terrorista y de que tampoco buscaba
despreciar a las víctimas, es absolutamente irrelevante en términos de
tipicidad. La estructura típica del delito previsto en el art. 578 del
CP no precisa la acreditación de con qué finalidad se ejecutan los actos
de enaltecimiento o humillación.
Pero, si no se indaga la
finalidad, ¿cómo se sabe que son actos de enaltecimiento o humillación?
¿Hay una realidad objetiva del enaltecimiento y la humillación, como si
fueran un dolmen y un menhir? ¿No es más bien asunto de interpretación?
Y, si es así, claro que es esencial conocer la finalidad. Para que nos
entendamos: hay actos que son de enaltecimiento y de humillación al
mismo tiempo, según los ojos que lo miren y siendo el mismo acto. Para
unos puede ser el más alto tributo y para otros la mayor de las
humillaciones, incluso un sacrilegio.
Estos
jueces han abierto el camino a la vuelta de los delitos de opinión, a
los que tan aficionada es la derecha, que ahora está muy ocupada
lanzando al Tribunal Constitucional contra los independentistas
catalanes.
La voz del poder
La toma de posesión del presidente de
los Estados Unidos es un espectáculo mundial. Son los espectáculos
unidos. El mundo entero pendiente de las palabras, los gestos del nuevo
mandatario. En España puede cambiar el rey y, si acaso, se enteran en
Francia y algún país de América Latina. La distancia entre uno y otro
caso es la del poder. Los EEUU son el país más poderoso. Tiene tropas y
bases en todo el mundo, sus flotas patrullan todos los mares, sus
aviones y radares dominan los cielos y, además de controlar la realidad
material, controla la digital, a través de sus corporaciones y empresas
que administran dominios, etc.
En
los estudios de liderazgo suele manejarse la distinción entre liderazgo
continuista y rupturista, haciendo, por supuesto, muchas advertencias
acerca de que a veces, las diferencias entre uno y otro no están muy
claras. El de Obama se presentaba como rupturista por el hecho de
tratarse de una persona de color, pero era continuista en el estilo de
presidencia y su orientación liberal.
Lo de Trump promete ser distinto,
promete ser realmente rupturista. Por el estilo y el fondo. Desde los
tiempos de la Great Society de Johnson, los presidentes han sido
neoliberales o liberales. Este es el primero populista, que mezcla
elementos de todos los demás discursos para fabricar una melopea estilo
predicador de la tv que va mucho con el personaje.
Se
percibe desconcierto en Europa por las hipotéticas consecuencias de una
presidencia errática. Y lo que más cuesta entender es la alegría que
por el triunfo de Trump muestran los políticos de la derecha y la
extrema derecha. El nuevo presidente piensa hacer en los Estados Unidos
lo que muchos de estos líderes de derechas harían en sus países europeos
si pudieran: cerrarlos, atrincherarlos, prepararlos para la defensa y
el ataque en un mundo inseguro. Claro que, si lo vieran correctamente,
empezarían por no alegrarse ni de su propio triunfo en sus Estados.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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