La catartina es el principio activo de una sustancia purgante —el ácido catártico— y guarda relación con el concepto griego de la catarsis que remite a un estado de depuración. Ayer, los resultados electorales de las legislativas prescribieron a unos y a otros dosis abundantes de catartina, porque el PSOE, por unas razones, aun en la victoria, y el PP, por otras, y pese a la digna derrota, precisan de la “eliminación de sustancias nocivas” para sus organismos. En esa depuración consiste la catarsis médica según la eximia María Moliner.
La victoria de Rodríguez Zapatero ha sido posible mucho más por la benevolencia de su electorado ante la suposición mayoritaria de una alternativa –la popular—peor de la que él encarna, que por los méritos que haya podido contraer en la pasada legislatura. Pero los votantes del PSOE, al fulminar a Izquierda Unida y reducir a la mínima expresión a ERC y expulsar a minorías nacionalistas radicales del Parlamento, estaban enviando al presidente del Gobierno ahora en funciones un mensaje nítido: fortalecían al PSOE para que se comporte como un partido nacional y no como un trapero de pactos y connivencias con fuerzas políticas que, refugiadas en el clamorosamente injusto sistema electoral, se estaban adueñando de la política del Estado.
Pese a la extrema desconfianza que suscita en muchos la sensibilidad de Rodríguez Zapatero, es posible que el inquilino de la Moncloa entendiera el recado a tenor de su intervención en la calle Ferraz, escenario de la euforia militante. El que Llamazares denominó “tsunami” bipartidista —y que ha acabado con su itinerario político—, no es otra cosa que la expresión de una voluntad colectiva muy amplia, de que el PSOE recupere su identidad de formación nacional, española, contemporáneamente de centro-izquierda y responsable en el manejo de los grandes conceptos de la alta política y de los resortes del Estado. La izquierda —o buena parte de ella— ha perdonado las veleidades de Zapatero, le ha reforzado para que no las reitere, le ha retirado del escenario a los socios más incómodos, pero le ha emplazado a una particular catarsis: la de mantener los valores de la ciudadanía, de la unidad nacional, del consenso que alienta desde su origen la Constitución y la defensa de una serie de valores cívicos que vertebren la convivencia nacional. La catarsis del presidente —su necesaria depuración— consistiría precisamente en volver a reconstruir un PSOE que sea auténtico referente de una izquierda nacional.
La oportunidad —peligrosamente generosa— que la izquierda ha dado a Rodríguez Zapatero con unos fines muy concretos, sólo ha sido posible ante la desconfianza, la confusión, la ambigüedad y la endogamia de una dirección del Partido Popular, con Rajoy a la cabeza, que ha sido incapaz durante cuatro largos años de superar sus propios condicionamientos internos. Más atentos a reivindicarse a sí mismos que a diseñar una alternativa creíble, transversal y solvente, los dirigentes populares se han mostrado impuntuales y extemporáneos. Se entretuvieron con peligrosa frivolidad en teorías conspiratorias sobre el 11-M para rebatir a la propia historia su derrota del 14 de marzo de 2004; sellaron un pacto —explícito o implícito, no lo sé— con el peor fundamentalismo mediático al que elevaron —quizá por cobardía más que por convencimiento— en guionista externalizado de su propia estrategia; incurrieron en gravísimas inconsecuencias, tales como impugnar el Estatuto catalán mientras alentaban o secundaban el valenciano o el andaluz; practicaron la inmoderación y —aprovechando la debilidades decisoras de un líder como Mariano Rajoy— se entregaron a reyertas internas en las que se han impuesto los “duros” que lo son no tanto por convencimiento como por falta de ideas y de proyectos.
La oposición que ha practicado la dirección más visible del PP ha sido la propia de una derecha de argumentario de tertulia radiofónica, no la previsible de un centro reformista que hubiese alcanzado a obtener, sin duda, ese millón de votos necesarios para superar al PSOE y regresar al Gobierno de España. Ayer el PP no lo obtuvo y esa insuficiencia es un fracaso letal que de forma sofisticadamente patética quedó plasmado en el balcón de Génova. Sobre una tarima que amenazaba ruina, con un rostro de la esposa de Mariano Rajoy sobriamente desencajada, el presidente del PP improvisó unas palabras que sonaban a despedida, seguramente no inmediata, pero despedida al fin. Rajoy no puede ser el líder que se presente por tercera vez a los españoles con la credencial de dos derrotas ante Rodríguez Zapatero, el dirigente político menos consistente que la izquierda española ha producido en los últimos treinta años. Y él lo sabe. El 9-M, que nadie lo dude, ha deparado una digna derrota al PP y a su líder, pero una derrota al fin y al cabo que no ofrece oxígeno a su Presidente para arriesgarse a otras. La renovación del gran partido de la derecha democrática española comenzó ayer, al filo de la media noche, en la tarima elevada de la calle Génova con la expresión, quizás un tanto críptica, de que “el PP estará a la altura de las circunstancias”.
El mensaje del electorado a Rajoy y a su partido es tan inteligible y claro como el remitido a Rodríguez Zapatero: el PP es el otro gran partido nacional —entre socialistas y populares representan a más del 85% de los electores— pero es preciso que su oferta sea de mayor alcance, sus rostros nuevos y su discurso diferente, al estilo del de Rosa Díez que, al borde la de heroicidad, dio una lección de pundonor y de oportunidad al comportarse como una opción-refugio para decenas de miles de electores que están a la espera de una seria rectificación del PP. Que el partido —fuerte y solvente en muchas comunidades— puede acometer sin prisas y sin pausas y, desde luego, desechando esos protectorados mediáticos que le han llevado al fracaso y desterrando las opciones personales de poder que han lastrado sus posibilidades al excluir de la liza a aquellos que no han estado y pasado por determinadas horcas caudinas de una organización política secuestrada por sus propios miedos y por la avaricia ajena.
Como escribí en ABC el 15 de marzo de 2004, “Vox populi, vox Dei”.
La victoria de Rodríguez Zapatero ha sido posible mucho más por la benevolencia de su electorado ante la suposición mayoritaria de una alternativa –la popular—peor de la que él encarna, que por los méritos que haya podido contraer en la pasada legislatura. Pero los votantes del PSOE, al fulminar a Izquierda Unida y reducir a la mínima expresión a ERC y expulsar a minorías nacionalistas radicales del Parlamento, estaban enviando al presidente del Gobierno ahora en funciones un mensaje nítido: fortalecían al PSOE para que se comporte como un partido nacional y no como un trapero de pactos y connivencias con fuerzas políticas que, refugiadas en el clamorosamente injusto sistema electoral, se estaban adueñando de la política del Estado.
Pese a la extrema desconfianza que suscita en muchos la sensibilidad de Rodríguez Zapatero, es posible que el inquilino de la Moncloa entendiera el recado a tenor de su intervención en la calle Ferraz, escenario de la euforia militante. El que Llamazares denominó “tsunami” bipartidista —y que ha acabado con su itinerario político—, no es otra cosa que la expresión de una voluntad colectiva muy amplia, de que el PSOE recupere su identidad de formación nacional, española, contemporáneamente de centro-izquierda y responsable en el manejo de los grandes conceptos de la alta política y de los resortes del Estado. La izquierda —o buena parte de ella— ha perdonado las veleidades de Zapatero, le ha reforzado para que no las reitere, le ha retirado del escenario a los socios más incómodos, pero le ha emplazado a una particular catarsis: la de mantener los valores de la ciudadanía, de la unidad nacional, del consenso que alienta desde su origen la Constitución y la defensa de una serie de valores cívicos que vertebren la convivencia nacional. La catarsis del presidente —su necesaria depuración— consistiría precisamente en volver a reconstruir un PSOE que sea auténtico referente de una izquierda nacional.
La oportunidad —peligrosamente generosa— que la izquierda ha dado a Rodríguez Zapatero con unos fines muy concretos, sólo ha sido posible ante la desconfianza, la confusión, la ambigüedad y la endogamia de una dirección del Partido Popular, con Rajoy a la cabeza, que ha sido incapaz durante cuatro largos años de superar sus propios condicionamientos internos. Más atentos a reivindicarse a sí mismos que a diseñar una alternativa creíble, transversal y solvente, los dirigentes populares se han mostrado impuntuales y extemporáneos. Se entretuvieron con peligrosa frivolidad en teorías conspiratorias sobre el 11-M para rebatir a la propia historia su derrota del 14 de marzo de 2004; sellaron un pacto —explícito o implícito, no lo sé— con el peor fundamentalismo mediático al que elevaron —quizá por cobardía más que por convencimiento— en guionista externalizado de su propia estrategia; incurrieron en gravísimas inconsecuencias, tales como impugnar el Estatuto catalán mientras alentaban o secundaban el valenciano o el andaluz; practicaron la inmoderación y —aprovechando la debilidades decisoras de un líder como Mariano Rajoy— se entregaron a reyertas internas en las que se han impuesto los “duros” que lo son no tanto por convencimiento como por falta de ideas y de proyectos.
La oposición que ha practicado la dirección más visible del PP ha sido la propia de una derecha de argumentario de tertulia radiofónica, no la previsible de un centro reformista que hubiese alcanzado a obtener, sin duda, ese millón de votos necesarios para superar al PSOE y regresar al Gobierno de España. Ayer el PP no lo obtuvo y esa insuficiencia es un fracaso letal que de forma sofisticadamente patética quedó plasmado en el balcón de Génova. Sobre una tarima que amenazaba ruina, con un rostro de la esposa de Mariano Rajoy sobriamente desencajada, el presidente del PP improvisó unas palabras que sonaban a despedida, seguramente no inmediata, pero despedida al fin. Rajoy no puede ser el líder que se presente por tercera vez a los españoles con la credencial de dos derrotas ante Rodríguez Zapatero, el dirigente político menos consistente que la izquierda española ha producido en los últimos treinta años. Y él lo sabe. El 9-M, que nadie lo dude, ha deparado una digna derrota al PP y a su líder, pero una derrota al fin y al cabo que no ofrece oxígeno a su Presidente para arriesgarse a otras. La renovación del gran partido de la derecha democrática española comenzó ayer, al filo de la media noche, en la tarima elevada de la calle Génova con la expresión, quizás un tanto críptica, de que “el PP estará a la altura de las circunstancias”.
El mensaje del electorado a Rajoy y a su partido es tan inteligible y claro como el remitido a Rodríguez Zapatero: el PP es el otro gran partido nacional —entre socialistas y populares representan a más del 85% de los electores— pero es preciso que su oferta sea de mayor alcance, sus rostros nuevos y su discurso diferente, al estilo del de Rosa Díez que, al borde la de heroicidad, dio una lección de pundonor y de oportunidad al comportarse como una opción-refugio para decenas de miles de electores que están a la espera de una seria rectificación del PP. Que el partido —fuerte y solvente en muchas comunidades— puede acometer sin prisas y sin pausas y, desde luego, desechando esos protectorados mediáticos que le han llevado al fracaso y desterrando las opciones personales de poder que han lastrado sus posibilidades al excluir de la liza a aquellos que no han estado y pasado por determinadas horcas caudinas de una organización política secuestrada por sus propios miedos y por la avaricia ajena.
Como escribí en ABC el 15 de marzo de 2004, “Vox populi, vox Dei”.
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