Pasan los días y la extensión del virus chino no hace más que
ampliarse, alcanza a más ciudadanos, afecta a más países, erosiona las
expectativas de un mayor número de negocios y sectores, desde las líneas
aéreas hasta la industria hotelera, pasando por prácticamente todos los
estamentos de las economías que se están viendo afectadas por casos de
contagios o muertes y a otras a las que todavía no ha llegado.
Uno de
los escenarios más visibles es el de los mercados bursátiles, que en
pocas semanas han registrado pérdidas multimillonarias, que se pueden
estimar a estas alturas cercanas al 10% del valor de los activos
afectados.
La tarea de cuantificar el impacto negativo de esta epidemia se
presenta difícil, entre otras cosas porque de momento nadie se ha
atrevido a establecer alguna fecha aproximada a partir de la cual se
pudiera hablar de asunto bajo control. Si hace unas semanas se decía que
la primavera (es decir, unos tres meses por delante) podría ser el
momento en el que razonablemente estaríamos saliendo del atolladero,
ahora no existen tantas garantías.
Es más, la primera compañía farmacéutica, estadounidense por más
señas, que ha registrado patentes en China con ciertas expectativas de
poder contribuir a la curación del mal, no muestra más que una lejana
esperanza de curar a los enfermos aplicando sus fármacos más aproximados
a la terapia necesaria.
Sin ser pesimistas, lo que de momento no existe
es un remedio claro contra el virus y, por lo tanto, carecemos de
plazos a los que confiar las esperanzas de neutralización de este grave
problema sanitario.
En estas condiciones, hacer cálculos sobre el impacto económico del
virus en la economía mundial, ni siquiera en algunos países concretos,
se presenta como tarea poco menos que irrealizable. Algunos analistas
han tenido la osadía de afirmar que este problema no va a causar una
nueva recesión económica mundial, como la que afrontó el mundo allá por
el año 2008 e inmediatamente posteriores.
En las últimas semanas, las
previsiones han ido, por desgracia, a peor y ya no se oyen diagnósticos
con tan poco fundamento como el que asegura que de la crisis vamos a
salir económicamente un poco dañados, pero no en exceso.
Por desgracia, las previsiones, a medida que se va extendiendo
geográficamente el contagio, tienden a empeorar. Reducido inicialmente a
China, poco después a Irán y Corea del Sur, los casos de contagio han
ido apareciendo en otras zonas del mundo por la sencilla razón de que
vivimos en un Universo caracterizado por la enorme movilidad de las
personas, de modo que trasladar un virus en pocas horas de un extremo a
otro del Planeta, sin que existan evidencias visibles de la enfermedad,
resulta bastante más sencillo de lo que podría parecer.
Una de las razones por las que la economía puede sufrir más
intensamente los problemas derivados de la extensión del virus es no
tanto la existencia de más o menos personas afectadas, sino la
aplicación de medidas precautorias, que provocan frenos en la actividad
humana y, por ello, en el flujo de la vida económica.
Hay ya ciudades y
regiones de cierta dimensión auténticamente paralizadas a pesar de que
los casos de contagio resultan especialmente reducidos. Lo estamos
viendo estos días en el Norte de Italia (en una ciudad tan
estratégicamente importante en lo económico como es Milán) o en algunas
zonas de Corea del Sur, además lógicamente de amplios regiones y de
ciudades muy pobladas de China.
Pero en el resto del mundo, las medidas precautorias o simplemente el
potencial riesgo de que aparezca algún hecho puntual están provocando
disminuciones de la actividad que van a pasar factura al crecimiento
económico, ya de por sí algo debilitado en los meses anteriores por
motivaciones de diversa índole, como el Brexit.
No sería exagerado
hablar de un 1% del PIB a escala mundial como pérdida posible, aunque el
factor tiempo (la duración del problemas) dictará la última palabra.
(*) Periodista y economista
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