No
hay razones económicas. Esos templos los edificó la fe de los pueblos,
según aducen los clérigos cuando se ponen líricos y, en todo caso, los
construyó la gente, con el trabajo y el dinero de todos, a veces a lo
largo de siglos. Su mantenimiento lo paga la colectividad como gastos
excepcionales pero permanentes. Cuando no es un tejado, es una gárgola,
la restauración de un altar o un capilla. No incurren en gastos, pues
están exentos de IBI y otros impuestos. Mejor dicho, el IBI y otros
impuestos también los pagamos nosotros en forma de lucro cesante del
erario. Por último, la iglesia católica que los regenta y administra,
recibe 11.000 millones de euros del Estado al año (el año que viene
serán más) que podrían dedicarse a estos menesteres, pero se dedican a
otros, como a financiar la COPE y demás centros de agitación y
propaganda eclesiásticos.
Entonces,
¿por qué hay que pagar entrada en las catedrales, en todas las
catedrales? Y no un precio simbólico, sino una entrada propia de museo y
sin descuentos porque, al fin y al cabo, la iglesia no es el Estado y,
aunque viva de él, no tiene por qué seguir su ley y no la sigue, ya que
tiene la suya privada, el privilegio eclesiástico. Entradas, además, que
suelen tener hijuelas, para el caso de que haya un museo catedralicio
aparte (más euros) o un cripta (otra pasta) o combinaciones de entradas
como las que hacen las agencias turísticas. De hecho las catedrales están
ya en circuitos de negocios turísticos.
Las
catedrales son negocios. Tómese un ejemplo reciente: la iglesia ha
inmatriculado la mezquita de Córdoba o, para entendernos, se ha
apropiado de la tal mezquita por sesenta euros. Con entradas de diez o
doce euros, el negocio es redondo, dada la cantidad de turistas y
visitantes de ese monumento árabe, secuestrado por los cristianos. Un
negocio redondo, millones de euros al año limpios de polvo y paja, pues
tampoco pagan impuestos de ningún tipo, ni IRPF, ni sociedades; nada.
Capital neto para la faltriquera de los curas. Añádase a ello que todas
las catedrales son verdaderos sacacuartos, con huchas cada dos metros
pidiendo para santos, santas, mártires, órdenes, misiones en el África,
estampitas, cromos, velas, la luz del altar, milagros y cualesquiera
otras patrañas. De nuevo un dineral por el que no dan cuenta nadie. Todo
para el buche.
¿Por
qué, pues, hay que pagar por entrar en lo que es de todos y está
financiado por todos? Porque los templos, las casas de Dios, regentadas
por los curas, son negocios, parte de una gigantesca empresa mercantil
que tiene garantizado el éxito pues comercia con un bien gratuito, de
provisión infinita y entrega en el otro mundo, esto es, la salvación de
las almas, alimentado por una demanda eterna, que jamás se agotará,
compuesta por la esperanza en el más allá y el miedo a la muerte. Este
sí que es un esquema Ponzi de estafa piramidal y éxito garantizado.
La
iglesia pone precio a todo, vende todo, hace negocio con todo. Es una
gigantesca sociedad anonima con sede social en el Vaticano, a donde van a
parar los dineros, para subvenir a la que quizá sea la mayor
acumulación privada de riqueza de la humanidad. Es el reino de Mamón.
Los curas no tienen otro Dios que el dinero, su celibato -otras
consideraciones aparte- tiene la finalidad de no distraerlos con
necesidades económicas familiares, herencias o legados: todo para el
cuerpo místico recubierto de oro y dinero contante y sonante. Recuérdese
que, en buena medida, la Reforma se hizo precisamente por esto, por la
codicia desmedida, la pura avaricia de los clérigos, que vendían las
indulgencias, las bulas, el purgatorio, la abstinencia, los cargos
eclesiásticos, las oraciones, como siguen vendiendo los bautismos, las
bodas, los entierros. Si quieres nacer, casarte o morir siendo católico,
tienes que pagar. Lo extraño es que aún no hayan puesto precio a cada
estación de los via crucis que hay en todos los templos: el paño de la
Verónica, un euro; el Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz, dos
euros; primera caída camino del Calvario, tres euros.
Por
eso los curas cobran la entrada a los templos y, si les dejaran,
cobrarían por pasar delante de ellos. Todo por la pasta, que es lo único
que les importa. Llegados a este punto, las buenas gentes suelen
acordarse de que Jesús expulsó a zurriagazos a los mercaderes del
templo, los expulsó de la casa de su Padre. Y fuera siguen. Solo que han
puesto una taquilla y cobran por entrar en el templo de Dios, a
contemplar su interior o rezar. Tanto da. El dinero no distingue y a los
curas la dimensión trascendental del catolicismo les trae al fresco.
Uno
de los problemas principales de España para considerarse un país
moderno es el parasitismo de la iglesia. Y una de sus manifestaciones
más insultantes, este latrocinio descarado de cobrar por lo que, en el
fondo, no es suyo ni lo financia. Algo tan desvergonzado como el expolio
de los centros educativos concertados, casi todos ellos regidos por
curas y monjas, que se nutren de fondos públicos y, además, cobran un
sobreprecio, como los políticos de su partido, el PP, cobran un
sobresueldo.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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