En noviembre de 2008, con la crisis financiera mundial ya en marcha, la reina Isabel II
visitó la London School of Economics (LSE), uno de los grandes templos
del saber del continente. Allí, rompiendo su habitual neutralidad, le
planteó a Luis Garicano, hoy eurodiputado de Ciudadanos y entonces director de departamento, una cuestión que millones de personas se hacían cada día: "Si las cosas estaban tan mal, ¿por qué nadie hizo nada? Si son tan listos, ¿por qué no lo vieron venir?".
Si la reina, a la que se le atribuyen pulsiones rupturistas en privado,
hiciera hoy una pregunta equivalente sobre el Brexit, la respuesta más
ajustada que se le podría dar es similar a la que Garicano desglosó
entonces: lo que quebró el sistema fue el exceso de confianza.
Hay, claro, numerosos factores que explican lo ocurrido en Reino Unido
antes y desde 2016, cuando David Cameron convocó y perdió un referéndum
por el que tampoco había peleado demasiado hasta hoy.
Internos y
externos, de relaciones públicas, filosofía y contenido. Hay elementos
que se repiten por todo el mundo, desde la Filipinas de Duterte a los
Estados Unidos de Trump. Lo que elaboró más tarde la propia LSE en una
misiva al palacio real, afirmando que «fue principalmente un
fracaso de la imaginación colectiva de muchas personas brillantes para
comprender los riesgos para el sistema en su conjunto» se antoja bastante cierto aquí también.
En los últimos 24 meses, la reputación de Reino Unido en Europa ha recibido un palo quizá sin equivalente desde el desastre de Suez en 1956.
Su gestión política, parlamentaria, a nivel de medios y sociedad civil,
ha sido un despropósito que se ha llevado por delante a dos primeros
ministros, decenas y decenas de miembros del Gobierno, y ha polarizado
el Parlamento y al conjunto de la ciudadanía.
Los británicos, durante
décadas tan respetados como insoportables en las instituciones, han estado infinitamente por debajo de lo que se esperaba de ellos.
Y la reacción, que durante un tiempo osciló entre la estupefacción y la
rabia, mezclado con muchos momentos de hastío, ha pasado a ser una
mezcla de nerviosismo, impotencia y condescendencia.
La relación entre ambas partes se podría comprender leyendo cualquiera de las maravillosas obras de P. G. Wodehouse. Reino Unido es Bertie Wooster:
rico, inconsciente, hiperconfiado en sus habilidades y conexiones,
apegado a las tradiciones, a los apellidos y los clubs. Indiferente a la
lógica y a la realidad, pero fiel a sus viejos principios. Orgulloso de
su pasado y despreocupado por su futuro. Siempre le ha ido bien y no tiene razones para pensar que el porvenir vaya a ser diferente a pesar de lo que las noticias de fuera de su agradable y anacrónica burbuja apunten.
La UE haría las veces de Jeeves, su profesional, servicial y fiel valet
(sirviente). El cerebro, el que conoce las normas, cómo funciona el
mundo y las infinitas limitaciones de su jefe. Jeeves, ejemplo de
control y flema, siempre logra improvisar un plan que apela a los
sentimientos, al corazón, a los deseos más íntimos, para mantener a su
empleador a flote. Y arregla todos los desaguisados que la imprudencia de esa casta de ricos y nobles salidos de Eton y Oxbridge provoca un día tras otro.
El Brexit va a ser un desastre económico de consecuencias imprevisibles.
Para Reino Unido podría suponer más de un 5% de su PIB y hasta
potencialmente un 10% de la renta per cápita, en el peor escenario.
Siempre se ha dicho que si la ruptura se hacía sin acuerdo los efectos a
corto plazo podrían ser devastadores. Colas infinitas en aeropuertos y
puestos fronterizos, kilómetros y kilómetros de retenciones por tierra
para los camiones. Fin del reconocimiento de los derechos de permanencia
o residencia para millones de personas. Inseguridad jurídica... Esto no
es un divorcio por las malas, ni una amputación: se intenta una separación a nivel celular de algo que lleva medio siglo forjándose. No sabemos hasta qué punto hará daño, y ni siquiera sabemos si se puede llegar a hacer.
Pero más allá de los efectos económicos y sociales en los próximos meses
y años, de los derechos de cientos y cientos de miles de personas, de
la pesadilla de aduanas, convalidaciones y libertad de movimientos, para
Europa el golpe alcanza otras dimensiones también. Reino Unido ha sido un dolor constante, un problema.
Nunca han estado del todo dentro, se quejaba por miles de cuestiones,
bloqueaba, permanecía al margen de temas clave en Interior o
inmigración.
Pero aportaba una visión mundial que nadie, ni Francia, tiene en Europa.
Una tendencia promercado y a favor de la limitación regulatoria que
compensaba las derivas de muchos otros miembros. Una presencia y una
primacía de los temas de Seguridad y Defensa que será muy añorada. Un
enlace fantástico para el vínculo transatlántico. Una eficiencia notable
en temas de gestión en las instituciones. Una perspectiva y un
equilibrio de poderes frente al eje franco-alemán que ha servido para
formar alianzas alternativas en momentos clave.
El momento es lúgubre, las perspectivas nefastas, pero si hay algo que tienen claro a ambos lados del canal es que esta pesadilla ionesca debe terminar de una vez.
Como sea, pero terminar. Quizá sea resignación, quizá hartazgo o deseos
de venganza, también algo de temeridad sustentada en el falso sueño de
una Unión más férrea y convencida a 27, pero en Bruselas hay un sentir
cada vez más generalizado al que Wodehouse en El inimitable Jeeves
puso palabras hace casi un siglo exacto: «He descubierto como regla
general de vida que las cosas que crees que serán las más escalofriantes
casi siempre resultan no tan malas después de todo».
(*) Sociólogo e historiador
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