El encuentro entre el presidente del Gobierno y el embajador del Vaticano se resolvió con arreglo al más cultivado de los rituales: el de la cortesía.
Quienes como monseñor Fernando Sebastián (arzobispo emérito de Pamplona) denostaron el acercamiento por celebrarse en tiempo de campaña electoral, demostraron que no están al tanto de las sutilezas que cultivan en la Secretaría de Estado vaticana.
Monseñor Monteiro de Castro no es un purpurado más de nuestra Conferencia Episcopal, no va por la vida con el ceño fruncido regañando a cuantos le salen al paso.
El Vaticano es un centro de poder religioso pero también es un Estado y como tal actúa. De ahí la invitación, la cena de su embajador en España con el presidente del Gobierno del país ante el que está acreditado.
Como obispo, el nuncio puede abominar de la ley que llama matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo o quejarse de la imposición de una asignatura –Educación para la ciudadanía–, que desde la perspectiva de la jerarquía católica pretende sustituir los valores tradicionales cristianos de la sociedad española por una ética dictada desde el Estado, pero como embajador, el nuncio no puede inmiscuirse en cuestiones de política interior española.
Puede hablar –hablaron– del Concordato por tratarse de un acuerdo político entre Estados (España-Vaticano), pero aquellos que esperaban que el purpurado le leyera la cartilla al presidente, se habrán llevado una gran decepción.
En Roma saben administrar muy bien los tiempos políticos. Una bronca en la Nunciatura habría sido medio millón de votos más para Zapatero. Por eso el caldito fue sustituido por champán.
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