Un caso de libro, de ese
Libro Negro, de tantas y tan apretadas páginas que recogen las ya
tópicas vergüenzas de la gestión del agua en la región de Murcia, es el
caso de los regadíos del Argos, en Calasparra. El objetivo/pretexto, la
modernización de regadíos; el objetivo/insidia, birlar el agua a sus
legítimos usuarios; y la mecánica empleada, una conjunción urdida con
las malas artes de la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS), los
apetitos insaciables de los modernos aguatenientes, el protagonismo de
Navarro, el entonces alcalde calasparreño (un socialista de derechas, de
los que pasman y escarnecen), más la intervención antisocial de los
tribunales, necesaria para neutralizar la indignación y los derechos
tradicionales, que también en este caso son sostenibles, ecológicos y
éticos.
Anotemos que, aunque la doctrina parda sobre
el agua en los pagos murcianos no lo admitirá nunca, la llamada
modernización de regadíos, dotada con créditos millonarios, es una farsa
agrícola que, a impulsos de meros intereses codiciosos, resume varios
elementos nocivos: el incremento sistemático del consumo de agua
(siempre constatable), la expansión del regadío (en gran medida ilegal,
según los usos y costumbres de nuestro agro), la sobreproducción de
cosechas (con frecuente desperdicio, como vemos cada temporada), el
canto a la eficiencia (que impide los retornos al río y debilita los
acuíferos), más la venta y reventa de sobrantes, el endeudamiento de
muchos regantes, que se ven obligados a huir hacia adelante…
El caso que nos ocupa es, en efecto, el de los regadíos
de Calasparra enmarcados en la Comunidad de Regantes de las Aguas
reguladas por el Embalse del río Argos (en adelante, CR Argos), que es
una entidad creada en 1974 para coordinar los regadíos tradicionales
existentes. Siete heredamientos (seis en Calasparra y uno en Cehegín) y
la Comunidad de Regantes de la Acequia Mayor de Calasparra.
Y lo
importante, el núcleo de esta crónica, es que esas entidades
tradicionales, poseedoras reales de los derechos existentes sobre el
agua (que no la CR Argos, entidad meramente administrativa creada ad hoc y a posteriori)
rechazaron en su día, mayo de 2013, la modernización que se les
proponía, en una asamblea multitudinaria en la que 542 comuneros se
impusieron a 242, sabiendo bien que una decisión afirmativa llevaría a
su liquidación a medio plazo.
Lo que siguió forma la
parte propiamente de maquinación, urdida arteramente para desmontar esa
decisión soberana, abrumadora y vinculante, y la constituyó una Asamblea
General Extraordinaria de la mentada CR Argos, de septiembre de 2013,
que –en un ambiente más parecido a una ocupación por las fuerzas de
orden público que a un despliegue de protección de derechos– resultó en
auténtica chapuza llena de irregularidades e ilegalidades (y asumida
como resolución formal por la CHS, actora esencial también en esta saga
expoliadora), lo que resultaba inevitable ya que se abría la vía de la
“modernización” contra una decisión democrática y reglamentaria.
Tamaño
engendro, que dio la victoria a los “modernizadores”, sólo podía
prosperar, tras la demanda presentada por varios de los comuneros
afectados, con la contribución de otra chapuza a destacar, la sentencia
940/2016, del TSJ de Murcia, de lo contencioso-administrativo que, en
una redacción trivial e incompetente, daba la razón a los maniobreros
pasando por alto, en definitiva, las irregularidades flagrantes; y que
para más inri y escarnio de la justicia murciana, lleva la firma del
magistrado Mariano Espinosa, ese empresario del agua repetidamente
señalado desde que, con ocasión del voraz incendio de Moratalla de 1994,
y siendo sus propiedades parcialmente afectadas, se le atribuyera el
desvío hacia la conversión de secano en regadío de subvenciones europeas
destinadas a reforestar, erigiéndose desde entonces en uno de los
personajes más y mejor identificados de ese Libro Negro arriba citado;
pero de cuyas actividades Fiscalía y Juzgados prefieren no saber,
consintiendo en que siga sentenciando en asuntos hidrológicos, en
abierta e hiriente incompatibilidad.
Anotemos, sin
embargo, que esa sentencia podía haber quedado sin efecto tras el
recurso de casación interpuesto ante el Tribunal Supremo, que hacía
trizas la lamentable y sesgada sentencia del juez Espinosa, en la que
más se revelaba como un empresario interesado en la modernización de
regadíos que como un ecuánime juez que se debe a la más rigurosa
interpretación del Derecho.
Una sentencia, por cierto,
en la que subrayaba, con poca finura jurídica y menos elegancia cívica,
su aversión hacia un heroico comunero litigante, señalándole “una larga
litigiosidad y enfrentamientos” con la CR Argos, pero de cuyo recurso
de casación trascendió que había producido inquietud y nerviosismo en
los ámbitos afectados del TSJ).
Pero la Alta instancia respondió con la
inadmisión, garabateada en medio folio de alusiones formalistas en
respuesta al argumentario rigurosamente expuesto en los 15 folios del
recurso, que señalaba en detalle los defectos evidentes de la sentencia
de Espinosa.
Esta decisión del Supremo bloqueó el
procedimiento y condenó a los regadíos tradicionales, desafiando así la
razón democrática, la ética jurídica y la sostenibilidad, al prevalecer,
en definitiva, los argumentos invasivos en una sentencia que nunca se
debió consentir que redactara el mencionado juez.
Las
consecuencias son las que se temieron en su día ya que, al abandono y
paulatina destrucción de las acequias antiguas por los tubos del goteo, y
a los horarios inmisericordes atribuidos a los regantes resistentes,
muchos de ellos de edad, se añade la “caza y apropiación” de tierras y
derechos de agua por parte de empresas que acuden al olor del negocio
(como la multinacional francesa Suez)… todo ello prueba de que el
sistema depredador murciano actúa con éxito, humillando a las personas y
al medio ambiente, y aportando nuevos episodios de insostenibilidad
agraria y rapacidad institucional.
(*) Profesor, ingeniero y activista ambiental