La condición humana se caracteriza porque no valora plenamente algo
hasta que lo ha perdido. Estamos acostumbrados a considerar el agua como
inagotable y casi gratuita. En realidad, su disponibilidad dependerá
(como siempre) de la relación que exista entre la demanda y la oferta.
Las perspectivas de cara al futuro inmediato son preocupantes por ambos
lados.
Si nos fijamos en la demanda, las previsiones apuntan a un claro
crecimiento. Las personas necesitamos un mínimo de dos litros de agua
(bebida o ingerida como parte de los alimentos) para sobrevivir, pero
este mínimo vital explica solo una pequeña parte de nuestras
necesidades. La agricultura depende fuertemente del agua y concentra, a
nivel mundial, el 70% de la demanda de este recurso. El resto se
reparte entre la industria (que utiliza algo más del 20%) y los usos
domésticos (menos del 10%).
La población mundial, hoy alrededor de los 7.000 millones, se
encamina hacia los 9.000 millones en 2050. Esto implicará una mayor
demanda de agua para producir más alimentos. Además de aumentar el
número de bocas que alimentar, también lo hará la proporción en su dieta
de alimentos de mayor calidad (y más intensivos en el uso del agua) a
medida que millones de personas se incorporen a la clase media. Por su
parte, las necesidades de agua para usos industriales y domésticos están
creciendo a tasas incluso mayores que las de la agricultura.
La oferta tendrá serias dificultades para seguir el ritmo de este
consumo cada vez más insaciable. Aunque la cantidad de agua en el
planeta parezca ilimitada, la inmensa mayor parte (el 97%) es salada.
Por eso, la mejora de las técnicas de desalinización constituye la gran
esperanza para aumentar la oferta de agua dulce. Sin embargo, a día de
hoy, los procesos de desalinización son caros y utilizan mucha energía
(como hemos tenido ocasión de comprobar en España). En cuanto al agua no
salada, dos tercios permanecen helados en los polos y glaciares. Por
tanto, menos del 1% del agua total sostiene la vida no acuática en el
planeta, en forma principalmente de acuíferos subterráneos, además de
ríos, lagos y pantanos.
Por otro lado, esta escasa oferta de agua se encuentra desigualmente
repartida, tanto en el tiempo como en el espacio. Las estaciones
excesivamente lluviosas pueden alternar con otras de sequía. La
situación puede variar enormemente entre países, incluso entre zonas de
un mismo país. La redistribución artificial se ve dificultada por el
peso y volumen que implicarían las cantidades necesarias.
El cambio climático agravará aún más los problemas, haciendo que los
lugares secos se vuelvan aún más áridos. En Europa, por ejemplo, la
evidencia empírica de las últimas décadas apunta hacia veranos y
primaveras menos lluviosos en el Mediterráneo, junto a inviernos más
húmedos en el norte.
En vista de este panorama, pese a los esfuerzos que se están haciendo
para lograr ahorros y mejorar la eficiencia (por ejemplo, usando en el
riego sensores, ordenadores, incluso mediciones desde el espacio) las
previsiones son de escasez. Se estima que, a mediados del siglo actual,
casi la mitad de la humanidad vivirá en zonas con problemas de falta de
agua, frente al 8% de comienzos del siglo. Esa situación puede
convertirse en un semillero de migraciones y conflictos de todo tipo.
Como se ha visto ya durante este tórrido verano, España será uno de los
países europeos más perjudicados.
La agenda política (española y mundial) debería tener mucho más en
cuenta este vital asunto, que nos afectará en plazos no tan lejanos.
Cambios en nuestros sistemas de valores y modos de vida parecen
inevitables. En este campo, el futuro podrá aprender algunas lecciones
del pasado remoto, cuando en Egipto, Grecia y Roma los ríos formaban
parte con naturalidad del número de las divinidades.
(*) Catedrático de Economía Aplicada, Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid
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