Muchos españoles después de oír al Presidente Rajoy el
pasado domingo 1 de octubre, tras contemplar lo que había sucedido en
Cataluña durante la celebración del referéndum fraudulento, comprobando
que en algunos colegios electorales se ejercía el voto normalmente y en
otros, por el contrario, se impedía votar mediante métodos violentos,
nos entró la más profunda desazón.
Según el presidente del Gobierno «no
había pasado nada y no se había celebrado el referéndum», es decir, lo
mismo que dijo hace ya la friolera de tres años, después del 9-N, por lo
que la crónica se volvía a repetir. Ahora bien, si Marx decía
que la historia se repite dos veces, «la primera como tragedia y la
segunda como farsa», en esta circunstancia se hubiese equivocado, porque
ha sido al revés: la farsa fue el 9-N y la tragedia el 1-O. En efecto,
en la ocasión anterior no tuvo transcendencia política inmediata, pero
en esta situación todo ha sido diferente hasta el punto de que la
impresión dominante era desastrosa.
Lo que se deducía es
que habíamos perdido tres años, porque el Gobierno no había realizado
desde entonces más que parches para evitar el anunciado golpe de Estado
que se nos venía encima, dirigido por un Govern que daba la impresión de
que era más bien «una asociación para delinquir», que un Ejecutivo
serio que se preocupaba de resolver los problemas de los catalanes.
Con
este ánimo, llegamos al lunes 2 de octubre, pensando que el Estado
español estaba en trance de balcanización. Sin embargo, todo cambió con
la intervención televisada del Rey en la noche del martes. Los que
presenciamos el golpe del 23-F, revivimos por segunda vez, aun siendo
republicanos, que no hay más remedio que reconocer que la gran cualidad
de nuestra Monarquía es que sitúa al Jefe del Estado «au dessus de la
melée» y que cuando fallan estrepitosamente los poderes del Estado, nos
queda el arbitraje del Rey para enderezar la situación y recordarnos que
el Estado todavía existe.
Claro que para ello, es necesario que el
poder ejecutivo, el legislativo y el judicial vuelvan a recuperar sus
deberes y, más concretamente, el presidente del Gobierno, al que hay que
recordarle lo que dice Maquiavelo en El Príncipe.
Ciertamente, el autor florentino sostiene que la prioridad en la misión
de todo Príncipe debe ser la conservación y el mantenimiento del
Estado. Por supuesto, según su teoría, este objetivo se fortalecería aún
más en el caso de que el territorio de su Estado aumentase y se
engrandeciese con sus conquistas.
Sea o no así, lo que se deduce es algo
lógico que consiste en que la mejor manera de conservar el Estado, es
mantener y ejercer férreamente el poder frente a los enemigos. Ahora
bien, en este sentido, Maquiavelo se adentra por un terreno de
afirmaciones y juicios de valor que le conducen, tal vez en contra de
que lo que pensaba realmente, a que se crease el «maquiavelismo» o,
dicho de otro modo, a que se adoptase la idea de que la astucia es
válida para mantenerse en el poder a través de cualquier medio que sea
útil, ya que el fin justifica los medios.
Sin embargo, cabe afirmar en su defensa, que él no optó por los medios
amorales que se deducen, según muchos, de su doctrina política. Al
revés, habría que sostener más bien, como señaló sir Francis Bacon,
que se le tendría que agradecer que él mismo fuese tan poco
«maquiavélico», ya que lo que expuso abiertamente y sin ninguna
hipocresía fue ni más ni menos lo que le dictó su experiencia a partir
de lo que acostumbraban a hacer los políticos de su época y no lo que
deberían haber hecho según sus criterios.
Sea lo que fuere, lo cierto es que han pasado cinco siglos y, como acaba de recordar el Rey Felipe VI,
el objetivo prioritario de todo gobernante sigue siendo la conservación
y el mantenimiento del Estado, aunque ya no rijan en todo caso los
métodos que la historia suministró a Maquiavelo. Hoy, concretamente en
España, existe un Estado de derecho que teóricamente facilita una
panoplia de armas jurídicas para evitar que nuestro Estado democrático
se descomponga. En tal sentido, nadie duda de que los separatistas
catalanes, los cuales no superan la mitad del electorado de Cataluña,
están dispuestos a separarse como sea del resto de España.
Pero,
curiosamente, mientras que el Gobierno español dispone de instrumentos
jurídicos y democráticos suficientes, los que están decididos a lograr
la independencia de Cataluña a todo precio, utilizan unos métodos que
podríamos denominar «maquiavélicos» en el sentido perverso apuntado. Por
de pronto, lo que están tratando de imponer en Cataluña es un régimen
totalitario que ya no pueden disimular. La lista de pruebas de esta
orientación antidemocrática es ya muy larga, pero basta con que
señalemos algunas de las más recientes.
Así, el Gobierno controla el
Consejo Audiovisual de Cataluña y consecuentemente casi todos los medios
de comunicación. Una segunda prueba, que concurre también en el sentido
de imponer una ideología totalitaria, es el adoctrinamiento en la
enseñanza con el monopolio de la lengua catalana y una Historia
manipulada para crear nacionalistas, demostrando, en consecuencia, su
estulticia, porque reniegan así de la libertad de expresión que tanto
reivindican. Por eso, el Rey en su discurso ha recordado que las
actuales autoridades catalanas «han quebrantado los principios
democráticos de todo Estado de derecho y han socavado la armonía y la
convivencia en la propia sociedad catalana, llegando -desgraciadamente- a
dividirla. Hoy -añade el Rey- la sociedad catalana está fracturada y
enfrentada».
Ciertamente, la consulta ilegal que se
realizó, como es sabido, el 9-N, hizo alarde de la ausencia de todos los
requisitos que demanda todo proceso democrático. A buen seguro, el
Gobierno central podía haber actuado para impedir ese simulacro, pero no
lo hizo. Únicamente decidió intervenir judicialmente, más tarde, por
alguno de los presumibles delitos que se cometieron bajo la
responsabilidad del presidente de la Generalitat. Pero dio igual. El
proceso soberanista siguió adelante con más fuerza que nunca.
El
hecho es que el presidente Puigdemónt, convertido en un Moisés regional
para andar por casa, ha expuesto su hoja de ruta que llevaría a los
independentistas a las arenas doradas de las playas paradisiacas. Es
más: ya ha anunciado que el lunes próximo se señalará la Declaración
Unilateral de Independencia, obligando al Estado a que ponga en práctica
la Declaración Unilateral de Delincuencia.
Ellos sabrán a que se
exponen, porque hay que recordarles que el artículo 70 del Estatut
establece que «el presidente o presidenta de la Generalitat y los
consejeros, durante sus mandatos y por los actos presuntamente
delictivos cometidos en el territorio de Cataluña, no pueden ser
detenidos ni retenidos salvo en el caso de delito flagrante». Dicho con
otras palabras, si el lunes el presidente Puigdemont y sus mariachis
deciden proclamar la Declaración Unilateral de Independencia, la Guardia
Civil, en ese preciso momento, puede detenerlos y ponerlos a
disposición judicial.
Sea como fuere, llegados aquí los
españoles de dentro y de fuera de Cataluña, estamos atónitos, como si
nos hubiésemos convertido en estatuas de sal, impidiendo que podamos
actuar como ciudadanos de una democracia. Pero en nuestras manos está
que en los próximos días se acuda a las manifestaciones convocadas en
favor de la unidad de España y de su integridad territorial.
El
presidente Rajoy, que hasta ahora se ha caracterizado por no amparar
mínimamente a los españoles que todavía se sienten así en Cataluña, debe
despertar de una vez y aplicar el artículo 155, que no ha querido
utilizar cuando era aconsejable y necesario, para que sea verdad lo que
dijo en 2014, en un viaje a Barcelona, dirigiéndose a una gran mayoría
de catalanes: «nunca tendréis que elegir entre ser catalanes o
españoles».
Pero las palabras se las llevó el viento y por eso lo que
cuenta son los hechos si no quiere llegar tarde, mal y nunca, a sus
promesas, pues el tiempo se agota. Por tanto, lo que se necesita
urgentemente es que Rajoy enderece sin retraso lo que el Rey ha
denunciado y que tome una decisión en algo que nos afecta a todos por
igual, como es la segregación de un territorio que forma parte
secularmente de España. En otras palabras, ha llegado el momento, a mi
juicio, de la verdad, porque a cuentas hechas, el presidente del
Gobierno debe saber que la manera más segura de perder algo, es dándolo
previamente por perdido.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional