No habían pasado ni dos semanas desde que la operación ‘Púnica’,
ordenada por el juez Velasco, había descabezado la cúpula de la
Consejería de Turismo cuando percibí en Pedro Antonio Sánchez su mayor
momento de debilidad política y personal. Era la primera semana de
noviembre de 2014. Inaugurábamos ‘Murcia Gastronómica’ y al acto
acudieron Sánchez, consejero de Educación, y Juan Carlos Ruiz, consejero
de Industria y Turismo, quien dimitiría siete meses después, solo unas
horas después de conocerse que iba a ser llamado a declarar como
imputado por el caso ‘Púnica’.
No era este último asunto judicial (hasta
entonces su nombre no había sido relacionado con la trama) lo que
preocupaba al actual presidente, sino su situación política y personal
por la investigación sobre su vivienda desde primeros de año en el TSJ.
En público y en privado siempre mantuvo su inocencia, como ahora, pero
ese día me confesó que sopesaba dimitir.
Dejar el Gobierno de Garre y
quedarse en el partido hasta que se aclarase el caso. PSOE e IU habían
abandonado dos días antes el hemiciclo cuando él iba a intervenir,
Floriano había declarado que el PP no incluiría en sus listas a
encausados por corrupción y Garre no cesaba públicamente de hablar de la
‘doctrina de la generosidad’ ante cualquier novedad que afectase a
dirigentes del PP imputados. La sucesión a Valcárcel estaba
completamente abierta y Sánchez, aunque siempre fue el señalado, perdía
su ventaja frente a Alberto Garre y Juan Carlos Ruiz.
El actual presidente ya sabía entonces cuál era y es nuestra
posición: los políticos investigados por corrupción no deben ir en las
listas electorales y deben dimitir en el momento de la apertura de
juicio oral, salvo que su permanencia como imputados dañe a las
instituciones y al interés general. Lo habíamos expresado seis meses
antes en un editorial titulado ‘Así no’, donde, tras la marcha de
Valcárcel, abogamos porque la presidencia no podía ser ocupada por
Sánchez ni por cualquier otro político investigado por un presunto
delito, obviamente sin entrar a valorar, ni entonces ni el futuro, quién
debía ser el candidato de cualquier partido.
En esa conversación le
reiteré nuestra posición (él la recordaba porque ese editorial le ayudó
bien poco) y le comenté que el periódico, por lo antes expuesto, no se
había pronunciado sobre su permanencia como consejero. En clave ya
personal le apunté que salir del foco público tenía ventajas e
inconvenientes, sobre todo si aspiraba a ser candidato algún día a la
presidencia (probablemente ese era su sueño desde que entró de becario
en San Esteban).
Por las razones que fueran, no dimitió y en febrero del
año siguiente el caso fue archivado, a petición de la Fiscalía. Aunque
no pudo documentar hasta el último euro del dúplex que compró hace años,
ante la falta de evidencias inculpatorias prevaleció el principio de
presunción de inocencia. Luego llegaron las elecciones y rozó la mayoría
absoluta, aunque no pudo ocupar la presidencia hasta sellar
voluntariamente un pacto con Ciudadanos, en virtud del cual dimitiría si
era llamado a declarar como imputado por corrupción. «Si al final la
Justicia dictaminara una imputación por el ‘caso Auditorio’, yo
dimitiría», llegó a decir públicamente antes de firmar.
Ya no es consejero por designación directa, sino presidente por la
voluntad expresada en las urnas por los electores. Y eso otorga mayor
fortaleza, pero también un plus de responsabilidad y ejemplaridad como
máxima figura institucional de una comunidad autónoma y representante de
todos sus ciudadanos. En realidad, su situación política y judicial es
bien distinta a la de hace dos años. Pese a que su fragilidad vuelve a
marcar máximos, esta vez no se le pasa por la cabeza dimitir. Lo que no
significa que no pueda ocurrir, empujado por su propio partido si la
presión de la oposición desde Madrid fuera insostenible, sobre todo si
ahora otro juez pide que le investiguen también por el caso ‘Púnica’, su
caso convulsiona la política nacional y se convierte en un obstáculo
para la gobernabilidad de Rajoy.
En ese escenario, el balance de su
gestión sería un factor secundario. De manera discreta, aparentando
normalidad y sin hacer dejación de sus funciones, Sánchez lleva más de
un año preparándose, a todos los niveles, para este momento que, desde
el punto de vista judicial, tarde o temprano, era inevitable. En sus
múltiples viajes a Madrid ha logrado multiplicar su valoración en la
dirección nacional de su partido, que interiorizó su relato y lo ha
hecho el referente del PP para hacer frente a la asunción de
responsabilidades políticas por imputaciones judiciales, más ahora tras
la muerte de Barberá. Le apoyan los que de verdad mandan en Madrid,
desde Cospedal a Soraya y Rajoy, que en una conversación con periodistas
llegó a comentar que el fiscal superior le ha interpuesto diez
querellas, cuando en realidad son dos, a raíz de sendas denuncias del
PSOE.
Tan notorio es ese apoyo de Madrid como el silencio en este asunto
de Valcárcel, que tampoco recibió ningún respaldo explícito de Sánchez
cuando la hija del expresidente popular declaró como imputada por el
caso ‘Novo Carthago’. En el PP regional ya no están tan prietas las
filas. Hay varios exdestacados dirigentes, desde Cámara a Bascuñana, que
fueron forzados por Sánchez a irse antes de la apertura de juicio oral.
Hay otros que se sienten marginados. Con Valcárcel, cualquier militante
sabía que podía recibir una llamada en algún momento para asumir una
responsabilidad. Ahora ya no es así, suelen decir.
La suerte judicial del caso ‘Auditorio’ también es incierta aunque ni
puedo ni debo anticiparla. De partida, los indicios apuntados por el
fiscal y la juez son contundentes y graves (fraude, malversación y
prevaricación son delitos de corrupción, algunos penados con de 2 a 6
años de prisión). Blindado por un aforamiento al que pudo renunciar, ha
estado personado en la causa y tiene ya una estrategia definida: pudo
haber errores administrativos, no ilícitos penales.
Salvo sorpresas, el
instructor en el TSJ será Pérez Templado, el juez que archivó el ‘caso
Dúplex’. Y también es probable que el fiscal jefe, que llevará el peso
del Ministerio Público, ya no sea López Bernal, que aspira en las
próximas semanas a renovar, en competencia con Díaz Manzanera
(ideológicamente distante pero con la misma visión de la lucha contra la
corrupción) y con el teniente fiscal Sánchez Lucerga.
PAS, una vez más, se prepara para resistir.
(*) Periodista y director de La Verdad
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