La sospecha de que el PP no es propiamente hablando un partido sino una
asociación de malhechores va tomando cuerpo con el auto de conclusión
del juez Ruz en el que acusa al PP de lo mismo que a Ana Mato, de ser partícipe a título lucrativo de las presuntas fechorías de la Gürtel. El partido como tal, como persona jurídica. O sea, un grupo de guajes que se repartía los beneficios tan arduamente ganados.
A
la cabeza de esa persona jurídica se encuentra Mariano Rajoy,
presidente del partido y del gobierno y a su vez acusado de haber
cobrado sobresueldos en negro, procedentes de una caja B de la
organización que él ha negado en sede parlamentaria pero el juez presume
probada. O sea que, además de beneficiarse de esos caudales de
procedencia dudosa, miente. Y no solo parece haberse beneficiado en
moneda contante y sonante sino también en especie, con otros obsequios
por ejemplo trajes, como su gran amigo Camps, o viajes, como su gran
amiga Ana Mato.
Tiene que mentir. Es más, no puede hacer otra cosa que
mentir a cara descubierta, frente a toda evidencia porque cualquier
reconocimiento de los hechos lleva indefectiblemente a su persona. Por
eso destituye a Mato de ministra pero la defiende en el Congreso y le
conserva el escaño y el puesto en la dirección del partido. Es lo que
hizo con Bárcenas; lo que hace con todos los acusados de presuntos
delitos hasta que los jueces los meten en la cárcel.
La
comparecencia de Rajoy fue un espectáculo grotesco. Ver al principal
responsable político de la corrupción en el PP y en su gobierno, acusado
él mismo de cobros dudosos, dando lecciones de ética y honradez,
suspendía el ánimo y producía una mezcla de hilaridad y asombro. Rajoy,
forzado por las circunstancias, como siempre, traía al parlamento una
medidas insuficientes y rescatadas del cesto de los papeles.
Precisamente la dimisión de Ana Mato por corrupta hizo recordar que era
ella quien se encargaba del código de buenas prácticas en 2009, en los
felices tiempos en que la Gürtel, al parecer, pagaba sus viajes a
Disneylandia. Ello da una idea de la importancia que Rajoy y los
suyos otorgan a los compromisos regeneradores, las declaraciones, las
deontologías.
En
realidad estaba representando un papel autoatribuido, el del gobernante
por encima de toda sospecha, el estadista solo atento a las grandes
cuestiones que no va a entretenerse en minucias como averiguar de dónde
salieron los cientos de miles de euros que cobró presuntamente en negro.
Algo tan absurdo que el papel tenía ribetes de payasada. Por eso
festoneó su discurso, todo él leído, palabra por palabra, para no
equivocarse, de frases ampulosas y todas falsas. Pero no se molestó en
finjir sinceridad ni autenticidad. Nuestro hombre sabe que ya no puede
aspirar a convencer a nadie pues nadie le otorga crédito alguno. Por
eso, ni lo intenta. Representa el papel casi de modo rutinario, para
cumplir el enojoso trámite parlamentario del que no depende nada. El
PSOE le negó legitima autoridad, cosa obvia, e IU pidió su dimisión.
Todo
inútil. Cumplido el trámite parlamentario, Rajoy puede seguir buscando
leones, como Tartarín, que ya su mayoría absoluta se encarga de
bloquear cualquier intento de control democrático, de petición de
responsabilidades, de transparencia, de rendición de cuentas, de todo
aquello sobre lo que se legisla para ignorarlo mejor.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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