El
presidente Valcárcel ha hecho su último debate parlamentario en la
región. Media hora para despedirse de 19 años triunfales de
gobierno con mayoría absoluta. Cuatro minutos para que intervenga
cada portavoz parlamentario despues de cinco meses evitando acudir a
la Asamblea. Una salida triste, escapista, vergonzante para quien ha
dominado personalmente la vida pública murciana durante cinco
legislaturas.
La
otra imagen de la decadencia política es la imposibilidad de
culminar su sucesión como hubiera querido, con el gesto caudillista
de designar al heredero, impedido por la intervención de los
tribunales ante los que debe responder como imputado por graves
acusaciones de corrupción.
Hasta
hace bien poco nadie hubiera imaginado este final. El PP murciano se
ha quedado súbitamente sin relato. Ya sólo vive de la inercia
electoral de sus portentosas mayorías absolutas anteriores y de la
eficaz red clientelar que ha tendido durante estos años por el
territorio de la región. No encuentra ya otra forma de explicar la
terrible situación que recurriendo al manido expediente del maltrato
del Estado a la región. Pero ese mantra ya no sirve para explicar el
tamaño del fracaso colectivo al que nos hemos visto arrastrados bajo
la dirección del gobierno autonómico.
Vibran
en el aire las comprometidas preguntas que nunca se quisieron oir:
¿por qué nos va peor que a otros? ¿por qué aparecemos
invariablemente en los peores lugares de todas las estadísticas
públicas? ¿por qué no hemos sabido recortar en veinte años los
diferenciales negativos sobre los promedios del país y seguimos
plena y fatalmente instalados en esta periferia de la periferia, en
la España más atrasada e injusta?
Si
se hace difícil apuntar un catálogo de logros significativos en
estas dos décadas, que queda reducido a una relación de
infraestructuras, en parte cuestionadas por los efectos de la crisis,
la lista de los problemas agudos que nos agobian no deja de crecer.
La
crisis ha mostrado en Murcia su peor cara, la de un marasmo social en
que se ven inmersos centenares de miles de ciudadanos, un vórtice de
empobrecimiento y desamparo que no para de engullir familias enteras,
ante la impotencia o la indiferencia de los poderes públicos, y un
panorama desolador de crisis institucional que hace de la corrupción
una plaga indomeñable que destruye la credibilidad de la política a
un ritmo devastador.
Nunca
hemos estado tan mal y nunca hemos padecido una tal carencia de
horizonte colectivo como la que sufrimos ahora mismo. Y el gobierno
de la región tiene en ello la mayor responsabilidad.
¿Puede
una sociedad aceptar resignadamente que al menos una generación
entera haya de ser sacrificada en el altar de la austeridad
autoritariamente impuesta? ¿podemos convalidar un orden social que
deja a casi la mitad de los ciudadanos bajo la amenaza de exclusión?
¿cómo vamos a seguir creyendo en nuestros representantes cuando un
alto porcentaje de quienes nos han gobernado estos años está bajo
la sombra de la corrupción? ¿quién va a responder de los desastres
acumulados y del despilfarro indecente de recursos públicos
perpetrado estos años?
Valcárcel
se va, pero nosotros nos quedamos. Y nadie podrá reprocharnos que
aspiremos a una vida mínimanente digna. Pero esa vida no va a venir
de la mano de aquellos que nos han traido hasta aquí: lo que ha
quebrado es un tipo de gobernanza, un modelo político excluyente que
no ha contado con los ciudadanos, una alianza fáctica de élites que
ha hecho una fuerte apuesta por la economía especulativa y ha
cosechado un fracaso histórico estrepitoso.
Va
a costar mucho reponerse, va a ser muy duro y llevará su tiempo.
Nadie tiene soluciones mágicas ni probablemente tengamos que aspirar
a situaciones que no regresarán. Pero para andar el camino que
tenemos por delante necesitamos cambiar muchas cosas. Nadie repite
las mismas soluciones sin obtener los mismos resultados. No podemos
seguir por tanto con las mismas personas ni con la misma política.
Ya
no tenemos opción: estamos obligados a renovar radicalmente nuestras
instituciones. Es la hora de apostar por la verdadera transparencia
en la gestión pública, la profesionalización de la administración,
la participación activa de los ciudadanos en la toma de las
decisiones que les conciernen, la promesa de no dejar a nadie en la
cuneta y de reducir las insultantes desigualdades materiales que
separan cada vez más a la mayoría social de una minoría codiciosa
e insaciable, el fin de la partitocracia que todo lo ocupa y de las
redes de amigos y beneficiarios del poder, una nueva cultura de
respeto al territorio y de uso responsable y sostenible de los
recursos no renovables, la recuperación de los derechos perdidos o
menoscabados (los de ciudadanía, pero también los sociales) y la
defensa indeclinable de los servicios públicos, etc.
Un
atapa se cierra -con mucho dolor social- y otra se abre. Valcárcel
se va y nosotros nos quedamos, pero no puede irse sólo. Es la hora
del cambio de personas, de políticas, de prioridades. O pagaremos un
precio muy alto por nuestra apatía y nuestra indolencia.
(*) Miembro
de Convocatoria por el cambio en la Región de Murcia
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