Una breve escapada a Bruselas me permite conocer el edificio que
será, a partir de enero del 2017, la nueva sede del Consejo Europeo. Por
la noche su estructura resalta iluminada en el corazón del “barrio
europeo” en torno a la plaza Schuman. Quizás por eso ya le llaman “la
linterna” o “el faro” de Bruselas.
Ojalá actué de verdad como un faro que ilumine la supervivencia de la
Unión Europea en un momento en el que a sufrido el revés histórico del
Brexit y en el que, a los ojos de muchos europeos, se debilita su
substancia política y su legitimidad democrática.
Siendo un poco optimistas en este fin de año, reconozcamos que, a
pesar del Brexit, el 2016 acaba mejor que el 2015. Recordemos que hace
un año la UE estaba sufriendo el punto más dramático de sus dos crisis
existenciales, la del euro y la de Schengen. En el verano del 2015
Grecia volvía a poner en grave peligro el euro y en otoño la crisis de
los emigrantes cuestionaba la libre circulación en el espacio de
Schengen.
Ninguna de las dos crisis se ha resuelto definitivamente, pero al
menos parecen estar contenidas. Grecia sigue en el euro y el dramático
flujo de emigrantes se ha detenido. Cierto que el problema de la
reestructuración de la Deuda griega sigue sin resolverse a pesar de las
advertencias del FMI, y que contener el flujo de emigrantes hacia Grecia
se ha conseguido al precio de un acuerdo con Turquía discutible en sus
principios. Esperemos que la tregua que así hemos conseguido la
empleemos de verdad en la organización de un cuerpo europeo de control
de las fronteras.
Hablando de emigrantes y de control de fronteras, es imposible no
dejar de recordar que el 2016 deja la triste herencia de 5.000 muertos
ahogados intentando cruzar el Mediterráneo, el viejo Mare Nostrum al que
con razón El Periódico de Barcelona le llama en primera página Mare
Mortum. Para contener esa tragedia haría falta más medios para actuar en
alta mar pero también más voluntad para construir una política de asilo
común.
Esta política, o mejor dicho, la falta de esta política, ha sido la que
más ha puesto de relieve la debilidad de la UE y sus divisiones internas
en este año que se acaba. Los nuevos Estados miembros del este, al
oponerse radicalmente y haciendo caso omiso de las decisiones propuestas
por la Comisión y adoptadas por el Consejo Europeo en materia de
reparto de los demandantes de asilo, cuestionaron a la vez dos de los
valores sobre los que se basa la UE, el del derecho de asilo, es decir
la protección al perseguido, y el de la solidaridad con los otros
Estados miembros, en ese caso con Grecia, Italia Alemania y Austria,
desbordados por el flujo de inmigrantes.
Recordemos que la Comisión fue incapaz de hacer aplicar los acuerdos del
Consejo e hizo marcha atrás en la exigencia de acoger a los inmigrantes
según el reparto establecido. El primer ministro húngaro Victor Orban,
el campeón de la otra concepción de Europa, se permitió decir que solo
aceptaría inmigrantes de religión cristiana, haciendo también caso omiso
de la Carta de los Derechos Fundamentales en la que se establece
claramente que nadie, y se podría decir que menos que nadie un
refugiado, puede ser discriminado por razones de religión. Aunque perdió
el referéndum para recabar el apoyo popular al rechazo a los
inmigrantes, solo fue porque la votación no reunió el quórum mínimo
requerido.
Todo ello demuestra que las raíces de la crisis europea son más
políticas, en su doble dimensión de identidad y de valores, que
económicas. En el 2004, en el momento en el que se hizo efectiva la
ampliación al Este, parecía que los problemas a los que habría que hacer
frente serian económicos, ante las dificultades de integrar en el
mercado único a un número tan elevado de países con economías tan
diferentes y con niveles de renta mucho más bajos.
Pero en realidad el
problema ha demostrado ser el de compartir valores, sobre los que se
basa la voluntad de vivir juntos, de compartir riesgos y solidaridades,
esa falta de afecttio societatis que también nos falta en España y que
explica las tendencias separatistas en Catalunya que vivirán en
septiembre del 2017 un momento crítico.
En el 2017 se cumple el 60º aniversario del Tratado de Roma. El 25 del
próximo marzo, Italia tiene previsto convocar en Roma una gran ceremonia
para celebrarlo. Pero el 2017 será también el año de Brexit. El
gobierno británico ha prometido que antes de finales de próximo marzo
activará el procedimiento previsto en el artículo 50 del Tratado de
Lisboa para la salida de un Estado de la Unión. Puede que ambos
acontecimientos coincidan el mismo día, pero lo que es seguro es que la
celebración quedará ensombrecida porque solo serán 27 países los que
participarán en ella.
El 2017 será también el año de dos importantes elecciones, las
presidenciales en Francia en la primavera y las legislativas federales
en Alemania en el otoño. Además de en Holanda y probablemente en Italia.
Malos tiempos para impulsar la construcción europea.
Normalmente las
cuestiones europeas no suelen ser objeto de debates en las elecciones
nacionales. Pero esta vez puede ser diferente por la emergencia de
partidos antieuropeistas. En particular en Francia donde casi todo el
mundo vaticina que la Sra. Le Pen estará presente en la segunda vuelta
de las presidenciales. Si un partido populista antieuropoeista llegase
al poder en un gran país europeo, el 2017 no sería precisamente el año
para celebrar y renovar la voluntad de construir “una unión cada vez más
estrecha entre los europeos”, como rezaba el Tratado de Roma y repite
el de Lisboa.
Confiemos en que las grandes incertidumbres que pesan sobre el 2017 se resuelvan de una forma más positiva.
(*) Ex presidente del Parlamento Europeo
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