Sí.
Inefable. Porque no se puede explicar con palabras tanta jeta, tanta
farsa, tan bilis, tanto ombligo, tanto talento perdido, tanto complejo,
tanto rencor y tanta mentira contenidas en un libro de memorias (domina
el caballero la memoria selectiva) y en una entrevista televisiva en la
misma cadena a la que él ha prohibido acudir a sus empleados.
Daría para un libro en sí mismo el asunto, pero quiero detenerme en
algunos aspectos relevantes. En la entrevista, Cebrián supera la
imaginable cuando Jordi Évole le pregunta por su salario millonario e
intocable en contraposición a los despidos del ERE en El País, y
él, muy ufano, estirado, haciéndose el molesto, le responde: “Mis
contradicciones la resuelvo con mi psiquiatra, mi psicólogo y antes con
mi confesor. No estoy aquí para hablar de esto contigo. No me da la gana
de hablar de mis contradicciones en público. Y punto final”.
Con un
par. Y siga usted preguntando si quiere, que a mí me la suda. Ande yo
caliente y cabréese la gente. Y no es una minucia. Es una muestra más de
cómo un periodista de nivel arruinó su trayectoria el día en que optó
por entregarse a la causa del todo por la pasta y por el poder olvidando
la esencia del oficio de periodista. Juan Luis Cebrián dejó hace mucho
tiempo de ser periodista, un brillante periodista, y se ha convertido en
una patética caricatura de sí mismo, se ha creído su personaje y ahí
sigue, en el machito, impartiendo lecciones de ética con un par. Y
sacando su vena autoritaria de cuna para cortar el asunto con un
displicente “y punto final”.
Se ha puesto de campaña para vender su libro, como cualquier hijo de
vecino, pero quizá no está midiendo las consecuencias de tanto ridículo.
Con qué tranquilidad reconoció anoche que había un pacto entre algunos
periódicos y periodistas para cubrir a la Casa Real. “Y fue bueno”,
dijo, sin inmutarse. Bueno para él, claro, porque al Rey emérito, cuando
llegaron los golpes, los que le bailaron el agua le dejaron solo.
En sus memorias cuenta sin rubor cómo El País se consagró en
el liderazgo de la prensa nacional de calidad, la prensa seria, con una
gran mentira publicada a sabiendas de que lo era: que el nombramiento
de Adolfo Suárez se debió a presiones del Banco Español de Crédito.
Explica con minucia cómo no se cumplieron los requisitos mínimos de
comprobación de la noticia, cómo él y Jesús de Polanco sabían que era
falso, pero lo publicaron, “y fue el segundo gran éxito del periódico…
Gracias al artículo creció la popularidad e incluso la credibilidad del
diario”. Y sin cortarse un pelo. Cebrián, el mismo que recorre el
planeta dando lecciones de periodismo serio y solvente.
Lo que no tiene un pase, porque harta, es su insistencia en el libro
en mantener que la noche del golpe de Estado frustrado del 23-F, El País
fue el único periódico que lanzó a la calle una edición extra
informando de los hechos y en defensa de la democracia y la
Constitución. Otra mentira a sabiendas del campeón del periodismo
solvente. Esa noche, Diario 16, con muchos menos medios humanos y materiales, publicó una edición tan solo una hora después que El País,
más completa, más atinada, mejor titulada y en la que se incluía un
editorial rotundo en la defensa de la democracia. Cebrián, con su
insistencia goebelsiana en la mentira, no ofende a quien tantas veces ha
envidiado, al entonces director de Diario 16, Pedro J.
Ramírez, sino a las decenas de profesionales que estuvimos ahí
trabajando en la calle San Romualdo cumpliendo con nuestra obligación
como debe ser, como hicieron los colegas de El País y de otros medios de comunicación en toda España.
Cebrián pretende con sus textos y sus peroratas superar sus
complejos. Es incomprensible, impropio de un tipo como él. No pasa nada
porque mientras unos luchábamos desde la cuna contra la dictadura e
íbamos a Carabanchel a ver a nuestros padres, él dirigiera la máquina de
propaganda del dictador. No ha habido revancha y defendemos su derecho a
expresarse libremente, incluso a tratar de evitar que se sepa quién es y
de dónde viene. Y le reconocemos sus méritos, que también los tiene.
Pero con las cosas de comer no se juega, y con el derecho de los
ciudadanos a recibir información veraz tampoco.
Cebrián fue un colaboracionista de la dictadura de Franco hasta el
último minuto, ocupó un puesto clave en la televisión del dictador, nada
más y nada menos que director de los servicios informativos. Se
justificó anoche sin pudor: "Me llamaron, lo pensé mucho… y un cuñado
mío, comunista, me dijo que había que estar ahí, aunque participar en la
burocracia de la vida pública no me apetecía". Vaya rostro de cemento
tiene el inefable Cebrián. O sea, que fue el jefe de la propaganda del
dictador porque le llamaron, pero la culpa de responder que sí fue de un
cuñado comunista.Y la guinda, llamar a la dictadura “burocracia de la
vida pública”. Pues eso, inefable, no se puede explicar con palabras. O
por ser sincero, no se debe.
Le venía de familia la vinculación con el régimen fascista, no pasa
nada, como a su después jefe, Jesús de Polanco, y como a los amigos que
le rodeaban en su tiempo libre. Después, en democracia, dirigió un
excelente periódico como El País. Claro que sí. Pero en los
años de plomo del felipismo, se puso del lado de su cuate González y
mantuvo silencio frente al crimen de Estado de los GAL, e incluso en
ocasiones habló para justificar lo sucedido. Como para que nos dé
lecciones el inefable ahora, después de tanto sufrimiento, algunos.
Entiendo que sea difícil convivir con su propia trayectoria
profesional y humana. Comprendo que pretenda expiar sus “pecados”. Pero
que no lo haga manchando el honor de los trabajadores de El País
que han hecho su trabajo con decencia y de quienes en otros medios
hemos cumplido siempre, con mayor o menor acierto, con nuestras
obligaciones.
(*) Periodista