Desde el humillante paso por las horcas
caudinas de la abstención, el PSOE se ha sumergido en un desbarajuste
sin ningún sentido que puede acabar con su desaparición a medio, quizá
corto plazo. Hay una junta provisional (que no es lícito llamar
"gestora" porque no gestiona nada ni cumple su mandato), pero nadie sabe
quién toma las decisiones; ni siquiera si se toman decisiones. Los
distintos integrantes de este órgano de tan pintoresca acción, así como
su principal valedora y líder in pectore, andan por los medios,
cada uno a su bola, dando por supuesto que tienen meses por delante para
caer simpáticos a una díscola militancia.
El
señor Hernando se prodiga en balbuceantes explicaciones sobre su
reciente decisión de cambiar de chaqueta táctica. En este país de
conversos, de reconversos o relapsos y hasta de falsos conversos, como
los llamados marranos, eso de chaquetear es moneda corriente. Dice el de
la nueva chaqueta que ha perdido crédito. Sí, todo. Juzgue él mismo qué
crédito puede merecer su "no es no" a los presupuestos después de que
su anterior "no es no" se trocara en un servil "no es sí".
Lady
Macbeth del Sur ha entrado en Madrid a través de un par de programas de
la TV de máxima audiencia. Ha venido a coser el partido y a presentarse
como la fuente última de autoridad en el PSOE, la real, la oculta, pero
auténtica. Y con los medios de la oligarquía (que son todas las
televisiones, pues no hay que engañarse) batiendo palmas a la sarta de
necedades prepotentes que esta señora ensarta. Ahora queda a la espera
de que se le pida la candidatura por aclamación. Su discurso es
patriotismo de partido sin una sola referencia clara a alguno de los
problemas reales del país y de su propia organización.
Javier
Fernández, el auriga de esta increíble operación, pacta con Iceta el
nombramiento de una comisión, esto es, lo que hay que nombrar para dejar
que un problema se pudra, y se da también unos meses para intercambiar
opiniones. Esta gente no sabe en dónde está. ¿Cree Fernández que él y
sus amigos pueden decidir sobre el destino de un protocolo que lleva
cuarenta años funcionando y se aprobó en un congreso? La política
emborracha y es capaz de convertir en mitómanos y megalómanos a gentes
que, en su vida normal, no se harían notar en su abrumadora vulgaridad.
Llama
la atención la pasividad con que la militancia está aceptando esta
situación. Es verdad que hay una rebeldía generalizada; lo reconocen
todos. Se ve en las redes: cartas, grupos, plataformas, decisiones de
agrupaciones, firmas. Es una efervescencia. Pero si la junta se obstina
en seguir su hoja de ruta de aplazar sine die el congreso, ¿qué puede
hacer esta movilización? ¿Apagarse lentamente? La alternativa, esto es,
formar otra comisión gestora que se oponga a esta y sirva para coordinar
el movimiento en pro del congreso extraordinario parece muy difícil por
falta de vías orgánicas.
Ese
es el angosto paso que se ofrece a la candidatura posible de Pedro
Sánchez, cuyo silencio vuelve a ser extraño: el de erigirse en el centro
de referencia del movimiento de las bases para recuperar el partido.
Les guste o no a los militantes esta es una pugna decisiva entre la
izquierda y la derecha en el PSOE, algo que puede acabar en escisión. En
la derecha están los miembros de la junta y sus asesores, su
inspiradora, Susana Díaz y quienes están detrás de ella, Felipe González
y, muy especialmente, Rubalcaba.
Es la escisión en la que el filo de la
navaja es Cataluña y, va de suyo, la unidad de España. Cuando se juega
la unidad de España, Rubalcaba no lo duda, no distingue entre buenos y
malos solo está la Patria que, como dice muy bien su discípula Díaz, al
igual que el PSOE, no es de izquierda ni de derecha. O sea, es de
derecha y de derecha rancia, carpetovetónica, taurina, católica y por lo
que hace a Rubalcaba, ladina y siniestra. El PSOE es un partido
patriótico llamado a desplazar al PP por el bien de España. Todo esto es
cuestión de Estado.
Efectivamente,
es el discurso de la derecha, nítido, y el PSOE puede caminar por ahí.
Ya lo hace, desde el momento en que, al abstenerse, se sometió al PP. La
promesa de que eso era a cambio de estabilidad y tener una oposición
dura es falsa. Un PSOE en el estado en que se encuentra no puede
articular oposición alguna pues unas elecciones anticipadas lo dejarían
en los huesos y cargado de deudas, sin lugar en dónde colocar a tanto
paniaguado como ha ido sumándose a lo largo de los años de una
complaciente seudoposición. Es un problema de desmovilización de una
clase política que lleva diez o veinte años ocupando cargos. Un problema
de "cesantes", al estilo de Pérez Galdós.
El
discurso de la iquierda, a fuer de complejo, es más difícil de
articular. Pero no imposible. La visión de izquierda del PSOE comienza
por rescatar el valor de la socialdemocracia de izquierda, la única que
ha funcionado y sigue funcionando en los países nórdicos y otros de
Europa central. Y es socialdemocracia de mercado, algo posible si todos
hacen juego limpio. Junto a ello es iquierda asimismo plantear la
cuestión de la forma de Estado, si monarquía o república. Y, por
supuesto, proponer la clara y rotunda separación de la Iglesia y el
Estado. La Iglesia debe someterse al régimen jurídico ordinario de las
asociaciones privadas. La cuestión territorial española solo puede
empezar a resolverse negociando un referéndum en Cataluña, como solicita
entre un 70 y un 80 por ciento de la población catalana, espera la
opinión internacional y los nacionalistas españoles saben que no tienen
otro remedio que permitir.
La
cuestión es averiguar cuál es el contenido del giro a la izquierda de
Sánchez, que él propone para recuperar el electorado perdido hacia esa
orientación. Hasta dónde llega. Hasta dónde a atreve a llegar en un
partido con un arraigado nacionalismo español. Sin embargo, esa es la
clave sobre la que puede apoyarse un programa de izquierda democrática,
un programa socialdemócrata. De no intentarse siquiera, ya sabemos cuál
es el inmediato futuro del PSOE: legitimar los disparates que la derecha
seguirá haciendo en Cataluña, colaborar en el intento de involución de
España.
Esa
es la cuestión en último término: el gobierno considera que el
conflicto catalán es un asunto de orden público. Y obviamente no calibra
a dónde puede llevarle su decisión. A generalizar la desobediencia y
enconar las cosas. Rajoy invita a Puigdemont a la conferencia de
presidentes de las CCAA (organismo que, si no yerro, instituyó Zapatero)
con el feble, casi irrisorio argumento de que "no se pierde nada". En
el caso de Puigdemont, sin embargo, sí se pierde; se pierde el honor
pues el catalán ya había anunciado que no acudiría a esa conferencia. Si
lo hiciera, incumpliría su palabra. Claro que, para Rajoy, eso es
irrelevante. Él carece de ella. Como Hernando.
Tanto huir de la "gran coalición" para encontrarse al final en un miserable contubernio de mediocres y embusteros.
Tanto huir de la "gran coalición" para encontrarse al final en un miserable contubernio de mediocres y embusteros.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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