Quién nos hubiera dicho hace unos pocos años que ETA se desvanecería,
entre el oprobio y el ridículo -a nadie le importan ya sus entelequias-,
como un castillo de naipes marcados con sangre, mientras el castell del independentismo catalán seguiría escalando hasta alturas que generan vértigo.
El otro día, cenando en casa con amigos de los tres grandes partidos
nacionales y empresarios muy activos en la defensa de los valores
constitucionales, el único invitado de origen extranjero, planteó, al
modo de las Cartas Marruecas o las Cartas Persas, la pregunta propia de una perspectiva lejana: ¿Cuándo, cómo y por culpa de quién se gestó el disparate catalán?
Digresiones históricas sobre la conllevancia al
margen, la mayoría de las explicaciones resultaron bastante
convergentes, valga la redundancia. Es obvio que fue Pujol
quien, aprovechando a la vez las competencias educativas y mediáticas
del Título VIII y la renuencia al "café para todos", estimuló la
confrontación entre un agravio imaginario y el complejo de superioridad
catalán. Ese victimismo se iba aliviando con el ungüento de las nuevas
transferencias, al pairo del poder arbitral que una ley electoral
absurda concede a las minorías nacionalistas, pero era cuestión de
tiempo que afloraran sus efectos profundos.
Dos décadas de inmersión lingüística, lavado de cerebro a través de TV3 y pesebre periodístico dieron sus frutos. Con el paso de los años el nacionalismo sociovergente, con Pasqual Maragall
erigido en aprendiz de brujo, terminó constituyendo una inmensa familia
–trenzada de fantasías e intereses- como reverberación de la Sagrada
Familia que controlaba la Generalitat. Esa era la base, o por utilizar
la terminología de los castellers, la pinya sobre la que debía edificarse la Cataluña del siglo XXI.
Puede alegarse que el veneno ya estaba diseminado,
pero cuando Pujol dejó en 2003 el Palacio de San Jaime, nadie
pronosticaba que el conflicto catalán se exacerbaría hasta su dimensión
actual. A ello contribuyeron, de forma fatídica, la frivolidad con que
Maragall se sacó de la chistera el conejo de un nuevo Estatut y la
ligereza con que Zapatero prometió que respetaría lo que viniera de Cataluña.
La frustración estaba servida. Aquel texto no cabía
de ninguna manera en la Constitución y lo único reprobable de la
conducta del TC es que tardara tanto en decirlo. El portazo legal se
produjo cuando la crisis económica abría una ventana de oportunidad a
los populistas engañabobos que afrontaban problemas complejos con ideas
elementales. Fue el momento en que el mito del "oasis catalán" dio paso al "España nos roba".
A la vez, confluyeron en la clase política convergente dos vectores centrífugos: el horizonte penal que se abrió ante el clan Pujol, a medida que el secreto a voces de la cleptocracia del 3% comenzó a sustanciarse ante los tribunales, y la sensación de engaño de Artur Mas cuando tras su victoria de 2006, el segundo tripartito, encabezado por Montilla,
le cerró el paso al poder.
Alguno de los contertulios de la otra noche
da mucha importancia a esta escaramuza, considerando que la ambición de
un hombre pequeño como Montilla y la impotencia de Zapatero ante el PSC,
empujaron a Convergencia al monte del separatismo. Pero la consecuencia
fue demasiado grave como para ver en ello una causa y no un pretexto
pues, en definitiva, los convergentes sólo tuvieron que esperar otros
cuatro años para recuperar la Generalitat.
Artur Mas fue un gobernante
nefasto, atrapado en la ratonera de su propia retórica, al que los
acontecimientos se le fueron de las manos. Qué menos que deba responder
ahora con su patrimonio por las malversaciones que impulsó. Ya en su
primer discurso de investidura en diciembre de 2010 propuso iniciar la
llamada "transición nacional", en base al imaginario "derecho a decidir"
de los catalanes. Lo que en principio no era sino un trampantojo
destinado a arrancar a Rajoy el "pacto fiscal", terminó convirtiéndose en una especie de "plan B" hacia la independencia unilateral.
Justo en el quicio entre una y otra estrategia se
inscribe, por cierto, el almuerzo en la Generalitat, glosado en el
reciente libro de Josep Martí, director de comunicación de Mas, en el que yo propuse al president que,
si quería arrancar concesiones financieras del Gobierno de Madrid,
ofreciera a cambio dulcificar la inmersión lingüística que tanto
perturba a cualquier conciencia liberal. Todavía recuerdo sus
ofendidos aspavientos, alegando que eso sería vender la identidad
irrenunciable de Cataluña por un plato de lentejas.
Mas optó por la huida hacia adelante, abortando la
legislatura cuando aún no había llegado a su ecuador, para convocar
nuevas elecciones y el 19 de diciembre de 2012 firmó con Oriol Junqueras
el 'Acuerdo para la Transición Nacional' por el que CiU y ERC se
comprometían a "la celebración de una consulta independentista para
2014".
Este último entrecomillado corresponde ya al folio
14 del último auto de la sala del Tribunal Supremo, lúcidamente
redactado por el magistrado de inequívoca trayectoria progresista Alberto Jorge Barreiro y suscrito por sus compañeros Miguel Colmenero y Francisco Monterde. Con ocasión de dar cumplida respuesta al recurso de Jordi Sánchez contra la decisión del juez Llarena
de impedirle acudir a la sesión en la que se le pretendía investir
presidente suplente de la Generalitat, la sala dedica su tercer
antecedente de hecho a lo que denomina un "breve resumen general de la
evolución del procés".
Son nueve folios que no tienen desperdicio, en la medida en que describen lo que, volviendo a la nomenclatura castellera, podría considerarse el tronc de la pirámide humana del proceso separatista en sus cinco años decisivos.
Los magistrados dan especial importancia a los 18
informes entregados "entre julio de 2013 y julio de 2014" por el llamado
"Consejo Asesor de Transición Nacional" y a su presentación refundida
por Artur Mas, "en un acto que tuvo lugar en el Palacio de la
Generalidad a las 19 horas del día 29 de septiembre de 2014". Y la
precisión es relevante porque en ese documento "se analizaban distintos
aspectos que debían tenerse en cuenta para el proceso de transición de
Cataluña hacia un país independiente, que las fuerzas políticas
impulsaron desde entonces".
Sigue luego el relato del tramo decisivo que va
desde la consulta del 9-N de 2015 hasta la declaración formal de
independencia del 27 de octubre de 2017, pasando por las leyes de
desconexión y el referéndum del 1-O. Hemos asistido, según los
magistrados, nada menos que a "una tenaz liquidación del ordenamiento
jurídico estatal dentro de la Autonomía de Cataluña, por parte de sus
máximos responsables, en su contumaz empeño de desconectar Cataluña del
resto del Estado".
La descripción de estos antecedentes de hecho es lo
que permite a la sala explicar el reparto de papeles entre la
Generalitat, el Parlament y las asociaciones cívicas -ANC y Omnium-,
apuntalar sólidamente la inducción a la violencia en que Llarena
fundamenta la atribución del delito de rebelión y refutar los
superficiales argumentos contrarios del tribunal de Schleswig-Holstein.
Pero, tal vez sin pretenderlo, pone en evidencia también la inaudita pasividad de los gobiernos de Rajoy ante este rectilíneo desarrollo de los acontecimientos.
El Tribunal Supremo alega que "la ciudadanía
asistió estupefacta a lo que consideraba un incumplimiento permanente,
reiterado y ostentosamente público de las normas más elementales del
ordenamiento jurídico y de las decisiones de los Tribunales con mayores
competencias para hacer cumplir su observancia".
¿Qué hizo un poder ejecutivo que, durante la mayor
parte de ese periodo, gozó de la comodidad de la mayoría absoluta en el
parlamento, frente a esa "ostentación" de la ruptura "permanente y
reiterada" de la legalidad? El auto de Alberto Jorge Barreiro se limita a
señalar que "el Gobierno y el Tribunal Constitucional procuraban ir
cerrando con demandas y resoluciones jurídicas, respectivamente, las
importantísimas grietas que progresivamente iban abriendo los
protagonistas del procés en el ordenamiento jurídico estatal y autonómico".
O sea, que mientras el bajel separatista navegaba con todas las velas desplegadas hacia el rumbo de la destrucción de España, un
Gobierno con un mandato popular inequívoco, múltiples resortes de
actuación y el 155 en la recámara, se limitaba a interponer "demandas". Simultáneamente representaba, eso sí, el esperpento de la "operación diálogo", encomendada a Soraya.
Si a la pasividad durante esos años decisivos en
los que se fraguó todo, añadimos la tibieza en la ejecución de lo que al
final resultó ineluctable, entenderemos la dramática y peligrosa
situación actual, con todo un baile de presos y prófugos diseminados por
Europa y ningún plan de acción política en marcha.
En su comparecencia del 21 de octubre, anunciando
la aplicación del 155, Rajoy admitió que en la duda había optado una y
otra vez por la estolidez estaférmica: "El Gobierno podía haber hecho
este requerimiento antes, como lo pidió una parte de la opinión pública.
Podía haberlo hecho cuando se aprobó la Ley del Referéndum, cuando se
liquidó la Constitución o cuando se aprobó la Ley de Transitoriedad.
Tuvo muchas oportunidades de hacerlo pero preferimos actuar con
prudencia". O sea, no actuar.
De hecho, al convocar de inmediato las elecciones del 21-D, Rajoy convirtió el 155 en un mero reseteador del "procés". Y al permitir escapar a Puigdemont y parte de su gobierno y dejar fuera de control alguno a TV3,
todas las ventajas seguían estando del lado de los separatistas.
Su
triunfo en las urnas volvió a dejar "estupefactos" a los españoles, pero
ni Ciudadanos -arrullado por su condición de lista más votada- ni el
PSOE -corresponsable directo de la tibieza- pidieron explicaciones por
el desastre. Ni siquiera el director del CNI ha tenido que responder por
la huida del president destituido.
Lo ocurrido ahora, con el gol en propia meta de Montoro,
debería ser la gota que colmara el vaso. Es inaudito que la mezcla de
torpeza y soberbia del ministro de Hacienda, jactándose de que él
impidió el uso de dinero público el 1-O, le haya convertido en testigo
de descargo al servicio de Puigdemont, justo en el delicadísimo momento
en que se examina en Alemania si hubo o no malversación. Sólo queda que le nombren casteller de honor. Si le contesta al juez Llarena que se equivocó, debería dimitir; si persiste en sus trece, debería ser destituido.
Mi conclusión de la otra noche, después de oír voces muy duchas y sabias, es que el problema catalán sólo se resolverá cuando se resuelva el problema de España.
Es decir, cuando alguien gane unas elecciones generales con un programa
nítido de regeneración constitucional y un respaldo suficiente para
aplicarlo.
Desgraciadamente, hay que contar con que el separatismo se mantendrá firme hasta que eso suceda.
Pero al menos cabe exigir que en estos meses de la basura que les
quedan en el poder, no sean Rajoy, Montoro y Soraya quienes, al modo de
los acotxadors y la enxaneta, ayuden al caudillo Puigdemont a encaramarse sobre el pom de dalt de su castell.
(*) Periodista y editor de El Español