Las emociones colectivas se viven profundamente. La onda expansiva de la alegría personal por haber conseguido algo deseado se multiplica al encontrarse con la alegría de los otros. Si lo que nos une es el sufrimiento, entonces la presencia colectiva genera duelo, homenaje y reconocimiento, que parecen contrarrestar en parte la injusticia de la pérdida. Todos recordamos bien el subidón que se produjo el último verano en nuestro país al ganar el Mundial de fútbol. A todos nos resulta imposible olvidar el dolor común que nos invadió con los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Los medios de comunicación, la televisión en especial, sirven siempre de potente altavoz a este sentir colectivo.
La política es campo abonado para la emoción colectiva, porque en política ningún logro es individual y ningún duelo solo personal. Puede parecer trivial, pero el voto, el derecho al voto, su reconocimiento y ejercicio es algo que toca profundamente las convicciones y el sentir de la ciudadanía. Nos llegan estos días imágenes de ciudadanos de Túnez y Egipto avanzando con esperanza hacia una nueva constitución, que reconozca su derecho a elecciones libres y democráticas. Los españoles vemos en ellos el mismo impulso y emoción que sentimos nosotros al acudir a las urnas por primera vez en la transición democrática. El mes pasado la televisión nos ha ayudado una vez más a recordarlo: cerca de un millón de españoles se agrupaban en manifestación por la Castellana de Madrid tras fracasar el golpe de Estado del 23F en 1981; en la calle y con los otros, se afianzaban las convicciones democráticas y crecía la confianza en una vida común con libertad y justicia.
La televisión también nos ha ilustrado hace poco acerca de otro episodio histórico de defensa del derecho al voto, con la proyección de la película sobre la lucha de Clara Campoamor en 1931, para que la Constitución de la II República reconociera el voto a las mujeres. Las primeras feministas focalizaron sus reivindicaciones en el derecho al voto, porque pensaron que les daba la llave para influir en las decisiones políticas y en las leyes que regían sus vidas. ´Hambre de voto´ han sentido siempre los oprimidos, que aspiran a contar en la construcción de la sociedad algo más que un cero a la izquierda. Fue emocionante ver cómo Clara Campoamor consiguió que los parlamentarios secundaran sus propuestas, que sus convicciones personales se hicieran colectivas y la mitad del pueblo soberano —las mujeres— se aprestara con su voto a participar en la política.
Sin embargo no parece que el voto en el siglo XXI cumpla las expectativas de la ciudadanía. En las democracias más maduras crece el desapego ciudadano a ejercer ese derecho, por cuya consecución otros y otras se dejaron la piel y la vida hace años. La abstención sube de manera escandalosa, mientras los candidatos echan mano de todo tipo de artimañas de propaganda para vender su imagen, aceptan financiación de origen dudoso cuando no abiertamente corrupto y adulan al electorado con demagogias que solo los cínicos soportan sin sonrojo. Una vez en sus escaños, ministerios, consejerías y ayuntamientos, esos ´representantes´ gobiernan y hablan en nuestro nombre, pero a la gente cada vez le cuesta más reconocerse en lo que dicen y hacen. Se discute sobre las causas del creciente desapego de los electores hacia el ejercicio del voto y se apuntan las más dispares, desde el individualismo egoísta de los habitantes de las sociedades ricas, hasta la corrupción generalizada de la clase política instalada en ellas. Lo cierto es que se ha olvidado algo básico: que «los Gobiernos deben ser de la gente, por la gente y para la gente», como dice Annie Leonard, autora del conocido y lúcido vídeo La historia de las cosas.
La terrible crisis económica en que estamos sumidos ha despertado muchas conciencias. Hemos visto atónitos cómo nuestros gobernantes están tomando decisiones contra nosotros, están empeorando nuestras vidas al obedecer el dictado de ´los mercados´ y olvidar los compromisos electorales que ganaron nuestro voto. En los papeles de Wikileaks hemos constatado, además, que los grandes valores democráticos son una simple careta de conveniencia para el ejercicio del poder. La política al desnudo resulta un crudo espectáculo, que solo nos merecería desprecio si no fuera nuestro verdugo. Esta crisis es también política: parece que hoy el valor del voto no es mayor que el de su papeleta.
Pero un sentimiento reivindicativo del protagonismo de la ´gente´ en la política está despertando. No tenemos que ir muy lejos para vivirlo colectivamente y sumarnos con alegría a su onda expansiva; basta con caminar en manifestación por la Gran Vía de Murcia junto con miles de ciudadanos; basta con decir bien alto que los recortes en los servicios públicos se traducirán en un futuro peor para todos, y basta con entrar en Facebook para compartir y fortalecer ideas, proyectos y decisiones de activismo ciudadano.
En Murcia, y en otros muchos lugares, los ciudadanos no quieren mirar pasivamente el deterioro social, y están pasando a la acción para cumplir el deber de velar por sus derechos. Ahora la ciudadanía ha empezado a reclamar transparencia, participación y rendición de cuentas a sus representantes políticos entre voto y voto.
La política es campo abonado para la emoción colectiva, porque en política ningún logro es individual y ningún duelo solo personal. Puede parecer trivial, pero el voto, el derecho al voto, su reconocimiento y ejercicio es algo que toca profundamente las convicciones y el sentir de la ciudadanía. Nos llegan estos días imágenes de ciudadanos de Túnez y Egipto avanzando con esperanza hacia una nueva constitución, que reconozca su derecho a elecciones libres y democráticas. Los españoles vemos en ellos el mismo impulso y emoción que sentimos nosotros al acudir a las urnas por primera vez en la transición democrática. El mes pasado la televisión nos ha ayudado una vez más a recordarlo: cerca de un millón de españoles se agrupaban en manifestación por la Castellana de Madrid tras fracasar el golpe de Estado del 23F en 1981; en la calle y con los otros, se afianzaban las convicciones democráticas y crecía la confianza en una vida común con libertad y justicia.
La televisión también nos ha ilustrado hace poco acerca de otro episodio histórico de defensa del derecho al voto, con la proyección de la película sobre la lucha de Clara Campoamor en 1931, para que la Constitución de la II República reconociera el voto a las mujeres. Las primeras feministas focalizaron sus reivindicaciones en el derecho al voto, porque pensaron que les daba la llave para influir en las decisiones políticas y en las leyes que regían sus vidas. ´Hambre de voto´ han sentido siempre los oprimidos, que aspiran a contar en la construcción de la sociedad algo más que un cero a la izquierda. Fue emocionante ver cómo Clara Campoamor consiguió que los parlamentarios secundaran sus propuestas, que sus convicciones personales se hicieran colectivas y la mitad del pueblo soberano —las mujeres— se aprestara con su voto a participar en la política.
Sin embargo no parece que el voto en el siglo XXI cumpla las expectativas de la ciudadanía. En las democracias más maduras crece el desapego ciudadano a ejercer ese derecho, por cuya consecución otros y otras se dejaron la piel y la vida hace años. La abstención sube de manera escandalosa, mientras los candidatos echan mano de todo tipo de artimañas de propaganda para vender su imagen, aceptan financiación de origen dudoso cuando no abiertamente corrupto y adulan al electorado con demagogias que solo los cínicos soportan sin sonrojo. Una vez en sus escaños, ministerios, consejerías y ayuntamientos, esos ´representantes´ gobiernan y hablan en nuestro nombre, pero a la gente cada vez le cuesta más reconocerse en lo que dicen y hacen. Se discute sobre las causas del creciente desapego de los electores hacia el ejercicio del voto y se apuntan las más dispares, desde el individualismo egoísta de los habitantes de las sociedades ricas, hasta la corrupción generalizada de la clase política instalada en ellas. Lo cierto es que se ha olvidado algo básico: que «los Gobiernos deben ser de la gente, por la gente y para la gente», como dice Annie Leonard, autora del conocido y lúcido vídeo La historia de las cosas.
La terrible crisis económica en que estamos sumidos ha despertado muchas conciencias. Hemos visto atónitos cómo nuestros gobernantes están tomando decisiones contra nosotros, están empeorando nuestras vidas al obedecer el dictado de ´los mercados´ y olvidar los compromisos electorales que ganaron nuestro voto. En los papeles de Wikileaks hemos constatado, además, que los grandes valores democráticos son una simple careta de conveniencia para el ejercicio del poder. La política al desnudo resulta un crudo espectáculo, que solo nos merecería desprecio si no fuera nuestro verdugo. Esta crisis es también política: parece que hoy el valor del voto no es mayor que el de su papeleta.
Pero un sentimiento reivindicativo del protagonismo de la ´gente´ en la política está despertando. No tenemos que ir muy lejos para vivirlo colectivamente y sumarnos con alegría a su onda expansiva; basta con caminar en manifestación por la Gran Vía de Murcia junto con miles de ciudadanos; basta con decir bien alto que los recortes en los servicios públicos se traducirán en un futuro peor para todos, y basta con entrar en Facebook para compartir y fortalecer ideas, proyectos y decisiones de activismo ciudadano.
En Murcia, y en otros muchos lugares, los ciudadanos no quieren mirar pasivamente el deterioro social, y están pasando a la acción para cumplir el deber de velar por sus derechos. Ahora la ciudadanía ha empezado a reclamar transparencia, participación y rendición de cuentas a sus representantes políticos entre voto y voto.
(*) Miembro del Foro Ciudadano
2 comentarios:
Falla el sistema en sí mismo, que requiere una profunda reforma para dejar de ser una oligocracia pseudodemocrática con un jefe de estado que impuso un dictador antes de morirse.
Dispersen su voto, tanto pp, como psoe necesitan una gran regeneración, y los ciudadanos necesitamos medidas urgentes ya. Casi cientocincuentamil parados en la región, de momento no hay futuro, ni claro, ni definido.
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