¡Qué extraño se hace un domingo cuando tienes que votar! Ha desaparecido la acritud de la campaña electoral y queda un ambiente amable con buenos modales. Unos a otro se miran a los ojos, tratando de averiguar su voto, pero prevalece la buena educación.
Llevo años absteniéndome de votar porque no estaba de acuerdo con ningún partido político, y me negaba a participar en la ley del mal menor; y nunca me arrepentí de ello porque me quitaba un gran peso de encima, porque eso de votar con la nariz tapada no iba con mi carácter.
Esta vez no me he abstenido porque estamos en un estado de emergencia social con trece millones de pobres en España, según informes de Caritas. Y no acepto que me digan que es mentira, porque Caritas no miente, y negar el problema no ayuda a solucionarlo.
Un principio establecido en todos los países con sistema democrático es que todo voto es libre, universal, directo y secreto, sobre todo secreto, pero en países de escasa tradición democrática como España parece que la sociedad te obliga a violar este secreto y te mira con sospecha si no lo revelas.
Pues ahora lo revelo claramente a los cuatro vientos: yo voto a quien me da la real de la gana, porque es mi derecho de nacimiento en un país democrático, y lo hago siguiendo mi conciencia ética más profunda, al partido que considere menos malo en cada momento para el bien de mi sociedad, y sin casarme con nada ni con nadie.
Esto no quiere decir que esté obligado a votar siempre al mismo partido, ni que coincida al cien por ciento con su programa electoral. ¡Faltaría más!
Esto quiere decir que los ciudadanos son más importantes que los partidos, que los trabajadores son más importantes que sus amos, que las familias son más importantes que los bancos, y que no acepto que ningún servidor público me mire con arrogancia cuando en realidad está a nuestro servicio.
Esto también quiere decir que el pueblo tiene derecho a elegir a quien le dé la real de la gana, y que estos resultados deben respetarse siempre por lo poderes caciquiles que mangonean nuestra sociedad como una mafia siciliana.
La gran virtud de la democracia es que el pueblo soberano tiene derecho a acertar y a equivocarse, pero también tiene derecho a rectificar cuando lo desee, si lo estima oportuno y pertinente.
Que nadie considere que soy de tal o cual partido porque en un momento pueda votar a un partido o a otro, que soy un acólito de tal o cual secta política apestosa. Yo soy dueño de mi mismo y de mi conciencia ética divina, y sólo me humillo ante Dios.
(*) Periodista
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