La actual crisis crediticia, que se está propagando por Europa y el mundo, tuvo comienzo a principios de los años 90 en EEUU. Los salarios se quedaron estancados y estuvieron cayendo en el país durante toda una década. Salieron de la recesión de 1989 a 1991 -causada en parte por una contracción en el mercado de la vivienda- gracias a la extensión masiva del crédito al consumo a millones de norteamericanos. Las tarjetas de crédito, concedidas con facilidad, permitieron a los consumidores adquirir bienes y servicios que estaban por encima de sus posibilidades.
La cultura de la tarjeta de crédito multiplicó el poder adquisitivo y volvió a poner a trabajar a las empresas y a los trabajadores estadounidenses para producir todos los bienes y servicios que se estaban comprando a crédito. Durante los últimos 17 años, estos consumidores han sido el sostén de la economía global, gracias, en gran medida, a sus compras a crédito. Sin embargo, el precio de hacer recaer el peso de la economía global sobre el endeudamiento cada vez mayor del consumidor ha sido el agotamiento del ahorro de las familias norteamericanas. En 1991, el ahorro de las familias norteamericanas era de un 8%, aproximadamente.En el 2006, el ahorro de los hogares entró en cifras negativas.En la actualidad, la familia media norteamericana gasta más de lo que ingresa. La expresión con que se denomina este fenómeno es renta negativa, una contradicción que supone un fracaso de planteamiento del desarrollo económico.
Al caer los ahorros, los sectores hipotecario y bancario crearon una segunda línea de crédito artificial, lo que permitió a las familias norteamericanas adquirir viviendas con aportación de muy poco dinero, con unos tipos de interés bajos o inexistentes a corto plazo (las hipotecas subprime), mientras que el vencimiento del principal se aplazaba al futuro. Millones de estadounidenses picaron el anzuelo y compraron viviendas por encima de su capacidad de pago a largo plazo, lo que creó una burbuja inmobiliaria.Aún peor fue que, ante su falta de liquidez, los propietarios utilizaron sus casas como si fueran cajeros automáticos, mediante el recurso a la refinanciación de sus hipotecas (había casos de hasta dos y tres veces) para conseguir el efectivo que necesitaban.Ahora, la burbuja inmobiliaria ha estallado, con lo que millones de norteamericanos han de hacer frente a embargos y los bancos, a la quiebra.
El resultado de 18 años de haber vivido de un crédito generoso ha convertido a EEUU en una economía que no funciona. El pasivo bruto del sector financiero del país, que representaba el 21% del PIB en 1980, ha crecido a un ritmo ininterrumpido a lo largo de los últimos 27 años y representaba la cifra increíble del 116% del PIB en 2007. Como las comunidades bancarias y financieras de EEUU, Europa y Asia están íntimamente interrelacionadas, la crisis crediticia se ha propagado más allá del país americano y ha anegado la economía global por completo.
Para empeorar las cosas, la crisis crediticia global se ha visto agravada todavía más durante los últimos dos años por la subida vertiginosa de los precios del petróleo, que alcanzó los 147 dólares por barril en julio de 2008. Esto, a su vez, ha acelerado la inflación, ha frenado el poder adquisitivo de los consumidores, ha desacelerado la producción y ha incrementado el desempleo, causando estragos aún mayores en una economía ya fuertemente endeudada.
Nos enfrentamos ahora a un fenómeno nuevo. Se llama nivel máximo de globalización y se ha producido en torno a un precio del petróleo de 150 dólares por barril. Más allá de este límite, la inflación erige un cortafuegos al crecimiento económico continuo que hace retroceder la economía global hacia el crecimiento cero. Es solo y exclusivamente la contracción de la economía global lo que hace caer el precio de la energía como consecuencia de un menor empleo de energía.
El supuesto esencial de la globalización ha sido que un petróleo abundante y barato permitía a las empresas movilizar capital hacia los mercados con menores costes laborales, donde pueden producirse alimentos y productos a un coste mínimo y con grandes márgenes de beneficios, y posteriormente enviarlos a todo el mundo. Este supuesto básico se ha ido al garete, con consecuencias funestas para el proceso de globalización. Para entender cómo hemos llegado a este punto, necesitamos remontarnos a 1979, cuando el petróleo global per capita alcanzó su nivel máximo, según un estudio de la británica BP. Entonces apareció la expresión producción global máxima de petróleo, referida al momento en el que se agotara la mitad del petróleo del mundo. Los geólogos aseguran que es probable que esto suceda entre los años 2010 y 2035. Haber alcanzado el nivel máximo de petróleo per capita, sin embargo, se debe a que el nivel máximo de globalización se ha producido mucho antes que la producción máxima de petróleo.
Con posterioridad a 1979, la cantidad de petróleo disponible per capita empezó a reducirse, pese a que desde entonces se han encontrado nuevas reservas de petróleo. Cuando China e India empezaron su espectacular crecimiento económico en los 90, se disparó su demanda de petróleo, superando la oferta. El saldo final es que, con menos petróleo potencialmente disponible, los esfuerzos por hacer partícipe a una tercera parte de la raza humana (la población combinada de China y la India) de un segunda revolución industrial basada en el petróleo han chocado con unas existencias limitadas. Y la presión de la demanda frente a unas reservas limitadas empuja inevitablemente los precios al alza.Cuando el petróleo alcanza los 150 dólares por barril, el efecto de la inflación pasa a ser tan poderoso que actúa como un obstáculo para que continúe el crecimiento económico global.
El mayor precio de la energía se incorpora a todos los productos.Los alimentos se cultivan con fertilizantes y pesticidas petroquímicos, los plásticos, materiales de construcción y la mayor parte de los productos farmacéuticos y de nuestras ropas se basan en los combustibles fósiles, y lo mismo ocurre con el transporte y la electricidad. Todo el valor adicional que obtenían antes las empresas por trasladar la producción a mercados de bajo coste laboral se ha visto anulado por el mayor coste de la energía a lo largo de toda la cadena de abastecimiento. Eso representa el auténtico punto final de la segunda revolución industrial.
Además, los efectos del cambio climático están erosionando aún más la economía. Sólo el coste de los daños producidos en EEUU por los huracanes Katrina, Rita, Ike y Gustav ha superado los 175.000 millones de euros. Los desastres naturales han diezmado ecosistemas en todo el globo, arruinando la producción agrícola, las infraestructuras y paralizando la economía global.
El plan de rescate de cerca de un billón de dólares del Gobierno para salvar la economía estadounidense no será suficiente por sí solo para detener su deterioro e introducirla en un nuevo período de crecimiento económico sostenible. La causa es que la deuda acumulada por la economía del país es monstruosa. Entretanto, los salarios de los norteamericanos han seguido estancados y el desempleo va en aumento.
La idea de que la recesión actual es a corto plazo y puramente cíclica es una ingenuidad en el mejor de los casos y una falta de sinceridad en el peor. La reservas globales de energía derivada del petróleo, así como las de gas natural y uranio, son demasiado escasas para hacer frente a las expectativas de crecimiento del mundo desarrollado y del de en vías de desarrollo, mientras que el carbón y las arenas bituminosas son excesivamente sucios para su uso. Además, el cambio climático se acelera a una velocidad mucho mayor a la esperada, desestabilizando ecosistemas completos y causando estragos en la actividad económica.
El mundo necesita un nuevo relato económico potente que saque el debate y las prioridades políticas en torno a la crisis crediticia global, al nivel de producción máxima de petróleo y al cambio climático del ámbito del miedo y los proyecte al de la esperanza, y que los saque de las restricciones económicas y los proyecte a las posibilidades comerciales. Eso sucederá en la medida en que las industrias empiecen a introducir ya las energías renovables, la construcción sostenible, la tecnología de almacenamiento de hidrógeno, las redes de servicios inteligentes y los vehículos que se conectan a enchufes eléctricos. Con ello, estarán echando las bases de una tercera revolución industrial postcarbónica .La pregunta es si seremos capaces de culminar la transición a tiempo para evitar caer en el abismo.
*Jeremy Rifkin es asesor económico de la UE y presidente de la Foundation on Economic Trends, con sede en Washington (EEUU).