En aquel tren que venía de Granada, y tenía como destino liberador
Barcelona, se amontonaban personas, maletas de cartón o de madera
reforzadas con cuerdas de esparto y sacos llenos de objetos misteriosos.
En cualquier rincón podías encontrarte un par de conejos triscando unas
matas de alfalfa o un pollo que te miraba con asombro y movía su cabeza
por el hueco del recipiente de pleita que lo albergaba. Su destino
probable era alegrar una mesa de domingo en Hospitalet, Santa Coloma o
Badalona, tras deshacer aquellas maletas y vaciar los sacos, normalmente
llenos de miseria y explotación, en casa de un familiar compasivo.
Aquel tren, al que se le dieron varios nombres, fue bautizado también
como el transmiseriano.
Miles de personas se subieron a él,
abandonando una tierra sin expectativas, porque el poder caciquil
dominante era una maquinaria implacable de generar excluidos. Aquella
infraestructura, aquel tren, durante mucho tiempo fue vehículo de
empobrecimiento, no de desarrollo, para esta desventurada tierra. Los
que estaban llamados a ser charnegos y pijoaparte, cuya dignidad es la
materia prima de la mejor narrativa de Juan Marsé, se aplicaron a la
creación de riqueza en Cataluña. Otros siguieron viaje y encontraron un
trabajo digno en la Europa que estaba reconstruyéndose. Cuando aquel
tren dejó de ser útil a la estrategia de subdesarrollo en la que nos
metió el franquismo se desmanteló la línea.
Hay infraestructuras, vías de tren por ejemplo, que se llevan la fuerza de trabajo, que es el recurso principal de creación de riqueza, de un lugar a otro, sin compensarlo con ningún otro factor que tenga el propósito de activar el desarrollo, Se convierten así en instalaciones para el empobrecimiento general, aunque esto es compatible con facilitar el enriquecimiento de algunos.
Un paseo no exhaustivo por la Región de Murcia permitirá
descubrir una colección de instalaciones que constituyen una de las
causas de un endeudamiento público sin sentido, cuya consecuencia más
inmediata es la de mantener a la Región en el furgón de cola de todos
los indicadores significativos del desarrollo, si se la compara con el
resto de España.
A medio y largo plazo la situación puede
empeorar, sobre todo si siguen tomando decisiones importantes los mismos
de siempre. Nada hace pensar, lamentablemente, que en el medio plazo
cambie sustancialmente la catadura profesional y moral de la clase
dominante. Ahí siguen, impasible el ademán, tras haber hundido entidades
financieras, parte del sector público y privado productivo, montado
auditorios inacabados, promovido aeropuertos sin aviones, instalando
desalinizadoras que no desalan (y que si desalan son todavía más
ruinosas) o autopistas que no llevan a ninguna parte, aunque su
verdadero propósito era favorecer la venta de casas de un proyecto
megalómano de aquel directivo de una caja de ahorros que se autoconcedía
créditos de manera compulsiva. Todavía siguen montados en el burro del
Gorguel, que, de llevarse adelante, sería un magnífico ejemplo de puerto
sin barcos.
Una de las causas de esta crisis sistémica ha sido la
de convertir en verdad revelada la perfecta conexión entre
infraestructuras e interés general. Esta es una de las ruedas de molino
que harán época, a lo que ayudará los muchos comulgantes que hay para
semejante despropósito. No existe tal conexión, más bien hay suficientes
evidencias de que a mayor gasto, privado o público, en infraestructuras
mayor ruina colectiva, cuando esas obras tienen como finalidad aumentar
el volumen de las comisiones que cobrarán los promotores a los
adjudicatarios y darán lugar a contratos leoninos, que serán
procedimientos de drenaje de recursos públicos, o privados, sin relación
con los costes y beneficios del servicio, sino con la voracidad de los
implicados más directamente, para quienes el interés general es aquel
que se traduce en un incremento de sus beneficios corporativos y del
saldo de su cuenta corriente. No hay más.
Lo que hay de más es un
discurso falaz, tramposo, amoral y cínico, en el que se ha especializado
nuestra particular casta dominante, con efectos tan devastadores como
el gasto en infraestructuras innecesarias o incongruentes con la mejora
del bienestar colectivo. Es el discurso de los comisionistas, los
subcontratistas y los amiguetes, que han trabado una red de intereses,
en buena medida corruptos, en las que anda atrapado una buena parte de
sector público, y privado, en la Región. Destejer esa red se presenta
como una obra verdaderamente titánica, donde las haya.
El AVE,
soterrado o sin soterrar, en una pieza más del conjunto de despropósitos
que desde hace demasiado tiempo se han instalado en el paisaje
regional. Lo coherente con nuestro estadio de desarrollo, y mucho menos
costoso socialmente, habría sido desdoblar las vías que nos conectan con
el mundo, electrificarlas, organizar mejor el transporte de cercanías y
resolver las conexiones con los puertos y aeropuertos existentes. Hace,
como poco, cuarenta años que todo esto era posible técnica, económica y
políticamente. Después de la llegada del AVE aquello que convertiría
una infraestructura como esa en factor de desarrollo, seguirá sin hacer y
habrá menos recursos para implementarlo.
En esta Región, quienes toman decisiones claves para el bienestar, o malestar, presente y futuro de millones de personas, no saben adonde van, aunque dentro de poco lo harán a alta velocidad.
(*) Profesor del Departamento de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad de Murcia
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