MADRID.- A la vista está que los taurinos (toreros, empresarios, ganaderos…) han impulsado un verdadero golpe de estado contra el toro de lidia, a juicio de El País.
La tauromaquia ha derivado hacia unos derroteros perniciosos para su
estabilidad vital. Ha destronado al toro de su protagonismo esencial y
ha decidido que los toreros ocupen el centro de la trama. La fiesta de
los toros ha pasado a denominarse la fiesta de los toreros. El torerismo
es la nociva moda imperante.
Javier Lorenzo, en el suplemento taurino de La Gaceta de Salamanca, recuerda unas palabras del maestro Santiago Martín El Viti:
“Sin el toro no seríamos nadie”; y añade el periodista: “Sin embargo,
apenas se le tiene en cuenta, y se le humilla sin piedad, sin vergüenza y
sin escrúpulos”.
Recoge, además, la acertada reflexión de un ganadero:
“Si se cortan las orejas, la corrida ha sido buena; si no, los toros han
sido deslucidos; este es el nivel de algunos…”.
La manipulación fraudulenta de las astas, el popular afeitado, se ha
extendido como una plaga divina por la mayoría de las plazas de este
país. Hay quien asegura que hoy no sale un toro al ruedo que no haya
pasado antes por la barbería, pero que hay tan buenos profesionales del serrucho que el impecable rasurado no se nota. Un engaño fino, pero una estafa en toda regla.
El toro comercial se parece al toro bravo, fiero, poderoso y encastado
como un huevo a una castaña. El animal simplemente noble es simplemente
tonto, como sostiene el ganadero Fernando Cuadri; pero ese triste
protagonista, con el añadido de la invalidez manifiesta, la ausencia de
casta y una desesperante mansedumbre es el que exigen los toreros que
mandan. A veces, muchas veces, se tiene la impresión de que gran parte
de la ganadería brava está podrida y, en consecuencia, es irrecuperable.
Otro fraude…
En fin, que los taurinos se han erigido en golpistas modernos, han
desarmado al protagonista de esta película y parecen decididos a
acelerar el final de la misma.
En consecuencia, no es fácil vaticinar si a la fiesta de los toros le
queda poco tiempo de vida o, como ya ocurriera en otras épocas, tendrá
capacidad para resucitar de sus propias cenizas.
Razones no faltan para el desánimo, desde luego. Pero aún hay más.
Con raras excepciones, se repiten los mismos carteles en todas las
ferias, integrados por toreros amortizados, que, por lo general, dejaron
de interesar tiempo ha. Diestros meritísimos que han agotado su
tauromaquia y permanecen en activo porque el toro que se lidia hoy se lo
permite y la exigencia que ha caracterizado siempre a los sabios
aficionados ya no existe. Ni la exigencia ni los aficionados. Una pena…
El negocio taurino está anclado en el pasado y, por lo general,
utiliza criterios obsoletos, arrumbados por la empresa moderna. Y lo
maneja a su antojo, y con un manual dudosamente ético, un puñado de
misteriosas ‘casas’, gobernadas por extraños personajes de películas de
miedo que abonan las plazas de minas que un día, más pronto que tarde,
explosionarán en sus propias caras.
Y, en consecuencia, las plazas se vacían cada vez más. El cartel de
‘no hay billetes’, tan habitual en otras épocas, corre el peligro de
coger telarañas, y rara, muy rara, es la tarde en la que el público
oculta el cemento de los tendidos.
En esta desesperanza estábamos cuando han aparecido unos toreros poco
conocidos -maestros en tauromaquia por su valor, conocimiento, oficio y
destreza- que han conseguido el milagro de emocionar a la concurrencia
en la lidia de toros desterrados por las figuras, pertenecientes a
hierros y encastes pretendidamente olvidados, despreciados y denostados
por los taurinos.
El último acontecimiento -no el único- sucedió en Las Ventas el
pasado 9 de septiembre en el primer ‘desafío ganadero’ de los tres que
ha organizado Simón Casas. Se lidiaron tres toros de Saltillo y tres de
Valdellán, una señora corrida de toros, de bella estampa, de juego
variado en el caballo, complicada en banderillas, y encastada, fiera y
dificultosa en la muleta.
No fue una tarde triunfal al estilo moderno; y por encima de las dos
orejas que se cortaron, se notó, y de qué manera, la vibración de las
siete mil personas que estaban en la plaza. Ocurrió, quizá, que el
toro-toro recuperó su protagonismo y se comportó como tal, lejos de la
sardina bonancible e inválida que ha impuesto el negocio taurino.
De todo ello se podría extraer una conclusión a la ligera: al último
de la fila, al toro, hay que colocarlo de nuevo en cabeza y devolverle
el prestigio que nunca se le debió arrebatar.
De ese modo, quizá, la fiesta no recupere el color de antaño en este
tiempo de torerismo andante, pero volverá a su esencia, y se erigirá en
patrimonio cultural de una mayoritaria minoría que exigirá el toro
integro y el torero heroico.
Por cierto, esa tarde de toros en Las Ventas, un diestro que
confirmaba la alternativa después de siete años en el escalafón
superior, Cristian Escribano, mató a su primer toro de un perfecto
volapié, uno de los mejores de la temporada, sin duda alguna. Otro
detalle de emoción inusual en la fiesta actual.
La resurrección de toro, el toro de verdad, ese que mantiene
expectante y alerta al gentío, y avisados, advertidos e inquietos a los
toreros se perfila como la única esperanza de la tauromaquia moderna.
Todo lo demás es un cuento con muy escaso recorrido. Está más que
demostrado que las llamadas figuras de hoy interesan cada vez menos y no
suponen garantía alguna para la pervivencia de la fiesta.
El toro, solo el toro, podrá devolver la emoción perdida. Ojalá no sea tarde para comprobarlo.
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