En España hay tres fuerzas de izquierda
mayoritarias con grandes diferencias cuantitativas. También las tienen
cualitativas pues a veces se enzarzan sobre la cuestión de
la autenticidad de sus respectivos izquierdismos. Además de ellas hay
algunas otras de espacio territorial más reducido, las izquierdas
nacionalistas o de menor relevancia electoral.
No
es un panorama de desunión sino de fragmentación, casi atomización.
Todo el mundo, por supuesto, está convencido de que la unidad es la
única fórmula de imponerse electoralmente a la derecha y "unidad" y sus
variantes es la palabra que más aparece en los discursos de esta
fuerzas. Pero está claro que no le dan el mismo significado y no lo
hacen porque sus circunstancias internas las tienen tan absorbidas que
no pueden acomodarse en un entendimiento común ya que ni ellas mismas se
entienden.
El
PSOE se debate en procesos de renovación interna en los que nadie anda
muy seguro. La sustitución del líder se ha hecho propulsada por un
delicado equilibrio entre tradición rubalcabiana y modernidad pietrina,
entre respetabilidad institucional y necesidad de salir a la calle con
un discurso más de izquierda para atajar la sangría de votos por ese
lado. Sánchez tiene que ungirse de legitimidad democrática en unas
elecciones abiertas y no en unas primarias de más o menos chanchullos.
Si no lo consigue tiene el reto de la señora Díaz, cuya legitimidad es
tan flaca y enteca como la suya.
En
IU el panorama es aterradoramente idéntico al de siempre: una bronca
permanente en distintos ámbitos y niveles por asuntos tan enrevesados
que cuesta creer los entiendan quienes por ellos se enfrentan tan
agriamente. La sustitución del maduro Cayo Lara por el joven Garzón,
presentada como una prometedora renovación, está empañada por luchas,
amenazas, expulsiones que transmiten una imagen de lamentables
enfrentamientos en una organización que, autocalificándose de "unida",
es incapaz de presentarse como tal ante su electorado.
Podemos
se encuentra en el sobresaltado periodo del primer vagido. Habiendo
obtenido un resultado tan espectacular en mayo pasado, ha puesto el
listón muy alto, incluso para sí mismo, tiene que encontrar el modo de
revalidarlo y superarlo en el mayo que viene y no dispone de mucho
tiempo. Sus vacilaciones, oscilaciones, ambigüedades y rectificaciones,
sus cambios de actitud en la carrera a las municipales transmite una
imagen de confusión que no es recomendable en campaña electoral. Y el
permanente llamado a criterios asamblearios no contribuirá a reducirla.
En
esta situación es probable que las tres fuerzas de la izquierda lleguen
a mayo de 2015 desunidas y enfrentadas al grito de unidad. Y también lo
es que el resultado sea decepcionante.
En
realidad es preciso reconocer que esa unión no es nada fácil. Hay unas
diferencias profundas que son además permanentemente aireadas por los
medios de comunicación. Eso no sucede en la derecha. Esta tiene también
enfrentamientos pero, no siendo por asuntos de principios sino de
intereses, se mantienen siempre discretamente ocultos tras una muy
eficaz fachada de unidad.
La
exposición a los medios es un factor determinante en el predicamento de
la izquierda. Pero tanto para bien como para mal. Eso depende de cómo
se enfoque en cada caso. Por ejemplo, es evidente que el ascenso de
Podemos tiene una clave explicativa (aunque no única, claro) en lo que
sus críticos consideran con envidia mal disimulada su sobreexposición
mediática, lo que reputan un privilegio inmerecido. Ahora bien, los
medios son empresas, buscan audiencia y Podemos la garantiza. Muy
probablemente por su componente de innovación que resulta muy atractivo
para un público cansado de un espectáculo político en el que los actores
llevan decenios en el escenario y, además, no están dotados de
cualidades o ingenio que cautive a los espectadores.
Así
que los partidos de la competencia han entendido el mensaje y han
procedido a sendos procesos de renovación pero, para su decepción, no
alcanzan el impacto que esperan. Descubren que no basta cambiar los
rostros, que no innova quien quiere sino quien puede, que es preciso
tocar intereses creados, rutinas, compromisos del pasado. A las
izquierdas parlamentarias las ata su historia. De ahí que su discurso no
pueda ser absolutamente innovador y deba buscar el citado equilibrio
entre la institución y el movimiento. La marca es un activo; pero
también un lastre. Adaptarla al servicio de una innovación que suscite
adhesión y apoyo en un electorado invadido por el hastío y la
desconfianza solo es posible articulando un discurso nuevo y
convincente.
Y en eso el panorama no es halagüeño.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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