El culebrón del PSOE es un gran
espectáculo. Va alternando todos los géneros dramáticos, desde los más
graves a los más livianos. Empezó en tonos trágicos, con lady Macbeth
Díaz llevándose bajo el brazo la cabeza del Rey Duncan Sánchez. Siguió
luego un vodevil o juego de los equívocos en el que los personajes
cambiaban de bando y de discurso y se acusaban de mil pecados.
Volvió un
tono trágico, cuando el tirano toma medidas contra los vencidos
defensores de la plaza y multa a estos, expulsa a aquellos y sustituye a
aquellos otros. Emergió después el drama romántico en la memoria de un
Guillermo Tell que defiende las libertades y derechos de su pueblo. Y
ahora aparece la comedia bajo la forma de esta explicación que da la
dirección gestora y provisional de sus intenciones a futuro. Estas
consisten en posponer la fecha en que se ha de posponer la fecha en que
se ha de posponer la fecha de la celebración del famoso congreso y las
correspondientes primarias.
Los
argumentos del portavoz de la gestora harían feliz a Tartufo. Empieza
el hombre por garantizar que habrá primarias, dando así por supuesto que
alguien las puso en cuestión. Se justifica la postergación de la
convocatoria del congreso con la necesidad de abrir un proceso de
reflexión, un debate político, y presentar luego al cónclave algún tipo
de documento programático. Ni sus poderes dan para eso ni, en la
situación actual, se lo puede permitir. La intención oculta de dar
boleto al PSC antes de la convocatoria del congreso es torpe e inicua.
En lugar de dejar que sea aquel quien decida en un asunto tan importante
para el PSOE, intentan enfrentarle con un hecho consumado. Esto de
presentar a los demás hechos consumados es una práctica detestable. Al
margen de otras consideraciones sobre la gestión de la junta gestora, la
práctica la califica por su malicia.
Como
la rebelión de la militancia. Los gestores del PSOE respetan el derecho
de los militantes a reunirse, faltaría más, pero hacen tanto caso de
las exigencias de esas reuniones como de la lluvia. Las reuniones,
dicen, son el espíritu mismo del PSOE. Pero nosotros estamos a lo que
estamos, es decir, a hacer esta brillante oposición y se ruega a los
mirones que no entorpezcan, que miren el interés general y no el
personal. Es un puntapié en la espinilla de Sánchez. Curiosamente no de
Susana Díaz que lleva dos meses de precampaña electoral de Sevilla a
Jaén, pasando por Madrid y Bruselas.
Criticar a los demás aquello que uno mismo hace es el corazón de la hipocresía. Si la hipocresía tiene corazón.
Táctica y estrategia
“Ninguna
oferta de falso diálogo detendrá el proceso”, decía el lunes el
presidente Puigdemont en el teatro Romea. Por supuesto que no. Pero hay
más, en las condiciones actuales, en las que viene acompañada de un
recrudecimiento de la actividad represiva del Estado, toda oferta de
diálogo es necesariamente falsa. Decir que se pretende dialogar con
quien se persigue judicialmente y se encarcela es agredir doblemente a
la otra parte e insultar la inteligencia de los espectadores.
La
oferta de diálogo del gobierno viene acompañada de la exigencia de que
se abandone la hoja de ruta y se renuncie al referéndum. Como es de
esperar, tratándose de franquistas, este gobierno es incapaz de
vislumbrar la idea de que dicha exigencia solo empezaría a ser admisible
si viniera acompañada de un archivo definitivo de todas las causas
judiciales abiertas contra el independentismo. Solo de este modo se
establecería una situación de igualdad, requisito imprescindible de todo
diálogo. De no ser así, se tratará de un monólogo de “ordeno y mando”
inadmisible, por mucho que guste a este gobierno.
¿Qué
eso no se puede hacer porque depende del poder judicial que está
separado del ejecutivo y el legislativo? La crisis española solo entrará
en vías de solución cuando los gobernantes digan la verdad, en lugar de
mentir por sistema. En España no hay división de poderes. No la ha
habido nunca. Respecto a las relaciones entre el Parlamento y el
gobierno (que depende de la confianza de la Cámara) no la hay desde
1978. Lo que había antes no merece ni una mención. Pero tampoco la hay
entre el ejecutivo y el judicial desde la victoria del PP en las
elecciones de noviembre de 2011. La permanente interferencia del
gobierno y su partido en la administración de justicia y la politización
de esta lo dejan bien claro.
El mismo gobierno que fuerza al Tribunal
Constitucional a proceder cómo y cuándo le interesa y moviliza a la
fiscalía en contra de sus adversarios políticos, obligándola a “afinar”
sus patrañas es el que puede y debe renunciar a estos procedimientos,
eliminar la politización de la justicia y proteger a los ciudadanos en
el ejercicio de sus libertades y derechos, entre ellos el de libertad de
expresión, que incluye quemar las banderas y los retratos que quieran,
siempre que, como objetos materiales, sean de su propiedad.
Vamos
aquí al meollo de la cuestión en estos días. Muchas buenas gentes
censuran la quema de retratos reales porque, dicen, son provocaciones
inútiles que proveen de razones al adversario y constituyen errores
tácticos puesto que alejan o dificultan los objetivos estratégicos. De
ser esto cierto, en efecto, las quemas y roturas simbólicas serían un
error. La táctica debe estar siempre al servicio de la estrategia y, si
no lo está, si dificulta el logro de esta quizá no solo sea un error
sino una maniobra adversa.
Pero
eso no es cierto. Los ciudadanos podemos hacer cuanto no esté
expresamente prohibido en las leyes y en ningún sitio se dice que no
podamos quemar efigies del rey como podemos quemar las de sus servidores
y lacayos. Eso solo puede perseguirse a base de invocar principios
etéreos, sin duda incluidos en otras normas por lo demás dudosas, que
hablen de “ofender” la dignidad real o cosas similares. Dependiendo de
consideraciones subjetivas de este jaez y de la sensibilidad subjetiva
de los supuestos agraviados, aquí podría penarse todo, hasta la
exhibición de esteladas en los balcones o las camisetas
independentistas. Y hasta las conversaciones. Y, ciertamente, hasta las
ideas.
No será la primera vez en España y ya estaremos como siempre, volviendo a la Inquisición.
Los
ciudadanos pueden quemar imágenes del rey porque todos los españoles,
según doctrina oficial, somos iguales ante la ley. Igual de quemables
también. Eso es algo evidente en sí mismo, tanto como no ver que la
propia idea de provocación es interpretable según distintos criterios.
Quemar retratos del rey es perseguible, ¿y no lo es colocarlos por
doquier para que presidan los actos públicos de todas las corporaciones,
aunque estén compuestos por fuerzas republicanas? ¿No lo es que
presidan las tomas de posesión de todas las autoridades, incluidas
igualmente las republicanas? ¿No lo es que la justicia se administre “en
nombre del rey” y no del pueblo o de la recta razón? Obligarnos a todos
a soportar la presencia universal de la imagen real no es provocación,
dicen los apologetas de la censura monárquica. Solo lo es que alguien la
queme o la rasgue.
Obviamente, la enésima aplicación de la ley del embudo que pone en sus términos el valor de la oferta de diálogo del gobierno.
Desde
luego estas falsas ofertas de diálogo no detendrán el proceso. Y
tampoco lo hará calificar de provocaciones las respuestas populares
frente a las provocaciones del gobierno. ¿No quieren ustedes,
caballeros, que la gente queme el retrato del rey? No nos obliguen a
soportar en todas partes la imagen de alguien a quien no ha elegido
nadie y cuya legitimidad descansa en el nombramiento de un militar felón
y perjuro muerto hace casi medio siglo.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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