Faltaba todavía un mes para el 24M, pero Rajoy no tenía dudas sobre los
resultados en la Región. «Vamos a ganar en Murcia», me dijo en un
encuentro en La Moncloa con un grupo de periodistas. Le respondí que
habíamos publicado un ‘tracking’ electoral que dejaba a su partido en la
Región a tres escaños de la mayoría absoluta. «Lo he visto, sí», añadió
el presidente del Gobierno, como quitando hierro a los sondeos y
convencido de que el candidato Pedro Antonio Sánchez («cuando estuve en
Murcia hizo un buen discurso») podría conseguir la mayoría absoluta,
aunque fuera de manera ajustada.
Ningún analista, ningún partido
político, dudaba entonces de que el PP sería el partido más votado en la
Región. La incógnita era el tamaño del descalabro. Si tendría margen
suficiente como para gobernar sin necesidad de pactar con otras fuerzas.
Finalmente los resultados fueron mejores que las encuestas, pero, con
una pérdida importante de votos, se quedaron a un escaño de los 23. Hoy
el PP no tiene asegurado el Gobierno. Necesita el apoyo o la abstención
de Ciudadanos en el Pleno de investidura. Y no lo tendrá fácil. Las
negociaciones serán complejas y, de fracasar, pueden desembocar en un
Ejecutivo de diferente orientación.
A la vista del análisis que ayer se hizo en la Junta Directiva del PP no todos parecen haber asimilado el mensaje de las urnas. Serán los árboles, que les impiden ver el bosque. Los populares no alcanzaron la mayoría absoluta sencillamente porque ese fue el deseo mayoritario de los murcianos después de veinte años. Como en el resto del país, la política regional se había despegado de la calle y de los intereses de una ciudadanía castigada por la crisis, con la particularidad de que aquí la resistencia a atajar los presuntos casos de corrupción con medidas contundentes de regeneración democrática era todavía mayor. Dos décadas de monólogo político habían hecho innecesaria la búsqueda de consensos y acentuaron los ‘tics’ autoritarios y prepotentes.
El PP ha
sido víctima del ‘principio de Berkeley’: eres lo que pareces. Demasiada
arrogancia y falta de autocrática han convertido a los populares, pese a
sus indudables fortalezas, en un partido antipático y rancio del que
recelan los jóvenes y las clases medias urbanas bien informadas. Si la
sociedad evoluciona a gran velocidad, pero la principal fuerza política
se mantiene anquilosada en sus mensajes, líderazgos y comportamientos,
la asincronía solo puede conducir a un lento crepúsculo. Los partidos
son organismos vivos y sobre ellos también actúa la selección natural.
Cuanto peor se adaptan a los cambios del entorno más vulnerables son.
Difícil lo va a tener el PP si, con la transformación social que
vivimos, quienes retienen el poder de decisión y de cambio siguen siendo
los mismos que hace veinte años, solo que más viejos, miopes y sordos.
Un auténtico Parque Jurásico político que se resiste a ceder las
riendas, sin asumir que ya no encaja en el signo de los tiempos. Hasta
el propio Rajoy, con su conocida aversión a los cambios, ha terminado
por asumirlo, forzado por el diagnóstico clamoroso de sus barones más
cualificados. Si todo se transforma deprisa, el PP debería renovarse
también. Y sin tiempo que perder.
El nuevo escenario, con cuatro fuerzas en la Asamblea, no debería verse como un problema para el progreso social y económico de la Región, sino como una oportunidad que puede ser aprovechada para pensar mejor hacia dónde y cómo caminar. Mayor debate político, búsqueda de consenso y control al Gobierno, sea cual sea, puede ralentizar la accción del Ejecutivo, pero sin duda revitalizará las instituciones y supondrá un impulso democrático. Si todos actúan con responsabilidad, el desafecto ciudadano hacia la política comenzará, por fin, a cicatrizar.
(*) Director de La Verdad
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