Por mucho que se empeñen algunos, Juan Carlos I no ha sido un rey
franquista porque pronto desarmó la estructura de aquel régimen
dictatorial y autoritario para dar paso a una monarquía parlamentaria
que trajese de inmediato la democracia a nuestro país. Quienes no
viviesen aquello de cerca no pueden pontificar ahora en la Universidad
española que lo que luego han conocido era una continuación de lo
anterior, que tampoco vivieron.
No, definitivamente no, porque medió un referéndum que legitimó la
reforma política y aprobó una Constitución en 1978 por abrumadora
mayoría, que lleva vigente casi 40 años. Como no hubo ruptura puede
parecer que a Juan Carlos lo puso Franco y aquí sigue hasta hoy. La
Monarquía actual es una consecuencia directa de la reforma pactada por
todas las fuerzas políticas y los autonomistas catalanes, vascos y
gallegos con la bendición de los poderes fácticos de la época. No hay
otra verdad.
En varias ocasiones se le ha oido decir al monarca que su objetivo
prioritario conseguido era ése y la restauración monárquica. Y por eso
su padre renunció a la Corona y trasmitió al hijo su legitimidad
dinástica, recibida en su día, a su vez, por el conde de Barcelona, un
patriota de verdad, de quien fué el rey Alfonso XIII. De lo
contrario, de no haber sido refrendada implícitamente la monarquía al
aprobar la Constitución los españoles de entónces, el no reinante rey
Juan no hubiese dado nunca ese paso con su renuncia pública al trono de
España en favor de Juan Carlos.
El nuevo rey hizo pronto sus deberes de libertad, convivencia y
diálogo dentro del pluralismo tras liquidar el franquismo por consejo de
su padre y el grupo de monárquicos del interior ajenos al círculo de
Estoril, lleno de personajes recalcitrantes con la vuelta a Madrid de
don Juan para reinar después de Franco. El deseo de fondo no confeso del
joven monarca era, mediante una amnistía, acabar con las dos Españas y
ser el rey de todos los españoles pese a las resistencias de los
generales provenientes de la Guerra Civil, a cual más cerril e inculto,
cuando todavía la democracia era incipiente pero no vacilante. El Rey
reconoce que, en todos estos años, nunca se ha olvidado de ni una sola
de las víctimas del terrorismo.
El 23-F no fue otra cosa que una calculada vacuna contra esos generales tras casi obligar al rey-militar a prescindir como presidente del Gobierno de
un ya muy gastado Adolfo Suárez. Le sucedió un monárquico acreditado
como era Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, a mitad de camino entre
tecnócrata y político, como mejor salida para poder continuar la
Transición aunque más pausadamente y de forma más hábil, hasta conseguir
el consolidador turno político, una vez lograda en su día la
legalización de todos los partidos políticos. Juan Carlos fue siempre el
verdadero motor del cambio y todos los demás elementos en presencia,
ejecutores de las órdenes del rey como buen militar de carrera que era,
hasta sacrificar en el trance a los generales monárquicos Milans del
Bosch y Alfonso Armada, que nunca se hubiesen levantado contra él.
Visto en perspectiva y sin los condicionamiento de los efectos de la
actual crisis económica, el resultado final no ha sido malo porque
España es ahora el país más moderno de Europa y la gran esperanza de
este continente porque será en los próximos años el de más y mejores
oportunidades de inversión y creación de empleo, según coinciden todos
los laboratorios de la City y Wall Street. El último gran servicio de
Juan Carlos al país que tanto quiere, España, ha sido su abdicación de
hoy para que pueda afrontar esa nueva etapa con su hijo Felipe VI al
frente.
Las elección de Suárez, Calvo-Sotelo y Torcuato Fernández-Miranda
primero y Felipe González después, para correr los riesgos inherentes al
desarrollo del proceso político democrático, reconoce el monarca que
fue un acierto cuando tanta Cancillería occidental no creía que pudiese
darse el turno político y acceder al Gobierno un partido republicano
como el PSOE. A partir de ese momento y, tras un largo período de
gobiernos socialdemócratras, la democracia en España quedó plenamente
asentada con el Estado de las Autonomías para dar oportunidades a otras
sociedades de fuera de Madrid y de territorios periféricos, peninsulares
e insulares.
Atendiendo a los consejos de su padre, Juan Carlos I ha sido, según
sus propias palabras, un nómada en su país al jactarse de conocer las
ciudades y todos los pueblos más importantes de España y haber saludado
personalmente a miles de españoles. El rey ha tratado siempre de estar
cerca de la gente para conocerla y tener la experiencia de escucharla
para aprender de ella con sus expresadas ideas ante él. Y todo por su
interés de servir al pueblo y hacer útil la monarquía.
La primera utilidad fué conseguir en 1986 la entrada de la siempre
europea España en el núcleo de decisiones de la Comunidad Económica
continental tras hablar con muchos gobiernos y periodistas
internacionales sobre lo que se había hecho en nuestro país durante los
diez años anteriores y lo que quedaba por hacer pese a las dudas de
algunos de esos interlocutores.
Y dentro de ese esfuerzo de abrir puertas a España y destilar
credibilidad democrática, Juan Carlos fue el primer rey español en
viajar a Iberoamérica; lo hizo todos los años y el resultado ha sido
lograr una comunidad de intereses con los países que fueron, excepto
Brasil, nuestras antiguas colonias. Por eso se vanagloria de haber
acercado aquellas jóvenes repúblicas a la hoy Unión Europea. También ha
logrado una sincera relación fraterna con Portugal, donde residió de
joven, y con Italia, donde nació por el exilio de su abuelo y de sus
padres.
Insiste siempre, y no hay por qué dudarlo, en su amor y lealtad a
España inculcados por su padre porque un exiliado lleva a España mucho
más en su corazón, como ahora ha expresado su intención Juan Carlos al
abdicar la corona, y se precia además de haber unido a todos los
españoles para recuperar la democracia por la acción de la monarquía
refrendada en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Por eso habla
siempre de haber sentido en todo momento el apoyo general del pueblo en
sus esfuerzos de normalización y modernidad, reconociendo que queda aún
pendiente lograr una España más igualitaria y más justa.
Juan Carlos tuvo como rey la humildad de pedir perdón recientemente a
los españoles por sus errores. Y consecuente con esa actitud ha
terminado abdicando cuando lo ha creído oportuno tras escuchar a quienes
ahora tienen más conocimientos, percepción y elementos de juicio para
ver lo más conveniente para España y la Monarquía en un contexto europeo
y occidental.
Por todo lo anterior le deben estar agradecidos hasta quienes en
libertad siguen pidiendo que venga una república y exigiendo que se
celebre un referéndum para ver si una mayoría de españoles abomina de
esta Corona que ahora desea continuar y que, por edad, bastantes no
refrendaron en su día dentro de una Constitución, que eso sí, pocos
dudan que se ha quedado obsoleta y sólo sirve, al final, a los intereses
de unos cuantos.
(*) Periodista y profesor
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