A poco de iniciarse en Estados Unidos la crisis de las hipotecas basura y extenderse su contagio fuera, el Gobierno de nuestra nación se apresuró a manifestar que nuestra economía no se vería afectada porque sus fundamentos son sólidos.
Pocas semanas después están claras dos cosas. Una, que efectivamente nuestra economía está siendo, hasta ahora, escasamente afectada por factores externos. Dos y mucho más importante, que la situación económica se está deteriorando rápidamente (el propio ministro de Economía ha reconocido que mucho más de lo esperado) y que las causas son internas.
Esta crisis económica es, sobre todo, nuestra, en lo esencial no viene de fuera aunque, al ampliarse, nos afecta.
El modelo de crecimiento en el que “la ciudad alegre y confiada” se instaló desde hace quince años estaba basado en factores puramente internos y llevaba dentro las semillas de su propia destrucción.
Tipos de interés reales negativos o muy bajos, abundancia de mano de obra susceptible de explotación, alto volumen de acumulación de beneficios empresariales, bajísimo nivel y casi nulo crecimiento de la productividad, gran endeudamiento de familias y empresas, insólito protagonismo del sector de la construcción (en diez años duplica su participación en el PIB alcanzando un increíble 18 por ciento) y, dentro del mismo, de la edificación (un 75 por ciento del total), estaba claro que “se moriría de éxito”, que la cosa era pan para hoy (no para todos) y hambre para mañana (para muchos más).
Recientes y variados indicadores, desde el aumento del paro en enero hasta la gran caída de la edificación, pasando por el fuerte incremento de la desconfianza y el mal comportamiento de la producción industrial, muestran que vienen tiempos peores y mucho más difíciles de gestionar que unos años recientes en que muy poco se ha hecho para preparar eso que se denominó cambio de modelo de crecimiento, cambio que es absolutamente imprescindible pero difícil y siempre lento.
Los desgarros políticos y sociales que produce el desmadre del modelo autonómico, que se irán viendo más agudamente en los años próximos si no se rectifica seriamente, tienen también su coste económico.
La unidad del mercado interior, del espacio económico interior, está cada vez más quebrantada y ese proceso es simultáneo a lo que ya vaticinó uno de los responsables de este estado de cosas, Maragall, cuando habló refiriéndose al Estado de la nación como un “Estado residual”.
Los instrumentos de política económica y social que quedan en ese Estado central son cada vez más escasos, con lo que su capacidad de gestionar una crisis muy profunda como la que encaramos es limitada y siempre sujeta a negociaciones y componendas.
Eso abarca, por nombrar sólo cuatro apartados, desde temas fiscales (lo hemos visto en el llamado “sudoku” de la financiación autonómica y en los trapicheos de última hora para lograr la aprobación del presupuesto para este año) hasta políticas absolutamente claves como la educativa (algo tendrá que ver con esto el fracaso denunciado por el Informe Pisa), la de vivienda y urbanismo (el país de Europa Occidental con más viviendas construidas en los últimos años es también el país donde más inaccesible es la vivienda para más de la mitad de la población, algo falla aquí), la del agua con Autonomías “adjudicándose” cuencas de ríos o la de internacionalización (donde esos entes siguen despilfarrando y haciendo la guerra, una guerra absolutamente improductiva, por su cuenta).
El Estado central no puede dedicar parte creciente de sus energías a eternas discusiones con las insaciables partes autonómicas de ese Estado. Tampoco hay sociedad que lo resista. Siempre, aunque se quiera ignorar, hay unos costes.
Por supuesto que no todo los pasivos deben anotarse al sistema autonómico. La política económica de estos cuatro años, salvo alguna excepción, se ha limitado a no hacer nada, a acompañar unas brillantes cifras macroeconómicas.
Eso sí, acompañadas de unas menos brillantes en renglones como el déficit exterior y el correlativo endeudamiento o el ya citado estancamiento de la productividad o la persistente tendencia a la inflación, debilidades extremas todas ellas ocultas bajo los ladrillos.
Y también acompañadas de unas mucho menos brillantes en cuanto al reparto, crecientemente desigual, de ese aumento del bienestar, algo ya reconocido por (casi) todos.
La gestión de esta crisis que está ya ahí y que no es sólo económica exige acuerdos políticos amplios para rectificar muchas cosas. Unos segundos Pactos de la Moncloa no sólo económicos y entre partidos que respeten la Constitución.
Es más que probable que una clase política cada vez más alejada de la realidad y de los ciudadanos no esté a la altura de estas graves circunstancias.