MURCIA.- Salen cada día a la calle con el estómago encogido y una única idea en la mente: comer. No tienen reparos en hacer guardia, sin disimulo, en la puerta de los supermercados hasta que éstos terminan su jornada y sacan a la calle su basura. Luego, se abalanzan sobre el contenedor y lo escuadriñan hasta que encuentran algo que llevarse a la boca, cuenta hoy "La Verdad".
Son los rebuscadores, un colectivo que, aunque suena lejano, cada día aumenta más en la Región. No en vano, Murcia es la comunidad con mayor índice de pobreza. Y ya se sabe. Apurado te veas para que lo creas.
«Nosotros cogemos cosas que están buenas, lo que pasa es que hay que comérselas en dos o tres días». El objetivo de los rebuscadores son todos aquellos productos caducados o próximos a caducar que los supermercados deben desechar de sus estanterias.
También entran en esta clasificación aquellos envases que se han deteriorado un poco por golpes o humedad o que presentan errores en las etiquetas. «Aquí encontramos todos los días pan, leche, bollería, verduras...».
Uno de los enclaves preferidos de los rebuscadores de la capital es un contenedor cercano a un supermercado del barrio del Carmen, concretamente de la avenida de Floridablanca. «Aquí solemos venir porque van sacando cosas todo el día».
Aquellas personas que encuentran en la basura su pan de cada día saben de sobra hacia dónde dirigir sus pasos.
«En Mercadona no nos dejan coger», relata un joven checo: «Ellos tiran cada día a la basura millones de euros».
Los contenedores que más basura acumulan son el cebo ideal para los rebuscadores. En ellos se encuentran personas de muchas y muy distintas características que, por una razón u otra, se han visto abocadas -o han tomado la opción- a vivir de la basura.
«Viene a coger comida mucha gente pero sobre todo inmigrantes», explica uno de ellos. El enfado de los vecinos suele ser su principal obstáculo y el caso de Floridablanca no es ninguna excepción.
«Se meten en los contenedores y sacan toda la basura fuera», relata Pedro Orenes, «y no es sólo de noche, también pasa de día».
Los inquilinos del edificio más cercano al contenedor se encuentran bastante molestos con este nuevo fenómeno social que, desde hace dos años -fecha en la que el supermercado abrió sus puertas- aflora bajo su ventana.
La falta de higiene es una de sus principales quejas. «Es asqueroso porque dejan todo sucio y vienen las ratas», asegura María del Carmen Villaescusa, otra de las vecinas afectadas.
«Hemos puesto varias denuncias y llamado a la Policía pero este problema no parece que vaya a solucionarse», lamenta Carmen Celdrán.
Derivar la basura a asociaciones benéficas que distribuyan la comida sobrante a las personas necesitadas podría ser la solución más lógica. Un modo simple de matar dos pájaros de un tiro: el hambre de los rebuscadores y la molestia vecinal.
Sin embargo, las asociaciones denuncian que son escasas las empresas que reparten sus excedentes y que muchas de ellas prefieren desechar definitivamente sus productos antes que entregarlos.
Ante esta realidad, los rebuscadores siguen buscando en la basura el bien más preciado: su supervivencia.
Muchas personas se sacuden la tierra que les tiran encima, la pisotean y siguen subiendo, pero cuando llegan arriba encuentran vedada la superficie. Lo único que se les permite es que asomen el hocico al estado del bienestar y, si su desesperación supera su orgullo y vergüenza, pidan para comer.
Comedor de Jesús Abandonado de Murcia. Once y media de la mañana. Comienza a formarse una larga cola de personas con hambre. Muchos de ellos no han comido nada en toda la jornada. La mayoría son jóvenes o de mediana edad y de tez oscura, inmigrantes sin trabajo, alejados de su familia y amigos.
También los hay pálidos, con los ojos claros y acentos eslavos. Todos muy delgados, con ropa ajada y pidiendo a gritos un poco de agua caliente y jabón. No faltan tampoco los nacionales. De hecho, en los últimos meses casi todos los «nuevos» -a los clásicos ya les conocen- son españoles.
Es el caso de Antonio, un vecino de Alguazas de 49 años de edad. Antonio es pintor y oficial de albañilería. Ha trabajado de jardinero y en una fábrica de plásticos, su último trabajo.
«Si no lo hubiera dejado por lo que lo dejé, me habrían despedido. Ahora están echando a un montón de gente que llevaba allí mucho más tiempo que yo», cuenta.
Su principal preocupación, en este momento, viene del «poco trabajo que hay ahora en la construcción».
Muy parecida, a la vez que diferente, es la vida de Hocine, un argelino de 42 años, con un hijo y otro en camino. Dejó a toda su familia en Orán hace quince años para buscarse las habichuelas en España. En ese tiempo le ha costado mucho encontrar trabajo de lo suyo, ya que tiene formación como tornero y soldador. Duda antes de dar su explicación: «Los españoles no quieren que los extranjeros trabajemos en esos oficios».
Por eso tiene que trabajar en el campo: recorre todo el país, de Jaén a Lérida, siguiendo las campañas de recogida de las cosechas. «No creo que este año sea más difícil -dice- la agricultura está igual que siempre. Lo que cada vez está peor es encontrar sitio para dormir o para comer. Está todo muy caro y yo tengo que enviar dinero a los míos».
María José vive en una casa abandonada que no tiene puertas. Allí ve pasar la vida con su compañero de penurias. A diario busca trabajo donde sea, pero su aspecto desaliñado le impide despertar confianzas. Sus escasas posesiones las lleva puestas.
El año pasado trabajaba en un restaurante y vivía en una habitación en Alcantarilla, pero su madre se puso enferma y tuvo que ir a cuidarla. Como viven en Granada, perdió su empleo.
«Ahora me dedico a dejar currículos en los restaurantes, pero te miran mucho como te vistes. Es difícil», asegura esta granadina de 44 años. Ha buscado trabajo en los invernaderos, en las cosechas, pero «no hay nada, la cosa está muy mal».
Ella no pierde sus ilusiones. Le gustaría sacarse el graduado escolar y tener un hijo, pero teme que, en las condiciones en las que vive, los servicios sociales se lo quiten.
Unos 25.000 socorridos
«Actualmente unas 20.000 personas se benefician de nuestra reserva de alimentos, pero desde mayo, hemos sumado a nuestra lista de espera a otras 10.000 personas que esperan ayuda».
Alfonso Torres, presidente del Banco de Alimentos de la Región de Murcia, no tiene reparos en mostrar su preocupación ante la avalancha de personas que, necesitadas, llaman a su puerta. Ante esta situación, solicita a las pequeñas y grandes empresas que deriven sus excedentes a estas instalaciones.
«Nuestra labor no perjudica a las grandes superficies porque la gente que ayudamos no puede permitirse ir a comprar a éstas». Carrefour o Eroski son algunos de los supermercados que, según la asociación, proporcionan su ayuda y ofrecen sus excedentes a esta asociación. Esta colaboración es una de las fuentes de entrada de alimentos de la entidad.
Posteriormente, estos alimentos se organizan en unos almacenes de Cartagena y se distribuyen a un total de 180 entidades. Esta labor es compleja y precisa del trabajo altruista de muchos voluntarios. Un valor del que esta asociación también asegura estar falta.
«Tenemos que ordenar los productos por fechas de consumo preferente, tratando hacer la mejor distribución de los productos que recibimos», explica Torres.
Entre éstas: asilos de ancianos, centros de acogida, comedores sociales, locales de Cruz Roja... El pasado año, este banco pudo repartir 300 toneladas de comida, toda ella excedente de la sociedad. Más de 25.000 murcianos pudieron llenar sus estómagos gracias a estos alimentos.
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