Puede ser libre una sociedad mientras la codicia, la desmedida ambición y la mentira sean libres? Creo que es el momento oportuno para hacernos una pregunta que desde hace mucho tiempo nos formulamos poco. Sin elecciones a la vista no tenemos por qué atender a la presión de la propaganda. Además, la Crisis -que escribo así, con mayúscula, ya que corremos el peligro de convertirla en una abstracción, como el supuesto Buen Momento de hace poco- debería ser un incentivo para la interrogación.
Por supuesto no nos basta que contesten a la pregunta algunos dirigentes religiosos. Hace poco leí, nada menos que en el Financial Times, el alegato contra la "cruel y arrogante riqueza" realizado por el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, con motivo de la Pascua. El día anterior el obispo de Rochester, Michael Nazi-Ali, había publicado un sermón en el que se aludía a la "dificultad de que los ricos entren en el cielo" a propósito del paso enorme de la especulación en la economía británica. Ambas intervenciones fueron bastante comentadas en la prensa inglesa y no faltó quien aludió a Londres como la nueva Babilonia del mercado global.
Estas tomas de posición recordaban en parte la lista de los "nuevos pecados capitales" hecha pública por el Vaticano semanas atrás. En ellos se remarcaba el carácter pecaminoso de la excesiva riqueza. Simbólicamente tenían su interés. Lástima que, como siempre, la Iglesia católica, la institución europea que históricamente ha demostrado menos propensión a la autocrítica, fuera incapaz de aclarar sus oscuras finanzas mientras se erigía en el celador moral de la humanidad. También como siempre la arrogancia moralista y juzgadora de la jerarquía católica debilitaba argumentos de valor
Con todo se tratan, en uno y otro caso, de opiniones religiosas y, por tanto, en nuestra época secularizada, privadas. En cambio la respuesta a la pregunta inicial debería ser pública, una cuestión fundamental en el funcionamiento de la propia democracia. No obstante, en relación a ella, nuestra democracia permanece muda. Tras el hundimiento en el siglo XX de las utopías ilustradas y románticas parece incluso de mal gusto oponerse a los mecanismos de la cruda realidad -el capitalismo sin límites- con la expresión de deseos éticos alternativos. Se opta así por una democracia de las formas, en la que se trata de persuadir a mayorías elección tras elección, y no de los contenidos.
Tengo para mí, sin embargo, que esta opción nos traslada a una falsa libertad, pues al no ejercer la democracia el suficiente control sobre la desmesura cualquier minoría puede acabar estableciendo un poder oligárquico. A este respecto, la gran educadora de la democracia ateniense, la tragedia, expresaba ideas robustas que se reflejan perfectamente en las obras de Esquilo o Sófocles. La hybris -traducible por desmesura- era la fuerza contraria al equilibrio que debían buscar tanto el individuo como la sociedad. Era, en otras palabras, el enemigo primero de la democracia, como demuestra Bruno Snell, en El descubrimiento del espíritu, recientemente dedicado aquí. De hacer caso a la enseñanza profunda de la tragedia griega, y quizá no ha habido otra superior en toda la historia de la cultura, deberíamos desterrar el dilema entre distintos tipos de democracia -política, social o moral- para advertir que únicamente un equilibrio entre ellos conduce a un posible orden armónico. Claro que para eso sería necesario recurrir de nuevo al deseo y no conformarnos servilmente con lo que llaman realidad.
Porque, como ustedes saben, la realidad ahora es la Crisis y hasta hace no demasiado era el Bienestar, el Optimismo o el Gran Momento. ¿Qué ha pasado para que, casi súbitamente se produjera esta transformación? No lo sabemos con exactitud. En parte porque nos engañamos. No entendemos lo que pasa y tenemos la impresión de que quienes deberían explicárnoslo o bien tampoco lo entienden o bien fingen. De repente aludes de cifras caen sobre nosotros, y nos desorientan: burbuja inmobiliaria, morosidad, quiebra, posibilidad de recesión, amenaza de paro. Y la democracia que hemos construido y aceptado no nos ayuda en absoluto a hacer transparente lo que los especuladores quieren que permanezca opaco.
No podemos, tampoco, lamentarnos mucho, pues es la democracia que hemos querido, impotente ahora para tranquilizarnos en relación a los fantasmas que acechan. Desde este punto de vista somos prisioneros del hechizo que nosotros mismos hemos edificado o, cuando menos, tolerado.
Nuestra democracia ha sido pasiva ante la hybris de los codiciosos y los ambiciosos, cuando no la ha alentado ciegamente. Durante años el Bienestar, el Optimismo, el Gran Momento se ha medido, en buena parte, con los beneficios de aquéllos. ¿Cuántos titulares de los periódicos de tantos años no han identificado el Gran Momento con obscenos aumentos en los precios de la vivienda, con ganancias casi increíbles de los bancos, con plusvalías grotescas de especuladores de distinto pelaje? ¿Por qué se ha rodeado de silencio, casi hasta el final, la destrucción sistemática del litoral mediterráneo y de muchos otros territorios por parte de depredadores que han exhibido abiertamente su rapiña?
El político ha callado ante la hybris y el ciudadano, por lo general, cómplice de ella, también. En consecuencia, no tendríamos que caer en el fácil consuelo latino de creer en oscuras fuerzas conspirativas o refugiarnos en la inutilidad de los dirigentes políticos. El silencio impotente de la democracia frente a la hybris es responsabilidad, en primer lugar, de los ciudadanos.
Un amigo italiano me lo resumió muy bien en relación al triunfo del nefasto Berlusconi. Para él lo decisivo no era que Berlusconi fuera el hombre más rico de Italia, o que poseyera la casi totalidad de las televisiones, sino que lo que al cabo resultaba determinante era que, como si se tratara de una extraña epidemia, un pequeño Berlusconi habitaba en el cerebro de la mayoría de los italianos.
Si queremos regenerar nuestra democracia debemos atrevernos a condenar la hybris: no podemos aspirar verdaderamente a la libertad mientras la especulación y el engaño sean libres.
En lugar de aceptar la abstracción casi metafísica de la Crisis, ¿no sería aconsejable diseccionar sus causas y obrar en consecuencia?
Quizá tampoco sería una mala idea enunciar los pecados capitales que atentan contra la democracia y meter en la cárcel a los pecadores en lugar de presentarlos como héroes de nuestro tiempo. Está bien que de acuerdo con la parábola evangélica evocada por el obispo de Rochester a los codiciosos les cueste entrar en el cielo. Pero a nosotros nos toca ocuparnos de la tierra.
*Rafael Argullol es escritor y filósofo.
www.elpais.es
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