Ni nacimiento del Señor, ni amor cristiano, ni espíritu de la Navidad.
La muy pía alcaldesa de Madrid, contertulia habitual de la Virgen de la Almudena y de la Paloma, comienza el año ordenando cinco desahucios.
Innecesario recordar lo que significa un desahucio para una familia,
esa institución en cuyo favor se manifiestan los obispos en las calles
con pancartas. Y no es una familia; son cinco. Y no son cinco; son
decenas de miles.
Con
un ser humano tratado injustamente ya se colma la medida de lo
tolerable. Pero es que, además, no es uno; son, somos, centenares de
miles, millones. El castigo, el maltrato, afecta a la mayoría de la
población por uno u otro motivo. No es un comportamiento aislado,
singular, de especial crueldad. Es una industria; una política.
Los
datos referidos a los perjudicados por la racanería oficial con el
fármaco de la hepatitis C están también en los cientos de miles. Y, en
muchos casos, es perjuicio de vida o muerte. Un gobierno que tiene
dinero para dar 11.000.millones de € a la Iglesia, rescatar bancos o
autopistas en quiebra, para comprar armamento inútil o pertrechar a la
fuerza pública con fines fáciles de imaginar, no tiene dinero para
rescatar las vidas de sus gentes.
Claro,
porque no son gentes, no son seres humanos o, si lo son, no son iguales
a los privilegiados, que vienen de estirpe, según doctrina que
profesaba Rajoy de joven y sigue profesando hoy a juzgar por sus actos.
Son números. Y como números los tratan unos gobernantes que carecen de
toda idea de eso que dicen profesar y llaman humanismo cristiano.
Rajoy no cree que el paro sea un drama humano que atenta contra el
principio mismo de la dignidad de la persona; no cree que los contratos
basura que su gobierno propicia destruyan esa dignidad y pongan a los
trabajadores a merced de los patronos en condiciones de esclavitud.
O sí
lo cree y le da igual. Lo que le importa en presentar datos
estadísticos que corroboren la fábula de la salida de la crisis que,
según leo, Sánchez y Mas se han tragado ya. El paro, el paro juvenil, la
subcontratación, la precariedad, la emigración, afectan a millones de
personas, pero para el presidente del gobierno son cifras con las que
sostener que hay tres décimas más de afliaciones a la seguridad social o
que el PIB ha aumentado otras dos décimas. Contando, por cierto, que ya
es el colmo, el producto de la prostitución y el tráfico de drogas.
Como
todo les da igual y carecen de sentimientos, de un mínimo de pundonor y
humanidad, dicen lo primero que se les pasa por la cabeza si entienden
que puede apuntalar esa leyenda que el servicio de comunicación de La
Moncloa está fabricando sobre la salida de la crisis. Aunque sea una
monstruosidad. Así, de Guindos sostiene que ya se ha perdido el miedo a perder el puesto de trabajo.
Realmente inaudito. Con cinco millones de parados y otros tantos
pendientes de contratos basura en condiciones de absoluta precariedad,
que no saben si trabajarán o no la semana siguiente, hace falta ser un
desalmado para decir algo semejante. O un inconsciente. O ambas cosas,
que será lo más probable.
Ciertamente,
desalmados. Pero al servicio de alguien o algo. La historia no se agota
en el anecdotario personal. Tiene explicaciones que afectan a las
instituciones, a la estructura misma del sistema. La clave está en el
capitalismo y, para no enfadarme con los puristas que defienden el tipo ideal, diré, de este
capitalismo. Dudo mucho de que haya otro, pero no lo niego sin más. En
este, las cosas son diabólicamente simples: el poder real lo detentan
las grandes corporaciones y entidades financieras que son como dioses
todopoderosos invisibles a los mortales, habitantes de un remoto Olimpo
al que llamamos mercados. Y desde donde rigen los destinos de aquellos, con una irremediable tendencia a convertirlos en infiernos.
A
tales fines los poderes se valen de los gobiernos a través de los
partidos políticos institucionales, encargados de convertir en políticas
sus decisiones. Verdad que unos lo hacen de buen grado, como los
partidos conservadores, y otros rezongan algo, como los
socialdemócratas. Pero todos cumplen órdenes porque, aunque algunas (por
ejemplo, desahucios en masa, despidos por miles, recortes a cientos de
miles) puedan disgustar a alguno, que siempre habrá, no creen que exista
alternativa, ni pueden imaginarla o quizá no quieran. También ellos
defienden su interés que es una parte congrua del beneficio del expolio
al bien común. Porque ese es el contenido esencial del capitalismo: la
explotación del común en beneficio privado. Unos dan las órdenes y se
quedan la parte del león; otros las cumplen y se quedan la del zorro.
Estos
partidos están encargados de poner el Estado, con todos sus aparatos
propagandísticos y coercitivos al servicio de quienes mandan. Medios,
establecimientos educativos, fundaciones se encargan de adoctrinar a la
población en la creencia de que el Estado debe ser neutral, mínimo,
desaparecer en favor de esa dinámica angélica según la cual el beneficio
privado ilimitado redunda luego en provecho general a través de la
famosa teoría del trickle down (las salpicaduras) que es una
verdadera burla cuya mejor traducción sería la parábola del rico Epulón.
Si las doctrinas y manipulaciones ideológicas no bastan ni siquiera con
los Evangelios en la mano, se echa mano de la policía, las fuerzas de
seguridad, las redes de espionaje y, en último término, el ejército.
Una
prueba evidente de ese espíritu es la Ley Mordaza en tramitación
parlamentaria. Una norma que es una vergüenza y debiéramos recurrir en
todos los foros políticos y judiciales, nacionales e internacionales
porque es una agresión a los derechos y libertades de los ciudadanos a
quienes estos desalmados tratan como a siervos de la gleba. Eso sí,
entre rezo y rezo.
Quieren estar preparados por si la gente descubre que la fábula de la salida de la crisis es una patraña de gabinete de comunicación. Porque la llamada crisis es, en realidad, la condición permanente que le preparan los que no la padecen. No hay crisis para las grandes fortunas, los beneficios de las empresas, los de la banca; solo la hay para la gran mayoría, los parados, los jubilados, los dependientes, los trabajadores, las mujeres, los jóvenes. Y aquellos beneficios dependen de que esta crisis se prolongue. La crisis es el capitalismo.
Quieren estar preparados por si la gente descubre que la fábula de la salida de la crisis es una patraña de gabinete de comunicación. Porque la llamada crisis es, en realidad, la condición permanente que le preparan los que no la padecen. No hay crisis para las grandes fortunas, los beneficios de las empresas, los de la banca; solo la hay para la gran mayoría, los parados, los jubilados, los dependientes, los trabajadores, las mujeres, los jóvenes. Y aquellos beneficios dependen de que esta crisis se prolongue. La crisis es el capitalismo.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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