domingo, 16 de septiembre de 2018

Los taurinos han consumado un ‘golpe de estado’ contra el toro


MADRID.- A la vista está que los taurinos (toreros, empresarios, ganaderos…) han impulsado un verdadero golpe de estado contra el toro de lidia, a juicio de El País.

La tauromaquia ha derivado hacia unos derroteros perniciosos para su estabilidad vital. Ha destronado al toro de su protagonismo esencial y ha decidido que los toreros ocupen el centro de la trama. La fiesta de los toros ha pasado a denominarse la fiesta de los toreros. El torerismo es la nociva moda imperante.
Javier Lorenzo, en el suplemento taurino de La Gaceta de Salamanca, recuerda unas palabras del maestro Santiago Martín El Viti: “Sin el toro no seríamos nadie”; y añade el periodista: “Sin embargo, apenas se le tiene en cuenta, y se le humilla sin piedad, sin vergüenza y sin escrúpulos”. 
Recoge, además, la acertada reflexión de un ganadero: “Si se cortan las orejas, la corrida ha sido buena; si no, los toros han sido deslucidos; este es el nivel de algunos…”.
La manipulación fraudulenta de las astas, el popular afeitado, se ha extendido como una plaga divina por la mayoría de las plazas de este país. Hay quien asegura que hoy no sale un toro al ruedo que no haya pasado antes por la barbería, pero que hay tan buenos profesionales del serrucho que el impecable rasurado no se nota. Un engaño fino, pero una estafa en toda regla.
El toro comercial se parece al toro bravo, fiero, poderoso y encastado como un huevo a una castaña. El animal simplemente noble es simplemente tonto, como sostiene el ganadero Fernando Cuadri; pero ese triste protagonista, con el añadido de la invalidez manifiesta, la ausencia de casta y una desesperante mansedumbre es el que exigen los toreros que mandan. A veces, muchas veces, se tiene la impresión de que gran parte de la ganadería brava está podrida y, en consecuencia, es irrecuperable. Otro fraude…
En fin, que los taurinos se han erigido en golpistas modernos, han desarmado al protagonista de esta película y parecen decididos a acelerar el final de la misma.
En consecuencia, no es fácil vaticinar si a la fiesta de los toros le queda poco tiempo de vida o, como ya ocurriera en otras épocas, tendrá capacidad para resucitar de sus propias cenizas.
Razones no faltan para el desánimo, desde luego. Pero aún hay más.
Con raras excepciones, se repiten los mismos carteles en todas las ferias, integrados por toreros amortizados, que, por lo general, dejaron de interesar tiempo ha. Diestros meritísimos que han agotado su tauromaquia y permanecen en activo porque el toro que se lidia hoy se lo permite y la exigencia que ha caracterizado siempre a los sabios aficionados ya no existe. Ni la exigencia ni los aficionados. Una pena…
El negocio taurino está anclado en el pasado y, por lo general, utiliza criterios obsoletos, arrumbados por la empresa moderna. Y lo maneja a su antojo, y con un manual dudosamente ético, un puñado de misteriosas ‘casas’, gobernadas por extraños personajes de películas de miedo que abonan las plazas de minas que un día, más pronto que tarde, explosionarán en sus propias caras.
Y, en consecuencia, las plazas se vacían cada vez más. El cartel de ‘no hay billetes’, tan habitual en otras épocas, corre el peligro de coger telarañas, y rara, muy rara, es la tarde en la que el público oculta el cemento de los tendidos.
En esta desesperanza estábamos cuando han aparecido unos toreros poco conocidos -maestros en tauromaquia por su valor, conocimiento, oficio y destreza- que han conseguido el milagro de emocionar a la concurrencia en la lidia de toros desterrados por las figuras, pertenecientes a hierros y encastes pretendidamente olvidados, despreciados y denostados por los taurinos.
El último acontecimiento -no el único- sucedió en Las Ventas el pasado 9 de septiembre en el primer ‘desafío ganadero’ de los tres que ha organizado Simón Casas. Se lidiaron tres toros de Saltillo y tres de Valdellán, una señora corrida de toros, de bella estampa, de juego variado en el caballo, complicada en banderillas, y encastada, fiera y dificultosa en la muleta.
No fue una tarde triunfal al estilo moderno; y por encima de las dos orejas que se cortaron, se notó, y de qué manera, la vibración de las siete mil personas que estaban en la plaza. Ocurrió, quizá, que el toro-toro recuperó su protagonismo y se comportó como tal, lejos de la sardina bonancible e inválida que ha impuesto el negocio taurino.
De todo ello se podría extraer una conclusión a la ligera: al último de la fila, al toro, hay que colocarlo de nuevo en cabeza y devolverle el prestigio que nunca se le debió arrebatar.
De ese modo, quizá, la fiesta no recupere el color de antaño en este tiempo de torerismo andante, pero volverá a su esencia, y se erigirá en patrimonio cultural de una mayoritaria minoría que exigirá el toro integro y el torero heroico.
Por cierto, esa tarde de toros en Las Ventas, un diestro que confirmaba la alternativa después de siete años en el escalafón superior, Cristian Escribano, mató a su primer toro de un perfecto volapié, uno de los mejores de la temporada, sin duda alguna. Otro detalle de emoción inusual en la fiesta actual.
La resurrección de toro, el toro de verdad, ese que mantiene expectante y alerta al gentío, y avisados, advertidos e inquietos a los toreros se perfila como la única esperanza de la tauromaquia moderna.
Todo lo demás es un cuento con muy escaso recorrido. Está más que demostrado que las llamadas figuras de hoy interesan cada vez menos y no suponen garantía alguna para la pervivencia de la fiesta.
El toro, solo el toro, podrá devolver la emoción perdida. Ojalá no sea tarde para comprobarlo.



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