A medida que escala el conflicto entre los principales actores de Catalunya y España y ante su incapacidad de abordar el diálogo, se refuerzan los argumentos que reclaman la mediación europea. El gobierno catalán hace tiempo que persigue la
internacionalización del conflicto, siendo la mediación externa la mejor
evidencia de la misma. El gobierno español la rechaza, insistiendo en
la necesidad de ampararse en la legalidad interna vigente sin que ello
parezca traducirse en vía alguna de salida política a la crisis.
Bruselas, seamos sinceros, se muestra reticente a involucrarse en un
asunto interno de un estado miembro, sobretodo dada la ausencia de
precedentes. Estos son los cuatro conflictos previos que podrían
invocarse para hablar de una posible mediación europea.
En primer lugar, la Comisión Europea tuvo un papel activo durante los
Acuerdos de Viernes Santo en Irlanda del Norte, tanto durante como
después del acuerdo de paz. Durante, estuvo presente en las
negociaciones como actor capaz de acompañar económicamente un proceso
preeminentemente político. El apoyo de la Comisión Europea se
institucionalizó tras la firma de los acuerdos de paz mediante la “Northern Ireland Task Force”,
cuyo principal cometido fue fomentar el desarrollo socio-económico de
Irlanda del Norte desde el marco de la política regional de la UE. Este
caso tiene su paralelismo con Catalunya y España en la actuación de la
Comisión en un asunto que concernía fundamentalmente a estados miembros
(Reino Unido e Irlanda), pero no aplica dada su lógica de acompañamiento
de un acuerdo de paz bilateral y por abordarse desde la vertiente
socio-económica, no política.
También la lógica socio-económica y la aproximación regional
caracterizaron la participación de la Comisión en el conflicto entre
Austria e Italia por la región de Tirol del Sur-Tirol Trentino. La
creación de una euro-región
facilitó el establecimiento de un canal de interlocución directo con
Bruselas, que a su vez permitió encauzar un movimiento de secesión en el
marco de la cooperación europea, incluyendo acuerdos transfronterizos.
Como en el caso anterior, la Comisión circunscribió su acción en su
política regional, haciendo uso de esta base jurídica para apoyar un
conflicto político. El paralelo con Catalunya y España existe en tanto
que se trata de una región perteneciente a la UE, pero desaparece si
tenemos en cuenta que fueron dos estados miembros (Italia y Austria)
quienes prefirieron europeizar el conflicto y que la Comisión disponía
de mecanismos existentes en el marco de sus euro-regiones.
En tercer lugar, el caso de Gibraltar también se refiere a un
conflicto bilateral en el que la Comisión se involucró enviando una “fact-finding mission”
para evaluar las denuncias de malas prácticas en las fronteras. Su
contribución se hizo en el marco de la Dirección General de Asuntos
Interiores y para una disputa trans-fronteriza, lo que tampoco aplica en
el caso de Catalunya y España, al no tratarse de una cuestión técnica
de control de fronteras. En cualquier caso, la presencia facilitadora de
la Comisión se hizo de acuerdo con las autoridades de España y el Reino
Unido.
Finalmente, la UE se ha involucrado activamente en el conflicto de
Chipre. Su presencia en las rondas negociadoras, en particular la
última, ha contado con la participación activa de Juncker como
Presidente de la Comisión y Federica Mogherini como Alta Representante
para la política exterior. Al tratarse de un conflicto en un estado
miembro con una región que no controla (su parte norte), no existe
paralelismo con Catalunya, donde sí aplican las directivas de la UE. En
este caso también se trata de una mediación internacional, al no ser
Turquía miembro de la UE, lo que explica el papel activo de Mogherini.
Además, en Chipre las negociaciones se realizan bajo el paraguas de la
ONU.
En el caso de Catalunya y España estamos ante un reto de grandes
dimensiones políticas y sin precedente para la mediación de la UE (así
lo reconocía recientemente el portavoz de la Comisión, Margaritis Schinas).
La Comisión es consciente que España es un país central de la UE, y
cómo nos recuerda el politólogo Iván Krastev, los grandes proyectos
políticos nunca se desmoronan desde la periferia, sino por crisis en su
centro. Las consecuencias para una maltrecha UE de un proceso de
independencia unilateral y de una España en crisis podrían poner en tela
de juicio el porvenir de la UE. Es pues en el interés general de la
Unión contribuir de algún modo a la resolución del conflicto.
Sin embargo, el gobierno catalán no acierta si circunscribe esta
mediación a la salvaguarda de los artículos 2 (valores fundacionales) y 7
(sanciones en caso de su incumplimiento) del Tratado de la UE. Las
autoridades de Bruselas insisten en que España es una democracia
consolidada y que ha actuado en consonancia con su marco constitucional
interno, aunque la preocupación vaya en aumento y el excesivo uso de la
fuerza en las cargas policiales del 1 de octubre sea evidente (y ello se
reconozca sotto voce en Bruselas). Europa ya mira hacia Catalunya y
entiende que está en juego su estabilidad, pero la Comisión evitará
tomar partido bajo las mismas premisas que lo hace con Polonia, por
mucho que su último comunicado sea, en el fondo, una llamada de atención al gobierno de Rajoy y a la unilateralidad en Catalunya.
Dada la escalada y la creciente preocupación en Bruselas, se impone
un mayor papel de la UE. Vaya por delante que cualquier iniciativa desde
la Comisión debería contar con el visto bueno, explícito o implícito,
de las partes involucradas, los gobiernos catalán y español. Pero la
insistencia de muchos diputados en la sesión plenaria del Parlamento
Europeo del 4 de octubre puede contribuir al sentimiento de urgencia en
la Comisión. Ésta podría promover, desde su Presidencia, la creación de
una “task force” para el diálogo político entre gobiernos. Sin
precondiciones de los elementos sustanciales de este diálogo, este
mecanismo tendría como principal cometido alcanzar el acuerdo del cese
de la confrontación actual sobre la base del cumplimiento de un
compromiso de mínimos.
Es cierto que tal cometido no encuentra fácil acomodo en las
políticas de la Comisión, como sí fue el caso para los precedentes
analizados más arriba. Pero el llamamiento a una “task force” no
contravendría tampoco las posibilidades que ofrecen los Tratados a esta
institución. Esta task force debería evitar posicionarse en un plano
intermedio entre los gobiernos de Catalunya y España. En vez de fomentar
el diálogo bilateral, debería optarse por una amplia participación de
actores con capacidad de influencia en una solución política. Entre
ellos no deberían faltar los Ayuntamientos de Barcelona y Madrid,
miembros activos del Parlamento Europeo (catalanes, españoles y de otros
países europeos), expertos de la Comisión Europea, mediadores
internacionales e incluso figuras respetadas de la sociedad civil
europea (Politico
enumeraba en su newsletter matutina del 4 de octubre distintas personalidades).
Aunque no se trate de una mediación directa ni sobre una base
bilateral, la Comisión puede hacer presión para la creación de esta task
force. Peticiones expresas de los gobiernos catalán y español, una
resolución en el Parlament de Catalunya o el Congreso de los Diputados
deberían ser más que suficientes para que la Comisión mueva ficha. Otros
estados europeos se podrían sumar a la demanda, involucrando también al
Consejo Europeo como representante de los estados miembros. Como dijo Juncker durante
las negociaciones de paz en Chipre, “cuando se trata de la paz, uno
debe tomar riesgos. No tomar riesgos es el mayor riesgo”. La frase no
puede ser más relevante en el caso que nos ocupa.
(*)
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