Estamos en campaña electoral oficiosa.
No se puede pedir el voto explícitamente, pero se pueden largar las
habituales mentiras y disparates. El momento no merece especiales
respetos. Rajoy afirma en contra de la opinión de los expertos, de la de
sus adversarios, en contra de los datos y hasta en contra de sí mismo,
que bajará los impuestos si gana y también las cotizaciones.
El
personal se queda maravillado, suspenso, con la boca abierta y no
porque, con un déficit sin controlar, una multa al caer por ello y una
petición de recortes adicionales de 8.000 millones de € , lo último que
un gobernante puede decir es que bajará los impuestos. Es tan absurdo
que hasta Pedro Sánchez, a quien encantaría tener el aplomo de Rajoy
para mentir, ha dicho que, a decir verdad, los impuestos no pueden
bajarse. No conoce el mozo a Rajoy cuando puntualiza con el índice y el
pulgar: es capaz de afirmar impertérrito que la tierra es plana.
¿No fue Rajoy quien ganó las elecciones de 2011 prometiendo bajar los impuestos?
¿No fue Rajoy quien los subió apenas se vio en La Moncloaca?
¿No fue Rajoy quien reconoció que no había cumplido su palabra?
¿Qué sentido tiene votarlo otra vez? ¿Permitirle que vuelva a engañar?
La
campaña electoral, los discursos, los relatos, las explicaciones, los
rendimientos de cuentas, todo eso es indiferente a Rajoy que no cree en
la democracia ni en la responsabilidad de los políticos. No cree en la
suya y, por supuesto, tampoco en la de los demás. Mintió en 2011; se
desdijo en 2012; vuelve a mentir en 2016 y espera desdecirse en 2017.
Este hombre es un insulto.
Cuando
habla, miente. Y cuando no habla, también miente. Por ejemplo, nada
dice de la corrupción, a causa de la cual tendría que haber dimitido.
Cuando dijo que la Gürtel era una conspiracion contra el PP; cuando
envió un SMS a Bárcenas; cuando reconoció haber cobrado sobresueldos;
cuando el PP borró los discos duros de Bárcenas; cuando se obstaculizó
lo que se pudo el funcionamiento de los tribunales. Y no ha dimitido
nunca porque lo que es, en esencia, es un caradura. Desde que lleva
hablando de su denodada lucha en contra de la corrupción, han aparecido
docenas de corruptos, de su partido, muy cercanos a él, el último, un
presidente autonómico, y no por sus normas en contra de la corrupción
sino a pesar de ellas.
Ya
se sabe que la política tiene relaciones problemáticas con la ética.
Maquiavelo las separó y por eso lo llaman el padre de la ciencia
política. Pero luego llegó Kant y volvió a juntarlas y deste entonces
los políticos, como Hércules cuando tuvo que elegir entre la virtud y el
vicio, pueden pronunciarse por dos caminos con o sin ética; decir la
verdad o mentir. El que ha elegido Rajoy está claro desde el primer
momento y, con cierto sentido de la ironía podremos entender que, en el
fondo, el Sobresueldos no ha engañado a nadie: desde el principio supo
todo el mundo que es un mentiroso.
Delirios patriarcales
Todo lo que sobra al cardenal Cañizares
en la cola de su capa cardenalicia le falta en raciocinio. Desde lo alto
del púlpito, su eminencia ha arremetido contra el "imperio gay" en defensa de la familia y en contra de las leyes basadas en la "insidiosa ideología de género".
En defensa del Patriarcado (aunque él no lo llamará así sino que
recurrirá a fórmulas como "esencia del ser humano", su "condición
natural" o su "vocación divina") llama a la desobediencia a las leyes
basadas en esas monstruosas ideas de considerar a los gays como personas
con dignidad y derechos o a las mujeres iguales a los hombres.
Por favor, ¡las mujeres iguales al cardenal Cañizares! No sé quién debiera enfadarse más.
Desobedecer
la ley. Si lo anuncian los independentistas catalanes se les dice que
se les caerá el pelo. Lo propugna Cañizares y nadie se da por aludido.
Porque la Iglesia en España es un Estado dentro del Estado. Un prelado
pidiendo al personal que quebrante la ley. Desobediencia civil. Es muy
fuerte, en principio, pero no tanto cuando se recuerda que hablamos del
casuismo católico. Los católicos se oponen a la desobediencia civil,
según y cómo. Aún está reciente una sentencia avalada por el Supremo que
reconoce la objeción de conciencia a un farmacéutico que se negó a
despachar a una cliente la píldora " del día después. O sea, la
desobediencia en sí es inadmisible por ser mala, pero la Iglesia la
admite cuando puede ocasionar un mal peor.
Se
dirá, siempre se dice, que la Iglesia tiene derecho a hablar a los
suyos. Con nosotros no va y, si escuchamos, es porque somos unos
cotillas. Piano, piano. Esa Iglesia desobediente se
financia con el dinero de todos, creyentes y no creyentes, por tanto,
está obligada a respetar a los no creyentes... o prescindir de su
financiación. Ánimo, que pruebas más difíciles se han dado. Si los curas
encuentran imposible dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es
del César porque también quieren quedarse con esta parte, la del Cesar,
tendrán que aguantar que los ciudadanos normales digamos lo que pensamos
sobre la Iglesia cuando esta se expresa en lo que nos afecta, hágalo en
un templo o en un partido de fútbol.
Esto
sin contar con que los curas se afanan en difundir sus prédicas y
doctrinas a los cuatro vientos, por encima de sus rebaños, a través de
sus propios medios de comunicación. Esos medios hablan a todo el mundo,
no solo a los miembros de la secta católica. Y lo hacen con el dinero de
todos, tanto si no rellenan la casilla de la Iglesia en la declarción
del IRPF como si lo hacen, cual es el caso, parece ser, de Pablo
Iglesias, quien rellena la casilla de la Iglesia.
Por
tanto, todos tenemos derecho a opinar sobre Cañizares ya que Cañizares
se lo arroga para hablar de los deberes ciudadanos. Imáginese: lo que
dice sería lo que dijera un conciliar de Trento de habérsele pasado por
la cabeza que pudiera haber gays y en igualdad de derechos y no quemados
vivos o que las mujeres reclamaran igualdad con los varones sin acabar
de inmediato también quemadas vivas por brujas.
Cañizares
va contra el avance de las costumbres, las libres relaciones entre las
personas, la emancipación social. Va contra la evolución de la sociedad a
los efectos de que todo el mundo pueda realizar sus proyectos vitales y
vivir una vida plena. Esta vida plena exige autonomía del individuo,
libertad de elección y responsabilidad por sus actos. Nada que ver con
las imposiciones fanáticas e intolerantes de un clérigo que, en
realidad, no sabe de lo que habla.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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