El gobierno de Rajoy tiene ya la
maloliente honra de haber sido el más corrupto, desvergonzado,
autoritario e inepto de la historia de la transición. Pero, dentro de
él, desglosando personajes, el que se lleva la palma de todas esas cosas
y varias más, es el ministro del Interior. Y ya es difícil, con la
competencia que le hicieron auténticos portentos de incompetencia como
Ana Mato; de beaterío, como Ruiz Gallardón; de granujería clerical, como
Wert, etc, etc.
El
equipo de Interior, básicamente formado por Fernández Díaz e Ignacio
Cosidó, ha sido, desde el primer momento, una continua conspiración en
contra de las libertades públicas y la seguridad ciudadana, del
principio de la aconfesionalidad del Estado y de la convivencia
jurídicamente ordenada de las personas.
La Ley de Seguridad Ciudadana
(mejor llamada Ley Mordaza) es una norma autoritaria, represiva,
injusta que nada tiene que envidiar a la legislación de orden público
del franquismo. Está hecha para garantizar la impunidad de la policía en
casos de desmanes, impedir que la población puede ejercitar los
derechos que la Constitución le otorga, hostigarla con sanciones
absurdas y desproporcionadas e impedirle el acceso a la tutela judicial
desde el momento en que expande la competencia sancionadora de la
administración a límites insoportables. Es una ley no solo franquista
sino fascista y cuya función consiste en dejar a la gente indefensa
frente a las demasías de los poderes públicos porque se completaba con
las reformas también fascistas que quiso hacer el ministro de Justicia,
Ruiz Gallardón para impedir que los justiciables tuviéramos acceso a los
tribunales, a base de incrementar las tasas hasta hacerlas
inalcanzables.
El
ministro, un sectario del Opus Dei, un fanático incapaz de distinguir
entre sus conviciones personales -que deben permanecer en el ámbito
privado- y su proyección pública, ha salpimentado sus pintorecas
manifestaciones oficiales con declaraciones de un nivel tal de beaterío y
clericalismo (siempre en pro de la Iglesia católica, la única
"verdadera" a su limitado juicio) que hubiera hecho las delicias del
Valle Inclán de la Corte de los milagros. Sostiene que un ángel
del cielo le ayuda a estacionar su vehículo, como ayudaba a San Isidro a
arar los campos, y no sé qué santa está a su lado en los momentos
difíciles. Sin duda en agradecimiento a la intercesión de las potencias
celestiales, ha procedido a condecorar con diversas medallas y honores
civiles y policiales a algunas vírgenes, vale decir, unas tallas de
madera policromada de las que este sectario es muy devoto con la misma
fuerza y razón con que ciertas tribus primitivas veneran y engalanan sus
tótems.
No
se crea que este curioso delirio es privativo del personaje. Lo
comparte con un político del bando teóricamente contrario, el PSOE, José
Bono, otro comecirios, con quien complotó para colgar en las paredes
del Congreso una imagen de una monja milagrera que también hace entrar
en trance místico al sedicente socialista. En todo caso, todas estas
actividades, ritos, conjuros y supersticiones se han financiado con
dinero público.
Y
ahí es donde ya empieza a traspasarse la frontera entre lo meramente
psicótico y lo presuntamente delictivo. Emplear fondos públicos para
cultivar las devociones privadas será muy salutífero para el alma de
este buen hombre, pero tiene toda la pinta de constituir malversación de
fondos. El ministro del Interior es muy libre de llenar de hojalata los
pechos de las once mil vírgenes o de encargar óleos de las monjas que
le parezca... pero con su dinero y en su casa. No con el de todos y en
las instalaciones de todos.
Recientemente
el país ha tomado conocimiento, gracias a unas grabaciones de unas
conversaciones entre este ministro y el responsable de la Oficina
Antifraude de Cataluña en el año 2014 en las que se han traspasado todas
las fronteras y los límites de la legalidad. El contenido de esa
sórdida actividad conspiratoria entre un ministro y un alto funcionario,
que ya obra en poder de la fiscalía, es, sencillamente alucinante.
Según tales conversas, Fernández Díaz y el de la Oficina Antifraude,
conspiraron para fabricar escándalos que arruinaran las carreras de
rivales políticos atribuyéndoles la comisión de delitos sin pruebas y
comunicando estos infundios a periodistas y gacetilleros a sueldo en los
periódicos adictos a sus personas y faltriqueras.
Que
un ministro cuya función es velar por la seguridad de los ciudadanos
que le pagan el sueldo utilice los dineros y demás recursos públicos
para acusar falsamente a políticos de otras tendencias es un delito que
convierte a este ministro en un delincuente. De momento, presunto, y
cuando la causa se vea, quedará claro en sede judicial si también lo es
de modo incuestionable.
De
momento, con el contenido de esas vergonzosas conversaciones a la
vista, el Parlamento catalán ha destituido fulminantemente al jefe de la
oficina antifraude que se jactaba ante el ministro de haber destrozado
la sanidad pública de los catalanes. Muy bien hecho. Y si el gobierno de
España tuviera un adarme de dignidad haría lo propio con ese ministro
absolutamente indigno de ocupar el cargo que ocupa.
Pero eso no pasará porque el gobierno de España responde a la misma pauta moral e intelectual de sus miembros, incluido este.
Y
como resulta que la presunta actividad delictiva del ministro iba
expresamente dirigida a sabotear el movimiento independentista catalán,
difamando y calumniando a sus protagonistas, este presunto delito
alcanza niveles de auténtica irresponsabilidad. Es un caso clamoroso de
falta de lealtad, prácticamente de traición. Y lo que no se entiende es
cómo piensan estos felones contrarrestar la marcha de Cataluña hacia la
independencia a base de comportarse como auténticos delincuentes con sus
políticos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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