La vida política sigue siendo
aristotélica y, como si Pascal no hubiera pasado por el mundo, tiene
horror al vacío. Su estado normal es de ruido y agitación. Cuando, por
el motivo que sea, se aquieta, se paraliza, se silencia, no lo está por
mucho tiempo. Rápidamente toma alguien el relevo y el cotarro vuelve a
bullir.
Es
el inconveniente de la actitud adoptada por Rajoy y su equipo.
Debidamente asesorados, creyeron que lo más inteligente para evitar
conflictos y descontentos era esconder la figura de su máximo dirigente,
apartarlo de los focos, ocultarlo. ¿Alguien ha contado cuántas ruedas
de prensa normales, esto es, no plasmáticas, ha dado Rajoy en sus casi
tres años de gobierno? Quizá no lleguen a la docena. El hombre que,
aspirando a presidir el gobierno, prometía "dar la cara", la ha hurtado
siempre que ha podido. Su rostro no es tan desconocido como el del dios
del Antiguo Testamento, pero no se prodiga en público. Prácticamente
todo el peso de la comunicación del mando ha recaído sobre la
vicepresidenta y ese trío inenarrable compuesto por Cospedal, Floriano y
González Pons que podrían montar un espectáculo bufo, pero no dan la
talla en absoluto como mediadores de información entre el gobierno y la
ciudadanía.
En
nuestra sociedad, que consume información casi a mayor velocidad de la
que la produce, esta situación es anómala y, para los medios de
comunicación, muy perjudicial. Faltos de la fuente habitualmente
mayoritaria de noticias, esto es, el gobierno, los medios magnifican las
secundarias. Es lo que ha sucedido con Podemos, en buena medida un
fenómeno mediático, con la Plataforma Anti-Desahucios y está pasando con
"Guanyem". Si el ámbito público se silencia, otros discursos toman el
foro. ¿El gobierno no comparece? Los gobernados se hacen oír con mayor
ahínco o los medios se encargan de que así suceda.
Es
lo que ha comprendido Pedro Sánchez desde el primer momento. Surgió de
repente, como una tormenta de verano, desafiando a las figuras
consagradas que ya se daban por victoriosas, como Eduardo Madina.
Proclamaba su incontaminación, su pureza casi virginal frente a la vieja
política. Todavía dos años antes, decía, era un ciudadano normal, sin
responsabilidades políticas. No era enteramente cierto, pero nadie
aguaría un triunfo arrollador descubriendo un par de mentirijillas.
Una
vez elegido secretario general por la militancia, Sánchez parece
decidido a rellenar el vacío de la política institucional española,
multiplica sus apariciones, va de medio en medio, de entrevista en
entrevista, prodigando declaraciones y desgranando propuestas. Entiende
que hay que rellenar el ámbito público con presencia, arrinconar a los
adversarios, obscurecerlos, brillar con luz propia, imponer el propio
discurso.
Ese
discurso que va articulando y clarificando en sus múltiples
comparecencias. Había comenzado siendo algo confuso y hasta
contradictorio, pero se hace cada vez más nítido y contundente. Es, en
lo esencial, un discurso que trata de recomponer el centrismo. Entre la
derecha extrema del gobierno y la izquierda tambièn extrema de Podemos,
entre la reacción y el populismo, hay un espacio inmenso, un enorme
caladero de votos: el centro, al que Sánchez apunta cuando dice
resucitar un PSOE que es una "izquierda que atrae al centro". La
referencia a la izquierda es obligada en un partido con una memoria
histórica tan marcada, pero el objetivo al que realmente se apunta es el
centro. Se trata de resucitar la UCD de Adolfo Suárez con todas las
variantes que se quieran. Hay un claro parecido físico entre los dos
líderes, si bien Sánchez tiene predilección por la camisa frente a los
ternos de Suárez.
El
discurso centrista rechaza por igual los dos extremos, si bien se
observa una mayor tendencia a combatir a Podemos que al PP. Y eso sin
contar con una temprana afirmación de principios rubalcabianos; el PSOE
de Sánchez es tan monárquico y nacional español como el de su antecesor.
Es más, al mismo tiempo que afirma que nunca habrá pactos con la
derecha, Sánchez continúa ofreciendo "pactos de Estado" a lo Rubalcaba a
un PP anegado en corrupción. Esa mayor proclividad a entenderse con los
conservadores baila el agua a la acusación de Podemos de que el PP y el
PSOE son dos partidos hermanos, ambos miembros acrisolados de la
casta.
Practicando
la vieja idea de que la mejor defensa es un buen ataque, Sánchez
devuelve la pelota a Podemos, hablando de una alianza de intereses entre
este y el PP. Una especie de reedición de la famosa pinza de los noventa, entre Aznar y el infeliz de Anguita, que sigue, incansable, predicando en el desierto.
Así
se arma un discurso centrista que constituye la verdadera apuesta de
Sánchez. Dado el hartazgo social con la prepotencia y la insensibilidad
de la derecha y el presunto temor que puedan despertar las aspiraciones
radicales de Podemos, es posible que esta apuesta resulte ganadora en
las próximas elecciones, aunque también corre el riesgo de ser perdedora
al significar un cambio importante de rumbo del PSOE. Desde luego, el
nuevo líder esta haciendo lo posible porque triunfe allí a donde va que
es a todas partes, como si tuviera el don de la ubicuidad. Se juega la
carrera en ello.
El resultado está en el viento.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED
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