La primera muestra de una descomposición
se atisba en el rostro. La tez se torna blanquecina, los sudores fríos
comienzan a humedecer las sienes y se empiezan a descolgar las pieles.
Una descomposición es imposible de ocultar, la degradación es palpable,
concreta, a veces incluso grotesca.
Las sonrisas de suficiencia con las que todos y cada uno de los miembros del Partido Popular afrontaban las primeras horas de la moción de censura fueron transformándose en muecas de preocupación para acabar convirtiéndose en un intento vano de disimular sus rostros arrasados por una derrota inesperada.
Las sonrisas de suficiencia con las que todos y cada uno de los miembros del Partido Popular afrontaban las primeras horas de la moción de censura fueron transformándose en muecas de preocupación para acabar convirtiéndose en un intento vano de disimular sus rostros arrasados por una derrota inesperada.
Desde la
tribuna de prensa del Congreso asistíamos a una escenificación encarnada
de las máscaras tragicómicas del teatro. Un plano secuencia de 72 horas
en el que podíamos contemplar el proceso humano que torna al engreído
en asolado. Sus caras eran la representación individual de una
putrefacción colectiva que ya no se podía ocultar en un retrato oculto
en la buhardilla. Un fractal bizarro que dibujaba la derrota de un
partido corrupto.
La pena
El más descompuesto no parecía Mariano Rajoy. El hombre gris
de provincias siempre ha sido impertérrito, parecía hasta crecido ante
el posible advenimiento del fracaso. Un espejismo propio del que no es
capaz de analizar con frialdad la gravedad del momento por la altivez
inherente al síndrome de la Moncloa.
La
situación para el Partido Popular tras la presentación de la moción de
censura fue degenerando con un proceder ofuscado. La ceguera de la
soberbia les impidió advertir que la derrota era posible y sus
decisiones fueron precipitando la caída. Las orejeras de burro llevaron a
Ana Pastor a correr para poner las fechas del debate y así impedir que
pudieran negociar con el resto de partidos, facilitando así,
precisamente, que no pudieran surgir trabas en forma de petición
independentista inasumible por la interna del PSOE que hiciera imposible
el éxito de Pedro Sánchez.
Una demanda de indulto de los presos del procés
hubiera tirado por la borda la moción, así que dejar sin tiempo para
negociar a los partidos potenciales de dar apoyo a la candidatura
propició que Pedro Sánchez pudiera plantearla en términos dilemáticos:
sí o no a Rajoy. El nicho ya estaba preparado.
Siempre es una satisfacción ver a la
soberbia retorcerse de dolor. La intervención de Rafa Hernando el día
posterior a que el PNV anunciara que votaría sí y clavara el último
clavo del ataúd popular
motivó que varias diputadas se echaran a llorar al constatar que perdían
el poder. Susana Camarero, Susana López Ares y Ana Madrazo no pudieron
aguantarse las lágrimas al sentir la derrota y ver cómo se les escapaba
entre los dedos lo que consideran suyo por designio divino.
Desde la
tribuna de prensa la figura de la diputada del PP por Cantabria
recordaba a la de otra diputada en un momento pasado de la legislatura.
Estaba en la misma posición sobre el escaño, aunque con una actitud
menos doliente y más lacerante: “Que se jodan”, gritaba Andrea Fabra a
los parados el día que se aprobó la reducción de la prestación por
desempleo. Apareció el recuerdo de todos ellos, de todos y cada uno a
los que despreciaron, insultaron y jodieron la vida mientras se
mostraban altivos y orgullosos. De Esther y de Alejandro.
Un momento para resarcir la memoria colectiva de aquellos que han
sufrido de forma dramática a esos que ahora lloran por perder el poder.
Un día antes habíamos presenciado otras
lágrimas en el Congreso. Pablo Iglesias no podía sostener el sollozo al
hablar de las víctimas del franquismo torturadas por González Pacheco,
el policía de la Brigada Político Social apodado como Billy el niño y
que disfruta de una medalla al mérito policial por su patriótico
proceder. El llanto del líder de Podemos fue utilizado el día siguiente
por Albert Rivera para mostrar lo que le importan las víctimas de los
azules. Una burla que era síntoma de otra descomposición, la del
castillo en el aire que se había construido Ciudadanos.
Las ínfulas desinfladas
Albert Rivera, que antes de entrar al
hemiciclo decía que ese era un “día terrible para España”, era
consciente de la catástrofe que para sus aspiraciones suponía que Pedro
Sánchez consiguiera sacar adelante su moción de censura. El líder de
Ciudadanos se mostraba inquieto con ese tic disparado que posee, un
émulo de querer ahuecarse la corbata, como si le ahogara y hubiera que
aflojársela. De verdad le apretaba. Porque Ciudadanos ha estado
desquiciado y superado con la presentación de la moción de censura. Han
golpeado su discurrir plácido hasta Moncloa. El camino de rosas
mediático que le permitía comer el terreno electoral al PP saltó por los
aires y no supieron reaccionar.
Su cúmulo de ocurrencias ilegales y
propuestas anticonstitucionales dieron la verdadera medida del nivel
político que tiene la formación naranja cuando se ha tenido que
enfrentar a una situación difícil sin tiempo para poder hacer encuestas
que le marquen el camino a seguir. Vivir en una burbuja demoscópica
mirando las encuestas les ha impedido calibrar el verdadero poder actual
que tienen en el Congreso, actuaron como si fueran imprescindibles, no
ya necesarios, y resultó que no importaban. Subieron al estrado a
pronunciar su discurso siendo completamente irrelevantes. Y eso, para el
ego de un hombre como Rivera, que siente la masculinidad completamente
caracterizada, no permitió a la esperanza blanca de las élites esperar
en un rincón. Le salió el falangista involuntario.
El aspirante a imitador de José María
Aznar produce el mismo rechazo en todos y cada uno los miembros de la
cámara. Solo hay un consenso generalizado, y es el odio a Albert Rivera.
Hasta los miembros del Partido Popular aplaudían a Pedro Sánchez cuando
atizaba al nacionalista acomplejado. La derecha ha comenzado a
despedazarse entre sí, algo que no es patrimonio de la izquierda, sino
de la derrota, y no va a ser un espectáculo bonito. Ciudadanos no parece
haber comprendido aún la dimensión de la catástrofe a la que se
enfrenta. Una tormenta perfecta que solo nuevos acontecimientos en los
juzgados pueden paliar.
Una posición de oposición minoritaria con poco
espacio para crearse un relato nuevo, porque el de la regeneración lo ha
sepultado votando al lado de Rajoy. Un PP herido y despojado
abruptamente del poder que augura una virulencia descarnada, con una
previsible pérdida de preeminencia naranja en la brunete mediática.
Ahora la llave de la publicidad institucional la tiene Pedro Sánchez y
los movimientos en la cúpula de Prisa pueden facilitar el acercamiento
al líder del PSOE. Nueva etapa, titulaba el editorial del periódico de Manuel Mirat tras la victoria de Sánchez. Átate los machos, Albert.
Hundimiento y funeral
En todo hundimiento hay un lugar en el
que se suceden los hechos. Un espacio en el que se refugian los actores
protagonistas con su círculo más cercano para vivir sus últimos
momentos. Los más próximos, que suelen ser los mismos que no han sido
capaces jamás de recordarte al oído que no eres un dios y solo un
hombre, comparten los minutos finales con su líder y proveedor de dichas
y beneficios. El búnker de Rajoy fue el reservado de un restaurante en
el que servían ternera rubia gallega. Un bolso ocupaba su escaño
mientras disfrutaba de una sobremesa de ocho horas que a su salida
reflejaba toda la humanidad, porque la debilidad es una muestra más de
ella, que a veces faltó a este ejecutivo.
En la salida de María Dolores
de Cospedal del restaurante se dio otra muestra de lo que sucede cuando
la putrefacción avanza y la gangrena no ha dejado más salida que
cercenar. Los escoltas zarandearon, agarraron y maltrataron a José
Yélamo, periodista de La Sexta, al intentar preguntar a la que
era todavía ministra de Defensa. Cuando el fin está cerca y ya no hay
que disimular el desprecio que sientes por la prensa afloran los
sentimientos larvados que ya no es preciso esconder, no hay nada que
preservar y ya puedes mostrar cuál es tu verdadero ser.
“Es un desastre, un desastre”. Balbuceaba
José María Margallo en el patio del Congreso tras la finalización del
pleno antes de que las hordas populares tuvieran que dejarse ver dando
el último adiós al féretro del presidente transformado en coche oficial.
Ahora, como decía Chirbes: “Hay que aguzar la vista. Se ha acabado el
tiempo de disparar con postas, hay que afinar la puntería”, por eso
muchos diputados y diputadas, cual plañideras, esperaban en el patio del
Congreso para hacer palpable su disgusto y su apoyo. Queda menos para
repartir y los mejor posicionados serán los primeros en el
racionamiento.
Los pequeños fuegos
Las personas de clase humilde se
conforman con pequeñas victorias. ¿No es eso la felicidad? Pequeños
triunfos puntuales que alimentan la esperanza y les hacen sentir
poderosos, por un minuto, por un breve instante, hasta que vuelven a sus
quehaceres diarios. La alegría dura poco en casa del pobre, por eso se
alimenta de ilusión, porque es consciente de que el gran incendio
necesario para arrasar con los cimientos de aquello que les hace la vida
imposible no va a ocurrir. Por eso se afana en prender pequeños fuegos
por todas partes con la vana esperanza de que se junten para cambiar de
forma concreta su existencia y empezar a construir desde las cenizas una
nueva realidad.
No hay clase más realista que la trabajadora, sabe
cuáles son sus dificultades y no se deja engañar por vanas promesas de
cambio. Lo intenta, se ilusiona e incluso se alegra, pero con la
desconfianza propia del que está acostumbrado a entrar en una sucursal
bancaria a pedir un préstamo que le permita seguir adelante y escucha
mientras firma las buenas palabras del que no es más que notario de su miseria.
No conviene creer que la alegría de la izquierda por despojar al PP del
poder y a Ciudadanos de su expectativa es compartida por esas clases
populares a las que aspira a representar.
Hay muchas, posiblemente hay
más, de esas personas humildes que ven en la derecha la salida a su
situación. La victoria frente a los conservadores solo ha sido un
cortafuegos. El nuevo gobierno cometerá un grave error si en este breve
lapso en el poder hasta las próximas elecciones se enreda en guerras
culturales y medidas cosméticas que solo atraigan a los convencidos. Si
no mejora de forma concreta la vida material de la clase trabajadora
esos pequeños fuegos pueden prender en dirección equivocada.
Hoy, la vida para la mayoría de los
españoles no ha cambiado. Mañana tampoco lo hará. No lo va a hacer de
manera evidente en mucho tiempo. La victoria, votando unidos, de todos
los grupos que representan a los insultados, despreciados, reprimidos y
humillados por aquellos que han utilizado el poder de forma altiva es
solo una pequeña satisfacción. No es suficiente, no es sustancial, pero
al menos, de manera temporal, se han terminado los ‘años triunfales’ en
los que media España se creía en propiedad de España entera.
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