MURCIA.- Podría haberse llamado Frutilandia pero al final se llamó Murcia a toda
Murcia, allí donde cada uno se siente de su parcela pero todos se
sienten unidos por España. La región que sólo sabe lo que no es y que
desconoce más nacionalismo que el hídrico, se dice hoy en un reportaje de El Mundo.
Corría el año 1873 cuando Cartagena quiso adherirse a los
Estados Unidos de América para librarse de los bombardeos en plena
sublevación cantonal. «Si está en esta barbarie el derecho patrio,
Cartagena maldice a la patria», decía la carta que envió un singular
político llamado Roque Barcia. Antes de que EEUU contestara, el poder
centralista ya había convertido en escombros la rebelión de un cantón
que llegó a acuñar su moneda, sacó un periódico, aprobó el divorcio y la
jornada de ocho horas y abolió la pena de muerte, por si acaso.
De
aquella Cartagena indómita queda hoy la tradición de izar la bandera
roja de la sublevación cada 12 de julio y un grafiti enorme camino de La
Manga que ha adaptado su revolución a los nuevos tiempos: «¿Murciano yo? Un pijo».
La
ciudad exuda hoy españolidad así que su gente sólo reniega de
murcianismo. La Región es, junto a las dos Castillas, la autonomía que
menos sentimiento regional tiene. Sólo el 1,9% de los murcianos se siente más murciano que español y ese porcentaje se explica sobre todo en Cartagena.
«Murciano es un señor de Murcia. Nosotros somos cartageneros», repiten cuatro hombres sentados en el Casino de la calle Mayor. «Aquí no se ha plantado un pepino en la vida».
Y punto. Los cuatro pertenecen a la Plataforma por la Biprovincialidad,
la asociación -presumen- con más apoyos de la Comunidad. Reclaman que
Cartagena sea una provincia más y reniegan del nombre oficial de la
Región.
«Siempre es Murcia: Murcia qué hermosa eres, el
Puerto de Murcia y el caldero de Murcia y hasta las costas de Murcia,
como si Murcia tuviera costas... Todo es murciano, es de un hartazgo
absoluto», se lamenta José Antonio Luque, 75 años, estomatólogo y médico
de Marina retirado y presidente de un colectivo que reivindica la
identidad de «una ciudad con 3.000 años de antigüedad sin cuya historia
no se concibe la historia de España».
El último alcalde de Cartagena llegó a amenazar con llevarse
el municipio a Alicante o a Almería si no les reconocían la condición
de provincia y si Murcia no dejaba de llamarse Murcia. El debate no es
nuevo. Antes de aprobarse el Estatuto, en 1982, ya se discutió cómo se
podría llamar la Comunidad. Se habló entonces de Mastiena, de la Región
Murciano-Carthaginense, del Sureste e incluso un empresario planteó (en serio) el nombre de Frutilandia por aquello de que Murcia era la huerta de Europa.
Se deliberaba entonces si Murcia se quedaba con Albacete, se mudaba con
los valencianos o si se juntaba a Almería y al final se concluyó que,
aunque nadie sabía muy bien qué era ser murciano, sí se sabía al menos
lo que no era: «Ni manchegos, ni valencianos, ni andaluces». Así que uno era murciano casi por descarte.
Juan José García Escribano es
profesor de Sociología de la Universidad de Murcia y resume así el
sentimiento regional: «Nuestra identidad se ha creado por defecto. Los
murcianos no tenemos nada en común salvo lo que no tenemos. A principios
de los 2000 nos unía la pobreza, la sensación de ser poco
desarrollados, y años más tarde fue el agua. La identidad murciana de
los últimos tiempos se construye en torno a una carencia y se habla
incluso de un nacionalismo hídrico».
En un trabajo del
propio García Escribano publicado en 2004 el profesor ya alertaba de la
incapacidad de Murcia para desarrollar una verdadera identidad regional.
«Sus habitantes parecen más marcados por el nacionalismo español que
otras regiones de España», sostenía.
En el sondeo del CIS posterior a las últimas elecciones autonómicas el 20,6% de los murcianos admitía que prefería un Gobierno central sin autonomías,
una cifra que tres años antes, en plena crisis económica, había llegado
a superar el 41%. A casi la mitad de los murcianos, el desarrollo de
las autonomías les parecía un gasto innecesario.
Volvemos al Casino de Cartagena. En la puerta un sintecho intenta tocar Que viva España con
una flauta y un perro. Dentro sigue el debate. «A nosotros nos gustaría
devolver algunas competencias al Estado porque estaríamos mejor
tratados con la objetividad del Gobierno central que con esta comunidad
autónoma», explica Francisco Morales, técnico de Turismo.
«Murcia
logró el estatuto apelando a la entidad histórica de Cartagena y cuando
empezó a cocerse, empezó la centralización... Ahora nos roban a
diario», se lamenta el economista Santiago del Álamo agitando en su
muñeca una pulsera con los colores de Cartagena por un lado y los de
España por el otro.
Nadie aquí abjura de España pero
hasta el camarero del Casino ha tachado la palabra Murcia de su DNI con
un rotulador permanente negro. «Nuestro problema no es el país, sino el
filtro de la Comunidad. Si te asomas, verás un mástil que es un poquito
más pequeño que el de la Plaza de Colón para no avergonzar a Madrid». Y
Francisco señala una gigantesca bandera española que ondea en el Puerto,
a sólo unos metros del monumento que recuerda a los muertos en las
batallas navales de la guerra hispano-estadounidense. «Nosotros no
tenemos región ni provincia de la que sentirnos parte, así que somos esa
bandera». Y apunta otra vez al mástil. «Por esa bandera morimos. En pocas ciudades verás tantas banderas. Somos España continuamente».
Según el manual de protesta de su Plataforma por la
Biprovincialidad, a Cartagena le corresponde el 18% de los presupuestos
de la Región pero recibe con suerte el 3. El 70% del total lo atrapa la
ciudad de Murcia y el resto se reparte entre los otros 44 municipios,
así que si uno se acerca a Yecla o a Jumilla, incluso a Lorca, también
se encuentra a quienes dicen que no, que ellos tampoco se sienten
murcianos.
«Yo me siento murciana porque soy española.
Es igual», dice Victoria. «Soy aguileña y si me preguntas, pues soy
murciana y lo que me queda, española. Como en el DNI».
«Hay
tal heterogeneidad en la Región que resulta complicado que haya un
sentimiento común de los murcianos. En la pedanía yeclana de Raspay, por
ejemplo, se habla valenciano y no tienen nada que ver con un murciano
de Murcia», explica el profesor García Escribano. «Murcia siempre ha
sido esencialmente española por su situación histórica. Ha sido un reino
de fronteras, repoblado por castellanos y aragoneses, con un desarrollo
muy ligado a la agricultura, al caciquismo, con una mentalidad muy
individual y sin grandes movimientos reivindicativos. La historia de los partidos regionalistas en Murcia es una historia de fracasos».
Fran,
60 años, representa en la calle al exiguo 0,3% de murcianos que se
sienten unicamente murcianos. «Yo soy independentista a tope porque
España es un agravio constante mientras nosotros no reivindicamos, sólo
tragamos. ¿Qué tiene un madrileño que no tenga un murciano? Si somos genuinos, cojonudos. ¡Si hasta tenemos dialecto, pijo! Nadie sabe ni dónde está Murcia y aquí se vive como en ningún sitio».
Y
desaparece por delante de la Catedral, donde aún hay un grabado que
dice «José Antonio Primo de Rivera, ¡presente!» como si la España rancia
pasará lista en la ciudad con más católicos del país.
Siguiendo las banderas españolas como quien persigue baldosas amarillas llegamos a La Algameca Chica,
un poblado de asentamientos alegales en la rambla de Benipila en el que
viven en verano un centenar de familias. «La pequeña Shangai» llaman a
este plató de callejeros murcianos. No tienen red eléctrica y
recogen el agua potable en garrafas que cargan desde un depósito a la
entrada, donde hay un letrero que dice «Plaza Esperanza» y tres mástiles
sin banderas porque cada uno ya cuelga la suya en la terraza. Viven en
antiguas casas de pescadores parcheadas con chapa, maderos y uralita.
Aquí, junto al Tercio de Levante, presumen de España porque hasta tienen
a un policía nacional retirado veraneando. Y alardean de sus chozas en
primera línea como si el poblado fuera El Caribe.
«El
murciano en general tiene una percepción errónea de la realidad», alerta
García Escribano. «Dice que vive muy bien y cree que su región está más
desarrollada de lo que dicen las estadísticas».
Los
datos dicen que la Región es una de las tres más pobres de España y que
ha llegado a tener 35 de sus 45 ayuntamientos salpicados por la
corrupción. El PP gobierna desde 1995 y su último presidente, Pedro Antonio Sánchez,
dimitió en abril por, entre otras sospechas, las irregularidades en la
adjudicación de un auditorio de 10.000 metros cuadrados abandonado hoy
en Puerto Lumbreras, un pueblo de 14.000 habitantes.
A sólo unos kilómetros, antes de coger la autopista en
quiebra que va (sin coches) a Vera, hay un terreno vacío con una enorme
valla publicitaria en blanco como si nadie en Murcia tuviera nada que
decir sobre nada. «La corrupción apenas ha tenido efecto electoral»,
analiza el profesor de Sociología. «Siempre ha sido una región muy
pasiva, resignada. Aznar vino en 2000 y dijo en un mitin: 'Dadme votos y os traeré el agua'. Y la gente le dio los votos... Lo que nunca trajo fue el agua».
De fondo queda aquella frase que escribía el antropólogo Joan Frigolé cuando retrataba la indolencia en la Murcia de la primera mitad del siglo XX: «Venimos a este mundo... con los ojicos cerraos».
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