Ha sido un doble aldabonazo en la
conciencia de los electores, adormecida por la sarta de mentiras y
vulgaridades que los cuatro líderes fracasados el 20 de diciembre han
salmodiado por los rincones del Estado.
Una
campaña átona, vista con indiferencia por la ciudadanía a la que se le
pide que cambie el voto sin aportarle razón alguna para hacerlo. Un solo
y raquítico debate televisado en el que los líderes no tenían nada
nuevo que decir pero lo llevaban todo pactado para no pillarse los
dedos. Consigna: no digáis nada que haga perder votos. Abundancia de
mítines con enfervorecidos seguidores tratando de trasmitir un clima de
alegría y optimismo que nadie siente. Todos temen una repetición de los
resultados de las elecciones anteriores. Y nada autoriza a pensar que
este cuarteto de hombres -de hombres- del montón sea capaz de mejorar su
actuación pasada.
Solo
en Cataluña, el único lugar del Estado en que se mueve algo de verdad,
hay iniciativa y se proponen novedades de nivel europeo, el resultado
suscita inquietud e interés. Se trata de saber si se reafirma y avanza
el impulso independentista o, por el contrario, hace mella la ambigüedad
de Podemos, lo cual, a su vez, influirá en la cuestión de confianza
planteada el próximo septiembre.
El
resto, la resignación habitual y la confusión de unas propuestas
deslavazadas, inconexas, sin justificar y carentes de contexto y apoyo
en algún proyecto político concreto y tangible para las próximos cuatro
años. Se prevé una alta participación, lo que significa que el
electorado no quiere una situación de bloqueo como la anterior. Pero, al
no estar en su mano cambiarla, es probable que se reproduzca. Ningún
miembro del cuarteto ha dicho nada que incite al cambio de voto.
Pero
los hemos tenido día tras día en las pantallas, haciendo gansadas por
falta de ideas. Cada uno de ellos absorbido en su supervivencia política
personal: Rajoy, el principal responsable de este marasmo, dispuesto a
rechazar de nuevo el posible encargo de formar gobierno; Sánchez,
luchando con denuedo por una honroso segundo puesto que le dé la vitola
de ser el primero de los perdedores; Iglesias, recién converso a la
socialdemocracia, obsesionado por justificarse con un sorpasso que no
parece producirse; Rivera tratando de mantener la cabeza sobre el agua y
conseguir que se le distinga del chico de los recados.
Una
nube de palabras que hiciera algún alma caritativa nos pondría ante la
realidad de estos discursos sin interés, sin empuje, sin retos: cambio,
reformas, la gran nación, la unidad de España, la igualdad de los
españoles, la Patria, ilusión, sonrisas, moderación, populismo, Europa,
trasparencia, equilibrio, pactos. O sea, nada.
Y,
de pronto, los dos aldabonazos: el primero, la inesperada brexit; el
segundo, el arrepentimiento veinticuatro horas después. Dos millones de
firmas en el Reino Unido pidiendo la repetición del referéndum,
aduciendo engaño en el primero. ¿Suena? Los pelos de punta. Ojo con lo
que se elige, que podemos vernos votando por tercera vez antes de que
termine este año perdido para todos.
Un
panorama angustioso. Los españoles descubren acongojados que el
referéndum británico es más decisivo en su país que sus propios votos.
Que son europeos de segunda. En unos días, alemanes, franceses e
italianos se reunirán para ver qué hacen con la salida británica. No
invitan al español, ni falta que hace. La hipótesis más esgrimida es la
de Europa de varias velocidades. Lo que se decida hoy en España no le
importa a nadie.
Y,
a pesar de todo, hay que ir a votar. Para tratar de poner fin a esta
vergüenza de cuatro años y medio de un gobierno corrupto, autocrático,
neofranquista que ha desmantelado el Estado del bienestar, consolidado
la precariedad laboral, arruinado la hucha de las pensiones, disparado
la deuda pública, politizado y pervertido todas las instituciones del
Estado y destruido la unidad de España que dice defender. Un gobierno
cuya expectativa de voto, incomprensiblemente, sigue siendo la más alta.
Frente a él, una izquierda dividida, enfrentada y, por lo tanto,
inoperante.
La
brexit influirá en los indecisos, legitimará las opciones
independentistas en Cataluña y, en el resto del Estado, aumentará los
votos de los dos partidos dinásticos. Nadie quiere despertarse mañana
arrepentido de su voto como los británicos. Muchos están ya pensando
que acabar con el bipartidismo no fue una buena idea y, para no tener
que arrepentirse el lunes, depositarán hoy un voto ya arrepentido...
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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