Al final sucedió. La crisis que venía arrastrando el PSOE
ha implosionado rompiéndolo por dentro y lo ha hecho de tal forma que
incluso ha dejado en sus rivales una expresión más de asombro que de
satisfacción. Solo en su origen y en sus aspiraciones los hechos
parecían ceñirse al guión del clásico golpe palatino. En su ejecución y
resultados se ha parecido más a una asonada cuartelera.
Sin nocturnidad
ni uso siquiera de estilete, a plena luz del día y a garrotazos. La
rudeza da fe precisamente de la hondura de la crisis del partido, pues
evidencia que tampoco contaba con recursos suficientes como para hacer
un reajuste interno de fuerzas con eficacia y decoro. La verdad es que
un partido de tan larga y relevante trayectoria merecería, si es que
acaso ha llegado, un final más honroso.
Evocando esa trayectoria histórica, estos días se ha
comparado la crisis actual del PSOE con aquella que sufrió en mayo de
1979, cuando el entonces secretario general se sintió obligado a dimitir
por el rechazo de las bases a su propuesta de redefinición ideológica.
Los paralelismos que pueden hacerse, pese a las notables diferencias,
son varios. El más interesante a mi entender tiene que ver, sin embargo,
con lo que entonces sucedió y ahora sucede de puertas afuera. Si la
crisis interna del PSOE en 1979 fue percibida como una amenaza para el
tipo de transición que estaba desarrollándose, la crisis interna de la
semana pasada es una manifestación evidente de la crisis del orden
político que nació de aquella transición.
Por tanto, además de tratarse
de dos momentos análogos, pueden leerse, respectivamente, como arranque y
cierre de un largo ciclo. No en vano ambos han tenido como protagonista
a la misma persona, Felipe González, antes en su incipiente esplendor y
ahora en su ocaso. En 1979 González logró la proeza de que los
militantes que le habían reprobado purgaran la culpa que les sobrevino
tras su dimisión declarándole a partir de entonces lealtad
incondicional. Ahora trata de disciplinarlos azuzando los mecanismos
coactivos del aparato y el vértigo o la ambición, según se mire, de
algunos dirigentes regionales.
Sin embargo, el conflicto actual se ha reproducido con mayor virulencia
en el seno de la dirección y, en este sentido, se parece más al que se
dio en plena Guerra Civil entre los fieles a Negrín y el resto de
sectores que habían pugnado y seguirían pugnando entre sí. Tanto
entonces como ahora la tensión interna en el PSOE ha venido dada por el
ascenso fulgurante de una fuerza joven a su izquierda, entonces el PCE y
ahora Unidos Podemos. La diferencia, simplificándolo mucho, es que al
final de la Guerra Civil el conflicto en el PSOE se daba entre los
partidarios y detractores de una alianza coyuntural con los comunistas,
mientras que ahora el conflicto se da entre quienes, por un lado,
descartan cualquier relación con Unidos Podemos y quienes, por otro, no
saben o no contestan.
Hay que reconocer que quienes tienen una política
coherente y ajustada a las nuevas circunstancias son Felipe González y
Susana Díaz, pues son conscientes de que el orden anterior con el que
están comprometidos solo puede garantizarse hoy llegando a un compromiso
con el Partido Popular, lo cual no deja de ser otro síntoma de la
crisis de un régimen político que para sobrevivir necesita sacrificar lo
que constituía su principal fortaleza: la apariencia de pluralismo.
En
cualquier caso, la de Pedro Sánchez no era más que una política
nostálgica, cuyas expectativas se cifraban en que el paso benévolo del
tiempo, con sus sucesivas elecciones, pudiera ir devolviéndole poco a
poco al escenario anterior. Para ello pensaba que era suficiente con
seguir representando el papel de principal antagonista de los populares.
Su error consistía en pensar que se podía volver atrás. Su desatino ha
sido creer que podía hacerlo actuando como entonces.
El PSOE sufre una crisis de identificación y, por tanto,
una crisis de identidad. Cada vez hay menos gente que se reconoce en él
y, en consecuencia, cada vez le resulta más difícil reconocerse a sí
mismo. La fortaleza de la socialdemocracia en los años dorados del
Estado de Bienestar radicó en su capacidad para integrar a la clase
obrera en el Estado, en virtud de su reconocimiento como mediador en el
conflicto social y gran agente redistribuidor.
En España el PSOE llegó
al poder en 1982, cuando ese escenario estaba en descomposición en toda
Europa por el cambio de paradigma económico y las transformaciones
subsiguientes en la composición sociológica. El PSOE puso en marcha
entonces un proyecto modernizador de cuño tecnocrático muy distinto al
de la socialdemocracia clásica, que encajaba muy bien con el horizonte
de expectativas que realmente constituye la identidad de las clases
medias, un proyecto que desplegaba toda suerte de estímulos para que ese
marco de aspiraciones y temores fuera también interiorizado por buena
parte de las clases populares y trabajadoras.
Al mismo tiempo el PSOE
ofrecía una salida a distintos anhelos territoriales, en virtud de su
presencia en todo el país y de las esperanzas cifradas en el desarrollo
autonómico. De esta forma el partido funcionó como principal integrador
de la diversidad territorial y de una mayoría social muy heterogénea en
el nuevo sistema político. Lo hizo en tales términos que al final ese
papel pudo ser desempeñado, sin demasiados traumas y con considerables
diferencias, por el Partido Popular.
Precisamente la fortaleza del sistema político del 78
--como la de cualquier sistema que se precie-- descansaba en su
virtualidad a la hora de armonizar el consenso tácito sobre sus límites
con una confrontación bipartidista muy vehemente a propósito de lo que
podía hacerse dentro de ellos. En torno a esa confrontación con el PP
muchos militantes e incluso dirigentes del PSOE fueron tejiendo durante
más de treinta años su propia razón de ser, toda vez que los límites
consensuados terminaron por naturalizarse.
Por eso ahora resulta tan
complicado pedirles que renuncien a esa confrontación para preservar
aquellos consensos. El problema para estos militantes y dirigentes es
que la confrontación entre PP y PSOE hace tiempo que dejó de señalar la
tensión fundamental de la dinámica política, y ahora también de la
parlamentaria. Desde el 15M es mucha la gente que piensa fuera de ese
marco categorial y busca una salida a sus problemas y aspiraciones más
allá de unos límites que ya no le parecen naturales. Desde el 20D la
aritmética parlamentaria es evidentemente otra.
Durante más de treinta años el bipartidismo se alimentó de
una polarización muy fuerte entre el PSOE y el PP, que llegó al
paroxismo durante la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero. Esta
confrontación se expresó sobre todo en términos ideológicos: tuvo que
ver más con adhesiones partidarias que con discrepancias programáticas,
más con las fobias y los miedos a la exageración que del otro hacía su
contrario que con el rechazo a su política, más con la representación
simbólica en el debate institucional y mediático de dos bloques sociales
idealizados --la derecha y la izquierda-- que con los conflictos
materiales que se estaban dando en el seno de la sociedad.
Esta
representación del conflicto se volvió inverosímil a ojos de mucha gente
con el estallido de la crisis, cuando se pudo visibilizar ya con
nitidez la sintonía entre ambos partidos a propósito del modelo de
crecimiento y sobre todo de las medidas antisociales para hacerle
frente. Y ello desacreditó más al PSOE, porque ocupaba en esos momentos
el gobierno, desempeñaba el rol de partido con sensibilidad social y
estaba encabezado por un dirigente relativamente joven que se supone
representaba una discontinuidad con respecto al felipismo.
Pareciera que con la torpe intención de confirmar la
sujeción a ese pasado (de nuevo presente) los socialistas designaron a
Alfredo Pérez Rubalcaba como secretario general. Para desmentirlo al
poco tiempo eligieron de pronto al joven Pedro Sánchez. Los intentos de
Sánchez a la hora de presentarse como garante del cambio no han surtido
efecto, porque para una amplia base social progresista el cambio ya no
se reduce a quitar al Partido Popular para ponerle a él. Su discurso
resultaba poco creíble cuando trataba de declinarlo con la gramática de
las fuerzas políticas emergentes, pues es muy difícil conjugar nuevos
significantes con viejos significados.
Tampoco ha logrado situarse como
garantía de seguridad ante quienes perciben la emergencia de Podemos
como una amenaza, porque eso lo hace mejor el PP. Menos aún ha podido
conjugar las aspiraciones de cambio y seguridad como en su día hiciera
Felipe González, pues la oscilación retórica entre ambos polos no es lo
mismo que una síntesis capaz de atraer a amplios sectores. Ahora es
reemplazado por una gestora y mañana lo será por otro líder o lideresa.
Tanto cambio en tan poco tiempo revela la inseguridad y desnortamiento
de un partido que desborda la lógica del ensayo-error para diseñar otra
que va del error al error. Parece que el PSOE no deja de bascular entre
un casting de jóvenes talentos y el eterno retorno del felipismo.
Más allá de la falta de dirección política, la situación
del PSOE es realmente endiablada. La crisis de 2008 entrañó la crisis
del proyecto de modernización que había impulsado y con el que se
identificó una amplia mayoría social. No es que ese proyecto no
satisfaga ya las expectativas que había creado en el imaginario de las
autopercibidas clases medias, sino que ha terminado por provocar su
empobrecimiento y con ello su desafección. Ante esa suerte de
descomposición social e ideológica, el PSOE se ha quedado sin apenas
suelo bajo los pies.
Pero además se ha quedado con el paso cambiado,
pues de un escenario bipartidista, donde había un reparto muy definido
de papeles que le permitía casi monopolizar la representación de la
izquierda para disputarle el centro al PP, ha pasado a otro donde la
emergencia de una fuerza nueva situada a su izquierda, que no se expresa
en esos términos, le proyecta ante mucha gente, por contraste y por
méritos propios, como un partido conservador y envejecido. Así se lo
hacen saber ya la mayoría de los votantes más jóvenes. Pero es que
también se ha quedado cojo a nivel territorial, sin apenas apoyos allí
donde no brilla el barniz federalista que pretende dar al viejo sistema
de las autonomías.
Por todo ello, su crisis es la crisis del sistema
construido en 1978, pues ya no garantiza ni la integración en él de la
diversidad territorial ni de las expectativas de buena parte de los
sectores populares y clases medias depauperadas. Tampoco contribuye como
antes al cierre hermético del discurso legitimador de un sistema cuyas
fronteras eran seguras en la medida en que estaban delimitadas por los
silencios de dos partidos que sumaban una amplia mayoría, pero también
en la medida en que dentro de esas fronteras las voces que se daban
entre ellos volvían inaudibles las de fuera. Hoy, con 85 diputados, el
PSOE es en cierta medida un partido afónico.
El PSOE es ahora un partido atravesado por serias
contradicciones, con pocos recursos para gestionarlas y con muchas
inercias para enredarse en ellas. La desigual distribución territorial
de su voto refuerza internamente a los dirigentes del sur, reacios a un
discurso plurinacional que, piensan, podría generar desafección en sus
bases sociales, pero sin el cual no puede reequilibrarse
territorialmente. Ya no se basta para ser alternancia al PP, pero
tampoco se ha atrevido a formar parte de una alianza parlamentaria que
podría entrañar la alternativa a un sistema que, si bien le ha dado sus
mayores días de gloria, ahora le asfixia en su declinar.
Hay dos razones fundamentales que explican esa falta de
atrevimiento. Una tiene que ver precisamente con la cultura política que
ha ido tallando al ritmo de su experiencia histórica, así como con la
lectura que ha hecho de esta. El PSOE piensa que históricamente le ha
ido mal cuando se ha acercado a aliados de envergadura y muy bien cuando
ha ido en solitario.
Un ejemplo remoto tiene que ver con las
mencionadas relaciones con el PCE durante la Guerra Civil y el
franquismo, interpretadas en términos de trasvase de militantes, cuadros
y dirigentes a esta otra opción más novedosa y atrevida. Otro más
reciente fue el tripartito de Cataluña, una experiencia que para muchos
socialistas no solo es que fuera fallida, sino que nunca debió
acometerse. En medio estaría el asombroso despunte de la Transición y
los años gloriosos del Felipe González, gracias a lo que dieron en
llamar la “vía nórdica al poder”, es decir, solos, sin acuerdos por la
izquierda (como hacían entonces los socialistas franceses), ni acuerdos
por la derecha (como hacían los socialistas italianos).
A día de hoy,
ironías de la historia, esto último ya no está nada claro. Junto a ello
hay en el PSOE un anticomunismo muy fuerte y de largo aliento, que
arranca de la fractura del 21, se dispara en la Guerra Civil, se
alimenta de la Guerra Fría, se enquista en el exilio, lo gestionan muy
finamente Felipe González y Alfonso Guerra en la Transición frente un
PCE que sale muy fuerte del antifranquismo, se vigoriza de manera tan
bruta como eficaz contra la Izquierda Unida en ascenso de Julio Anguita
con la teoría de la pinza y ahora se proyecta sobre Unidos Podemos.
Sacudirse todo eso no resultaba nada fácil.
Pero además de tradiciones estratégicas, culturas políticas e inercias
--y entretejida con todas ellas-- la razón última del temor en el PSOE a
llegar a un acuerdo con fuerzas vigorosas a su izquierda tiene que ver
con su vinculación orgánica al poder. Hay quien piensa que ese vínculo
se expresa en la subordinación de buena parte de los dirigentes
socialistas a las presiones oligárquicas intimidatorias que vienen de
fuera en tiempos de excepción. Visto con perspectiva parece que el
vínculo responde más a un habitus bourdieano, a una forma
propia de pensar, sentir y obrar por parte de aquellos que hace tiempo
comparten posición económica, de poder y prestigio con esas élites.
¿Alguien pensaba de verdad que el PSOE iba a formar gobierno con otras
formaciones a su izquierda para poner en marcha un programa precisamente
socialdemócrata, que, aunque solo fuera en términos fiscales y
redistributivos, atentara contra los intereses de estas? Lo peor de la
bronca del sábado va a ser oír hablar por enésima vez a los vencidos y a
los vencedores de la necesidad de abrir un debate sobre el verdadero
papel que le corresponde a la socialdemocracia en España y Europa. Papel
mojado.
(*) Doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Universidad de Extremadura.
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