Habrán
bastado, pues, algunos meses para que Estados Unidos se retire del
acuerdo internacional de París sobre el cambio climático, adopte nuevas
sanciones económicas contra Rusia, invierta la dinámica de normalización
de las relaciones diplomáticas con Cuba, anuncie su intención de
denunciar el acuerdo nuclear con Irán, dirija una advertencia a
Pakistán, amenace a Venezuela con una intervención militar y se declare
preparado para atacar a Corea del Norte “con un fuego y una ira que
jamás se han visto antes en este mundo”. Desde que la Casa Blanca cambió
de inquilino el pasado 20 de junio, Washington solamente ha mejorado
sus relaciones con Filipinas, Egipto, Arabia Saudí e Israel.
La
responsabilidad de Donald Trump en esta escalada no es exclusiva. En
efecto, los representantes electos neoconservadores de su partido, los
demócratas y los medios de comunicación lo ovacionaron cuando, durante
la primavera pasada, ordenó la realización de maniobras militares en
Asia e hizo lanzar 59 misiles contra una base aérea en Siria (1). Por el
contrario, se le impidió actuar cuando exploró las posibilidades de un
acercamiento con Moscú, e incluso se vio obligado a promulgar un nuevo
paquete de sanciones estadounidenses contra Rusia. En definitiva, el
punto de equilibrio de la política exterior de Estados Unidos resulta
cada día de la suma de las fobias republicanas (Irán, Cuba, Venezuela), a
menudo compartidas por los demócratas, y de las aversiones demócratas
(Rusia, Siria), refrendadas por la mayoría de los republicanos. Si
existe un partido de paz en Washington, por ahora no es detectable.
No
obstante, el debate presidencial del año pasado sugería que el
electorado estadounidense pretendía romper con el tropismo imperial de
Estados Unidos (2). En primer lugar, Trump no hizo campaña sobre temas
de política exterior. Pero cuando abordó esos asuntos, fue para sugerir
una línea de conducta en gran medida opuesta a la del establishment de Washington (militares, expertos, think tanks,
revistas especializadas) y a la que sigue en la actualidad. Al prometer
subordinar las consideraciones geopolíticas a los intereses económicos
de Estados Unidos, se dirigía a la vez a los partidarios de un
nacionalismo económico (“America First”),
numerosos en los estados industrialmente siniestrados, y a aquellos que
quince años de guerras ininterrumpidas, con el deterioro progresivo de
la situación o el caos generalizado (Afganistán, Irak, Libia) como
resultado, los habían convencido de los méritos de cierto realismo.
“Nuestra situación sería mejor si no nos estuviéramos ocupando de
Oriente Próximo desde hace quince años” (3), concluía Trump en abril de
2016, convencido de que la “arrogancia” de Estados Unidos había
provocado “un desastre detrás del otro” y “costado la vida a miles de
ciudadanos estadounidenses y billones de dólares”.
Este
diagnóstico, inesperado por parte de un candidato republicano,
coincidía con el sentimiento de la fracción más progresista del Partido
Demócrata. Peggy Noonan, quien escribió los discursos más destacados de
Ronald Reagan y de su sucesor inmediato, Georges H. Bush, lo recalcaba
entonces: “En materia de política exterior, [Trump] se ha posicionado a
la izquierda de Hillary Clinton. Ella es belicista, desea con demasiado
ahínco utilizar la fuerza armada y le falta discernimiento. Será la
primera vez en la historia moderna que un candidato republicano para las
elecciones presidenciales se posicionará a la izquierda de su rival
demócrata, lo que hará que la situación se vuelva interesante” (4).
Interesante,
la situación aún lo es, pero no exactamente como Noonan predijo.
Mientras que “la izquierda” postula que la paz deriva no de la
intimidación hacia las demás naciones, sino de relaciones más
equitativas entre ellas, Trump, totalmente indiferente al sentimiento de
la opinión pública mundial, opera como un embaucador en busca del mejor
“deal”
para él y sus electores. Así pues, el problema de las alianzas
militares no es tanto, desde su punto de vista, que amenacen con
extender los conflictos más de lo que disuaden las agresiones, sino que
cuestan demasiado dinero a los estadounidenses. Y que, a fuerza de pagar
la cuenta, estos ven como su país se convierte en “una nación del
Tercer Mundo”. “La OTAN [Organización del Tratado del Atlántico Norte]
está obsoleta –repetía Trump el 2 de abril de 2016 durante un mitin–.
Defendemos a Japón, a Alemania, y solo nos pagan una fracción de lo que
nos cuesta. Arabia Saudí se derrumbaría si nos fuéramos. Hay que
mostrarse dispuesto a abandonar la mesa; si no, nunca se obtendrá un
buen deal”.
El presidente de Estados Unidos esperaba alcanzar ese “buen deal”
con Moscú. Una nueva asociación habría invertido el deterioro de las
relaciones entre las dos potencias, favoreciendo su alianza contra la
Organización del Estado Islámico (OEI) y reconociendo la importancia de
Ucrania para la seguridad rusa. La actual paranoia estadounidense
relativa a todo lo relacionado con el Kremlin conduce a olvidar que en
2016, tras la anexión de Crimea y la intervención directa de Moscú en
Siria, Barack Obama también relativizaba el peligro representado por
Vladímir Putin. Según Obama, sus intervenciones en Ucrania y en Oriente
Próximo solo eran improvisaciones, “señales de debilidad frente a
Estados-clientes a punto de escapársele” (5).
Y
añadía: “Los rusos no pueden cambiarnos o debilitarnos de manera
significativa. Es un país pequeño, un país débil, y su economía no
produce nada que otros quieran comprar aparte de petróleo, gas y armas”.
Lo que entonces temía de su homólogo ruso era sobre todo... la simpatía
que inspiraba en Trump y en sus partidarios: “El 37% de electores
republicanos aprueba a Vladímir Putin, el exjefe del KGB. ¡Ronald Reagan
debe de estar revolviéndose en su tumba!” (6).
Desde
enero de 2017, el sueño eterno de Reagan ha recuperado su tranquilidad.
“Los presidentes llegan y se vuelven a ir, pero la política no cambia”,
concluía Putin (7). Algún día, los historiadores estudiarán esas
semanas durante las cuales convergieron los esfuerzos de los servicios
de inteligencia estadounidenses, de los dirigentes del sector favorable a
Clinton del Partido Demócrata, de la mayoría de los representantes
electos republicanos y de los medios de comunicación hostiles a Trump.
¿Su proyecto común? Impedir cualquier alianza entre Moscú y Washington.
Los
motivos de cada uno eran diferentes. Los servicios de inteligencia y
algunos elementos del Pentágono temían que un acercamiento entre Trump y
Putin los privara de un enemigo presentable una vez destruido el poder
militar de la OEI. Los dirigentes favorables a Clinton estaban
impacientes por imputar su inesperada derrota a otros que no fueran la
candidata de su elección y su inepta campaña: el “hackeo” de los datos
del Partido Demócrata imputado a Moscú serviría. Los neoconvervadores
“que habían promovido la guerra de Irak, que detestaban a Putin y que
consideraban que la seguridad de Israel no era negociable” (8) se
escandalizaron ante las tentaciones neoaislacionistas de Trump.
Finalmente, los medios de comunicación, The New York Times y The Washington Post
en particular, soñaban con un nuevo “caso Watergate”. No ignoraban que
sus lectores –burgueses, urbanos, con formación– detestaban
apasionadamente al presidente electo, despreciaban su vulgaridad, sus
tropismos de extrema derecha, su violencia, su incultura (9). Y, como
consecuencia, buscarían cualquier información o rumor que pudiera
provocar su destitución o su dimisión forzada. Un poco como en Asesinato en el Orient Express, la novela de Agatha Christie, cada uno tenía, en definitiva, sus razones para golpear al mismo objetivo.
La
intriga se tramó con mucha facilidad, puesto que las fronteras que
separan esos cuatro universos eran bastante porosas. La alianza era
evidente entre los halcones republicanos, encarnados por John McCain
–presidente de la Comisión de las Fuerzas Armadas del Senado– y el
complejo militar-industrial. Los arquitectos de las últimas aventuras
imperiales estadounidenses, en particular en Irak, llevaron mal la
campaña de 2016 y los ataques que Trump reservó a su pericia. Unos
cincuenta intelectuales y oficiales anunciaron que, aunque eran
republicanos, se negaban a apoyar al candidato de su partido, quien
“ponía en peligro la seguridad nacional del país”. Algunos dieron el
paso y votaron a Clinton (10).
Quedaba
la prensa. También temía que la incompetencia de Trump amenazara el
orden internacional dominado por Estados Unidos. No tenía ninguna
opinión preconcebida contra las cruzadas militares, sobre todo cuando
estas podían recubrirse con grandes principios humanitarios,
internacionalistas, progresistas. Ahora bien, según estos criterios, ni
Putin ni su predilección por los nacionalistas de derechas eran
irreprochables. Pero tampoco lo eran mucho más Arabia Saudí o Israel. Lo
cual no impedía que la primera pudiera contar con The Wall Street Journal,
ferozmente antirruso. En cuanto a Israel, casi la totalidad de los
medios de comunicación estadounidenses apoyaban su política, aunque la
extrema derecha participa en su Gobierno.
Algo
más de una semana antes de que Trump asumiera sus funciones, el
periodista y abogado Glenn Greenwald –a quien le debemos la publicación
de las revelaciones de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia
masiva de la National Security Agency (NSA)– alertaba sobre el
transcurso de los acontecimientos. Observaba que los medios de
comunicación estadounidenses se habían convertido en “la herramienta más
preciada” de los servicios de inteligencia “que, en su mayoría, habían
soñado, apoyan, a la que sirven y en la que creen”.
En
el mismo momento, le parecía que los demócratas, “aún conmocionados por
un fracaso electoral tan inesperado como traumatizante”, “habían
perdido la razón y se adherían a cualquier evaluación, alababan
cualquier táctica, se aliaban a cualquier canalla” (11).
La
coalición antirrusa aún no había alcanzado todos sus objetivos, pero
Greenwald ya vislumbraba las ambiciones del “Estado profundo”: “Estamos
asistiendo en estos momentos a una guerra abierta entre, por una parte,
esa facción no elegida pero muy poderosa que reside en Washington y que
ve pasar a los presidentes y, por otra parte, aquel a quien la
democracia estadounidense ha elegido como presidente”. Alimentada por
los servicios de inteligencia, una sospecha galvanizaba a todos los
adversarios del nuevo inquilino de la Casa Blanca: Moscú poseía secretos
comprometedores –financieros, electorales, sexuales– contra Trump que
lo paralizarían en caso de crisis entre ambos países (12).
La
sospecha de una tenebrosa alianza de este tipo, que Paul Krugman, un
economista favorable a Clinton, resumió al hablar de un “ticket
Trump-Putin”, transformó la militancia antirrusa en un arma de política
interior contra un presidente cada vez más detestado fuera del bloque
ultraconservador. Ya no es algo poco común escuchar que militantes de
izquierdas se convierten en apologistas del FBI o de la CIA desde que
estas dos agencias sirven de refugio a una oposición larvada al
presidente estadounidense. Y desde que combaten contra él mediante
filtraciones permanentes.
Se
comprende por qué el “hackeo” de los datos del Partido Demócrata,
imputado por los servicios de inteligencia estadounidenses a Rusia,
hechiza al Partido Demócrata y a la prensa. Dos pájaros de un tiro:
permite deslegitimar la elección de Trump y le prohíbe promover
cualquier tipo de acercamiento con Moscú. Sin embargo, cuando Washington
se ofende ante la injerencia de una potencia extranjera en los asuntos
internos de otro Estado: ¿quién pone de manifiesto aún esta
extravagancia?
¿Y
quién señala que no fue el Kremlin el que espiaba las conversaciones
telefónicas de Angela Merkel, sino la Casa Blanca de Obama? Cuando el
exdirector de la CIA James Clapper formuló algunas preguntas a un
representante –republicano– de Carolina del Norte, Thom Tillis, este
rompió dicho silencio el pasado mes de enero. Recordó que Estados Unidos
“se había involucrado en 81 elecciones diferentes desde la Segunda
Guerra Mundial. Esto no incluye los golpes de Estado ni los ‘cambios de
régimen’ a través de los cuales hemos pretendido modificar la situación a
nuestro favor. Por su parte, Rusia ha actuado de la misma manera en 36
ocasiones”. Mejor no esperar que semejante perspectiva atempere con
demasiada frecuencia las fulminaciones de The New York Times contra las deshonestidades de Moscú.
El
periódico también olvida recordar a sus jóvenes lectores que el
presidente ruso Boris Yeltsin, quien eligió en 1999 a Putin como
sucesor, había sido reelegido tres años antes, aunque muy enfermo y a
menudo en estado de embriaguez, tras un escrutinio fraudulento llevado a
cabo con la ayuda de asesores estadounidenses y con el apoyo declarado
del presidente de Estados Unidos. The New York Times
había celebrado este resultado en un editorial titulado “Una victoria
para la democracia rusa” (4 de julio de 1996). “Las fuerzas de la
democracia y de la reforma han conseguido una victoria decisiva pero no
definitiva”, consideraba entonces. “Por primera vez en la historia, una
Rusia libre ha elegido libremente a su dirigente”.
En
la actualidad, el diario neoyorquino se sitúa a la vanguardia de la
preparación psicológica ante un conflicto contra Rusia. Contra semejante
dinámica apenas se opone resistencia. En la derecha, mientras The Wall Street Journal
reclamaba, el 3 de agosto, que Estados Unidos arma a Ucrania, el
vicepresidente Mike Pence mencionaba en Estonia el “espectro de la
agresión” rusa y, más tarde, animaba a Georgia a unirse a la OTAN, para
finalmente alabar a Montenegro, que acaba de sumarse a la alianza
militar. Lejos de preocuparse ante esta avalancha de gestos
provocadores, los cuales coinciden con un aumento de la tensión entre
las dos grandes potencias (sanciones comerciales contra Moscú, expulsión
de diplomáticos estadounidenses por parte de Rusia), The New York Times
juega con fuego. Alababa, el 2 de agosto, la “reafirmación del
compromiso estadounidense de defender las naciones democráticas contra
los países que las amenazarían”; a continuación lamentó que el
sentimiento de Pence “no sea experimentado y celebrado igualmente por el
hombre para el que trabaja en la Casa Blanca”. Pero a estas alturas
poco importa, a decir verdad, lo que Trump siga sintiendo. El presidente
de Estados Unidos ya no está en condiciones de imprimir su voluntad en
este dosier. Tras haber constatado esta impotencia, Moscú extrae sus
consecuencias.
En
septiembre, maniobras militares rusas, sin precedentes desde la caída
del muro, deberían movilizar a cerca de 100.000 soldados, marines y
aviadores en las inmediaciones de Ucrania y los países bálticos. Lo que
ofrecería material a The New York Times
para un artículo en portada que recuerde la campaña de pánico que el
periódico alimentó en 2002-2003 contra las supuestas “armas de
destrucción masiva” de Irak. No faltaban ni el coronel estadounidense
que anunciaba de manera sombría: “Cada mañana, cuando nos despertamos,
sabemos quién es la amenaza”, ni el inventario del arsenal ruso, tanto
más aterrador cuanto que se reforzaba con una disposición para las
“campañas de desinformación”, ni la mención de vehículos de combate de
la OTAN que, entre Alemania y Bulgaria, “se detienen para dejar que los
niños suban a bordo”. Pero lo más delicioso en este modelo de periodismo
(en el mismo barco que el Ejército) fue seguramente el momento en el
que, para localizar los ejercicios de Moscú en su propio territorio y en
Bielorrusia, The New York Times recurrió a la expresión “en la periferia de la OTAN” (13)...
De
ahora en adelante, cualquier intento de apaciguamiento con Moscú que
provenga de París o de Berlín será juzgado como “favorable a los
Acuerdos de Múnich” por un establishment
neoconservador que ha retomado el control en Washington y criticado con
inmediatez por casi la totalidad de los medios de comunicación
estadounidenses. Nos encontramos en un punto en el que, volcándose en el
importante descenso de popularidad del presidente francés, The New York Times
ha desenterrado una explicación que refleja a la perfección su
obsesión: “La lujosa recepción de Donald Trump y de Vladímir Putin,
ambos poco apreciados en Francia, sobre todo entre la izquierda, no le
ha ayudado” (14).
¿Sabrán
los Estados europeos frenar el engranaje militar que se dibuja? ¿Tienen
la voluntad de hacerlo? En cualquier caso, la crisis coreana debería
recordarles que Washington se muestra indiferente ante los platos rotos
lejos de su territorio. El senador republicano Lindsey Graham,
preocupado por otorgar credibilidad a la amenaza nuclear del presidente
Trump en el Lejano Oriente, dejó caer el 1 de agosto que “si miles de
personas mueren, morirán allí, no aquí”. Añadió que el presidente de
Estados Unidos compartía su sentimiento: “Me lo ha dicho”.
(*) Periodista y director de 'Le Monde diplomatique'
(1) Véase Michael Klare, “La transformación de Donald Trump en jefe guerrero”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2017.
(2) Véase Benoît Bréville, “Estados Unidos está cansado del mundo”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2016.
(3) “Today”, NBC, 21 de abril de 2016.
(4) Peggy Noonan, “Simple patriotism trumps ideology”, The Wall Street Journal, Nueva York, 28 de abril de 2016.
(5) “The Obama Doctrine”, entrevista con Jeffrey Goldberg, The Atlantic, Boston, abril de 2016.
(6) Rueda de prensa del 16 de diciembre de 2016.
(7) Le Figaro, París, 31 de mayo de 2017.
(8) Michael Crowley, “GOP hawks declare war on Trump”, Politico, Arlington, 2 de marzo de 2016.
(9) Véase “El desconcierto de la ‘intelligentsia’ estadounidense”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2016.
(10) “Statement by former national security officials”, 8 de agosto de 2016, www.globalsecurity.org
(11)
Fox News, 12 de enero de 2017. El día anterior, Greenwald había
detallado sus declaraciones en “The deep state goes to war with
president-elect, using unverified claims, as Democrats cheer”, The
Intercept, 11 de enero de 2017.
(12) Véase “Marionetas rusas” y “El Estado profundo”, Le Monde diplomatique en español, enero y mayo de 2017.
(13) Eric Schmitt, “US troops train in Eastern Europe to echoes of the cold war”, The New York Times, 6 de agosto de 2017.
(14) Adam Nossiter, “Macron’s honeymoon comes to a halt”, The New York Times, 7 de agosto de 2017.