Digamos que el crédito de Hernando está por debajo de mínimos. Sobre todo si sale esgrimiendo el no es no que defendió con ardor hasta cinco minutos antes de decir no es sí con el mismo ardor. ¡Ah la volubilidad del carácter humano! ¡El chaqueteo de los políticos!
Seguramente
el PSOE votará "no" a los presupuestos. Razones no faltan. Pero solo lo
hará si es seguro que aquellos se aprueban con su voto en contra. Si la
aprobación depende de ese voto, comenzarán los problemas, las
divisiones, los conciliábulos, las presiones. Los golpistas de
Vendimiario dirán que no tiene sentido permitir el gobierno de Rajoy
para no dejarle luego gobernar. Justo lo mismo que dirá el propio Rajoy.
Este, además, agitará el espantajo de las elecciones anticipadas para
insuflar el miedo en los miembros de la Junta. Y si Hernando y los suyos
insisten en el no es no, los junteros pueden dar un segundo golpe de mano, pues lo tienen de querencia.
La
obsesión catalana de la derecha del PSOE es la responsable de esta
situación. Los bonzos de antaño, con los medios de hogaño, defenestraron
al SG a la mera sospecha de insinuación de que estaba enredado en un
contubernio con los indepes. La izquierda española, antes española que
izquierda, enfrentada al reto catalán a la idea de una única nación
española, claudica ante la derecha, le pasa los trastos de matar, y
nunca mejor dicho, y se sienta a ver pasar el cadáver independentista.
Entre
tanto, el PSOE está literalmente en llamas. Mientras la Junta manda sus
emisarios en los medios a explicar los arcanos de sus decisiones, las
bases se agitan, se organizan, se movilizan y cuestionan su acción
política. La Junta está ya también en los tribunales por iniciativa
asimismo de la militancia. Hay un clima de enfrentamiento total. Cuando
las bases entreguen las más de 100.000 firmas limpias cual patenas, a
saber qué triquiñuela se ocurrirá a los intrigantes de la Junta y su
musa andaluza para ignorar la opinión de la militancia y seguir a lo
suyo, que ahora ya nadie sabe lo que es. Ni ellos.
Porque
el golpe se dio para frenar la deriva izquierdista del PSOE y uncirlo
al carro de la derecha. En el entendimiento de que esta sabría cómo
poner coto a las demasías catalanas, que los socialistas españoles
encuentran indigestas. La derecha tiene ahora la posibilidad de hacer lo
que no se ha hecho nunca: buscar un terreno de entendimiento con
Cataluña. La encomienda de la tarea a la vicepresidenta del gobierno
apunta a ese sentido. Y ¿qué cara se le quedaría al PSOE si el PP
negocia con los indepes un referéndum? Téngase el amable lector antes de
soltar un respingo. No sería tan insólito. Escocia hizo un referéndum
bajo mandato de Cameron, tan conservador como Rajoy. El general De
Gaulle, gloria de la France, reconoció la independencia de
Argelia; Franco dio la suya a Guinea. La derecha es doctrinaria y
fanática, pero también pragmática. Si, al final, negocia con el
independentismo catalán una fórmula que lo satisfaga, el PSOE habrá
hecho un doble ridículo.
Muchos
militantes confiesan en las redes que les resulta difícil defender su
militancia y muchos también están dándose de baja porque se sienten
defraudados y su partido no les merece crédito ni respeto. La situación
es lamentable para el PSOE (en manos de unos auténticos desnortados) y
catastrófica para la izquierda en general, ya que los apoyos que pierden
los socialistas no van a parar a Podemos. Al contrario, este puede ver
reducidos los suyos, precisamente por su incapacidad para cumplir su
objetivo de llegar al poder o ser decisivos en su ejercicio. Y ni lo uno
ni lo otro.
La
rebelión de las bases, incitada por el golpe de Vendimiario e inspirada
en los modelos asamblearios estilo Podemos es una realidad aplastante y
creciente. Ignorarla no va a ser posible. Se le suma la campaña
iniciada por el destituido Sánchez en busca de apoyos para retornar a la
SG. Un líder que busca seguidores y unos seguidores que buscan un
líder. Salvo acontecimiento por sorpresa, el resultado será el que cabe
esperar. La cuestión es en qué medida puede Sánchez conseguir el apoyo
de su partido esgrimiendo lo que El País llama con gran
escándalo, sus "nuevas opiniones". En especial la más nueva de todas, la
afirmación de que Cataluña es una nación.
El estado del gobierno del Estado
Por
fin hubo gobierno. Cambian algunas caras, pero se mantiene sin
variación el eje económico, prueba de que se seguirá aplicando la misma
política económica de recortes y recetas neoliberales. Se refuerza el
poder del Opus Dei con todos los ministros jurando la Biblia, no por la
Constitución. Y eso que es la suya. Cesan los ministros más abrasados
por la pirotecnia de su incompetencia, el de Exteriores y el del
Interior. Los dos que llevan más de cuatro años fustigando el proceso
independentista, a veces con medios presuntamente ilegales, y sin
conseguir otra cosa que consolidarlo y adelantarlo. Los dos sustitutos
se inscriben en la línea de belicosidad anticatalana. El señor Zoido
(Interior) ya ha avalado la actitud de su antecesor en relación con sus
conversaciones presuntamente ilegales contra sus adversarios políticos.
El del abigarrado García Margallo parece dar un perfil de mayor
competencia a la hora de cortocircuitar la acción exterior de la
Generalitat. Es algo buscado. Por lo menos, para dejar de hacer el
ridículo en los foros internacionales, algo garantizada con el ministro
anterior.
Cataluña
está muy presente en el nacimiento de este gobierno. Sin decirlo, por
supuesto, ya que la política oficial sigue siendo negar la existencia de
algo más que un problema de orden público. La nueva configuración de la
vicepresidencia así lo prueba. Sáenz de Santamaría se desprende del
cargo de portavoz y se dedicará primordialmente a Cataluña. Dispone de
recursos formales al conservar el ministerio de Administraciones
Territoriales y materiales muy potentes, al tener el CNI a sus órdenes.
Hasta
ahora, la vicepresidenta ha sido quien ha arbitrado la acción del
gobierno ante el independentismo catalán, acción con dos vertientes:
negativa cerrada a todo planteamiento de diálogo que suponga aceptación
directa o indirecta de un referéndum, y recurso sistemático a la vía
represiva ante todo tipo de actos de las instituciones catalanas, desde
el Parlamento a los ayuntamientos. Su dedicación a tiempo completo
parece indicar un propósito de perseverar en las dos vías. Cuenta para
ello con un implícito apoyo parlamentario de la oposición, al menos de
Ciudadanos y el PSOE, en una especie de unión sagrada que ya se ve a la
hora de propiciar o no el suplicatorio para el procesamiento de
diputados independentistas. Si la mayoría de la oposición avala la
actitud de cierre a toda negociación, es decir, a toda solución
política; si se niega a debatir sobre legitimidad, la cuestión queda
reducida al ámbito de la legalidad.
Es
decir, represión y acción de los tribunales, pero sin solución visible.
A cualquiera le llega que el grado de apoyo social e imbricación en las
instituciones que ha conseguido el independentismo no se puede tratar
como un problema de orden público bajo pena de enquistarse en un círculo
de acción-reacción, de desobediencia y represión hasta que una de las
dos partes o quizás las dos, estén al límite de sus posibilidades. El
sentido común y la experiencia muestran que una situación de
confrontación sostenida en el tiempo con recursos y contrarrecursos
permanentes, realmente disminuye y mucho la capacidad de acción de las
instancias enfrentadas. Sin embargo, la decisión de confiar la política
"catalana" a una sola persona de talante tan autoritario como la
vicepresidenta muestra la voluntad de tratar el conflicto con la
mentalidad impositiva de siempre. Si hubiera el menor ánimo de buscar
una solución negociada habilitaría un órgano ad hoc, como un consejo o
una comisión interministerial que pudieran canalizar alguna forma de
entendimiento.
El
enroque del Estado, sin ninguna iniciativa, en una actitud de negación
permanente, no deja otra posibilidad a las autoridades electas con un
mandato independentista que seguir adelante de forma unilateral con su
hoja de ruta. La legitimidad de esta manera de hacer no deriva sólo de
su propia intención sino de que el interlocutor rechaza toda solución
que no sea la abierta hostilidad. De aquí sólo puede surgir una
situación de desobediencia civil de los cargos públicos electos que abre
un evidente panorama de inestabilidad e ingobernabilidad.
Dos
riesgos apuntan al horizonte independentista. En primer lugar, el
alcance de la desobediencia. Esta corresponde del todo a los cargos
públicos electos. No hay que exigírsela a los funcionarios. Se trata de
una situación de doble poder, como la que se da en los procesos
revolucionarios. Pero esta, a pesar de ser revolucionaria en el fondo,
no lo es en la forma en la que debe prevalecer el carácter pacífico y el
imperio de la ley. El proceso es cosa de los políticos. Los
funcionarios, como el conjunto de la población, deben quedar protegidos.
Su participación será voluntaria e individual pero de ninguna manera
obligada.
El
segundo riesgo es de carácter más político y nace de la propia dinámica
catalana. Nace de este nuevo partido de la izquierda soberanista, hecho
desde En Común, dirigido, al parecer por el señor Domènech y bajo
inspiración general de la señora Colau. Por mucho que sus fundadores
envuelvan sus manifestaciones en confusiones de carácter soberanista,
será imposible disipar la sospecha de que su razón de ser, en gran
medida, es servir de voz a un electorado catalán de izquierda que no es
independentista.
Conservar
la estabilidad, sin fracturar la gobernación y mantener la ventaja
sobre las ofertas unionistas son las tareas del independentismo que el
nuevo gobierno del Estado intenta frustrar.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED