En los lejanos años 80 del siglo pasado,
los socialistas llamaban a Felipe González "Dios", prueba a la vez de
su educación religiosa y su irreverencia. Ese "Dios" descendió del
Olimpo y se autoatribuyó la condición de "jarrón chino", costoso,
delicado, pero de mucho estorbo. Y, en efecto, al cabo de un tiempo, el
jarrón, a fuerza de estorbar, ha acabado hecho añicos. En la sede
socialista de Torrent, figura el retrato de González junto al de Pablo Iglesias, solo que él está cabeza abajo
El "Dios" se hunde en el descrédito. En la Autónoma le han releído su
propio pasado en clave negativa en un virulento escrache de
anticapitalistas.
El
boicot iba dirigido asimismo contra el otro conferenciante, Juan Luis
Cebrián, otro "Dios" y este mayor que el socialista porque lo es de los
medios. Cebrián es el símbolo vivo de El País, periódico que
atesora un pasado de prestigio como vehículo de la democracia en España,
pero en los últimos años ha ido perdiéndolo, hasta caer en el estigma
de prensa del gobierno. De hecho, la reacción del diario al escrache ha
sido de subida militancia, acusando a Podemos -como lo hace el PSOE- de
instigar a la violencia. Dice El Plural que "sin pruebas".
Depende de lo que se consideren tales. Dada la mutua animadversión entre
Podemos por un lado y el PSOE institucional y El País por el otro, lo sucedido era muy de prever.
Lo
cual no quiere decir que sea justificable. En absoluto. Impedir la
libre exposición de las ideas no es aceptable y menos cuando se hace
tumultuaria y violentamente. De ningún modo. Toda censura del tipo que
sea implica una presunción de infalibilidad de la parte del censor.
Téngase en cuenta que, dado el contexto del acontecimiento -unas
jornadas a base de conferencias- lo que los exaltados boicoteadores
gritaron y exhibieron podían haberlo dicho tranquilamente en el curso
del coloquio. Todo. No hacerlo y recurrir a la violencia, la coacción y
el boicot es una muestra de inseguridad y debilidad. Solo quien
desconfía de sus ideas se niega a contrastarlas en público.
Los
dioses del pasado han perdido su aura y son hoy objeto de ludibrio.
Tanto que es preciso encontrar alguna razón. Algo que explique esa
encendida animadversión que suscitan ambos. Y no se me ocurre otra que
recordar cómo los dos personajes, González y Cebrián, han actuado
siempre en sintonía, habiéndose esta reforzado con la entrada de
Rubalcaba en el consejo editorial del diario. Este aparece así como el
puente que une el gobierno de la derecha (de cuyo beneplácito depende
económicamente al parecer) con el PSOE.
Dado que, a su vez, algunos
bancos han invertido en la empresa, es difícil encontrar un símbolo más
acabado del poder en la España de la Restauración. Un bloque de poder
que influye decisivamente sobre la opinión pública en pro de una
política de partido, favoreciendo a unos, atacando y desprestigiando a
otros y manipulando la información hasta extremos grotescos. Esta actividad
no es un escrache más o menos tumultuoso y efímero, sino una política
deliberada, aplicada día a día, desde poderosos centros de influencia
para manipular la opinión pública al servicio de los intereses de la
estúpida, corrupta y sempiterna oligarquía española; la maldición de
este país.
No es violento, no es tumultuario, pero es igualmente agresivo, si no más. Y es igualmente condenable.
La buena reputación
Prácticamente no queda nadie libre del
pringue de la corrupción en el PP. Las tramas delictivas tenían
departamentos de dádivas dedicados a repartir obsequios entre cargos
públicos y políticos para propiciar voluntades. Bolígrafos, bolsos,
televisores y hasta coches, según la importancia del agasajado y su
capacidad de responder luego transfiriendo a las cuentas de la
organización cuantiosos recursos públicos. No podían faltar las cestas
de Navidad, invento repleto de españolísimos detalles: jamón, embutidos,
turrones, cava, mazapanes y mucho espumillón. Algo tan entrañablemente nuestro trae nostalgias del pasado, por ejemplo, la película, también españolísima, Manolo, guardia urbano. El
neorrealismo cutre de la posguerra se ha transformado en la época de
las nuevas tecnologías, cuando circulan las pantallas de plasma, los
teléfonos móviles, los ipads. Cambian los objetos, pero el fondo del
trinque sigue siendo el mismo.
Es
llamativo el vínculo entre la corrupción y los políticos de la derecha
de mayor alarde religioso. Es el caso de la exconsejera de Educación con
Aguirre, Lucía Figar, una devota religiosa, lo que a veces se llama una
"meapilas", al servicio inondicional de los intereses de la Iglesia en
el feraz territorio de la educación. Regala terrenos públicos a órdenes
religiosas para sus negocios educativos y cuanto más reaccionarias,
mejor; descapitaliza la enseñanza pública y favorece la privada, en
especial la concertada, que es un modo de aplicar los recursos públicos a
quienes menos los necesitan.
Consciente
la señora en su fuero interno de que su gestión suscita fuerte
oposición en todos los estamentos y en la opinión pública, contrata con
una empresa de la Gürtel o de la Púnica, o de las dos un informe sobre
cómo mejorar su reputación online. Es un documento de treinta
páginas repleto de vulgaridades por el que la empresa púnica que lo
realizó cobró 21.000 euros. Fondos públicos para estudiar y mejorar la
reputación personal en línea de la señora Figar, que no la tiene muy
buena. Y eso sin contar los funcionarios que tendría dedicados a
ensalzar sus glorias en Twitter, como hacía su jefa y referente,
Esperanza Aguirre.
Es
una corrupción muy católica a fuer de española o al revés. Es el precio
corrupto de las apariencias. Lo importante no es que el cargo publico
cumpla su cometido de modo eficiente, sino que lo parezca; lo importante
no es la realidad, sino la imagen. La reputación debe ser buena y si,
para conseguirlo, hay que comprarla, se compra. Sobre todo teniendo en
cuenta que se paga con el dinero público, de todos. Es un estilo. Los
21.000 euros no alcanzan ni de lejos a los dos millones de pesetas del
erario con el que Aznar quiso comprarse la medalla del Congreso de los
EEUU, pero están en esa línea.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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