La entrada en servicio de la llamada 
variante ferroviaria de Camarillas, publicitada como una mejora por 
cuanto supone un ahorro de quince o veinte minutos del viaje entre 
Murcia y Madrid, invita a una reflexión crítica sobre las comunicaciones
 ferroviarias de esta región (deleznables) y, más todavía, sobre la 
política territorial de los últimos Gobiernos, estatales o regionales 
(que, en realidad ha consistido en fervorosa antipolítica). 
 En
 la pérdida de papel social del ferrocarril en España y en casi todo el 
mundo considerado desarrollado han contribuido principalmente dos causas
 activas: primero, la libre evolución del virus social de la velocidad, o
 sea, la obsesión por llegar cada vez más pronto a los lugares sin 
plantear el interrogante de fondo sobre el porqué o el para qué; y, 
segundo, la expansión de la industria automovilística con sus 
perversiones, concretamente, la promoción del transporte individual y la
 configuración de una 'sociedad del petróleo', regresiva y contaminante. 
 Como
 causas pasivas habría que reseñar el papel decadente de las empresas de
 servicios públicos en un ambiente de avance sin tregua de las doctrinas
 y políticas liberales, y también el impulso de la concentración como 
obsesión del sistema capitalista, tanto de población como de actividad, 
en las ciudades y en las áreas industriales, con el abandono consecuente
 de las áreas rurales, constituyentes de la mayor parte del territorio. 
Así, la red ferroviaria española, que mal que bien, y con insuficiencias
 crónicas, estructuró el país durante un siglo facilitando la movilidad 
de personas y mercancías, ha acabado siendo un sistema residual en 
cuanto a los objetivos señalados como razón de ser, ya que no transporta
 personas ni mercancías en la medida necesaria y conveniente para el 
país. La incontenible expansión del automóvil y, en general, del 
transporte por carretera, ha tenido como víctima (más directa que 
indirecta, más como objetivo que como perjuicio inevitable) al sistema 
ferroviario de transporte. 
Y cuando las carreteras se saturan, el país 
se vacía y el cambio climático fuerza a revisar tópicos perdurables, 
entre ellos el de la velocidad, una de las cosas que se nos ocurre para 
'hacer frente al futuro' es optar por más velocidad (lo que no quita 
que, con la hipocresía generalizada al uso en nuestra sociedad, se nos 
idealice la vida slow y se promuevan los llantos por el clima). 
 Sobre
 estas bases, negativas y perjudiciales para el país, la sociedad y el 
territorio, mantenidas pese a todo durante décadas sin considerar las 
consecuencias globales, hemos llegado al momento presente, en el que los
 problemas, extensivos y puntuales, nos agobian e indignan, pero cuando 
ya no hay posibilidad material de enmendar los disparates de tantos 
años, como no sea recurriendo a drásticas medidas necesariamente de cuño
 antiliberal, anticapitalista y anti UE: demasiado, para lo que, en 
realidad, nos ofrece el panorama político, tanto en cuanto a programas 
de partidos como en lo que se refiere a desequilibrio de fuerzas, ya que
 son las necias y codiciosas las que superan en mucho a las sensatas y 
sociales. 
Queda, y no es poca cosa, la sublevación de la gente 
marginada, maltratada y minusvalorada. 
 En
 este entorno y enfoque es donde hay que ubicar la reflexión sobre la 
variante de Camarillas, que tan alegremente elimina la estación de 
Calasparra y, con ella, el acceso del Noroeste murciano a la red 
ferroviaria; una comarca que, reconozcámoslo, ha aceptado la ofensa casi
 sin rechistar: el tren hace décadas que pierde terreno. 
Las empresas 
públicas afectadas, Renfe y Adif, cayeron hace tiempo en manos de 
tecnócratas desalmados (el ferrocarril, por su propia esencia e 
historia, necesita entusiasmo y afecto), generalmente abogados y 
economistas que, incluso cuando son funcionarios del Estado, ejercen de 
enemigos de lo público. 
Para estos, tan incompetentes en cuanto a la 
idea material del ferrocarril, como peligrosos por disponer de 
instrumentos capaces de perjudicar al país, la situación resulta diáfana
 y su gestión no admite dudas: si la gente no usa el ferrocarril y 
además gusta de moverse a velocidad creciente, lo suyo es eliminar 
estaciones, es decir, paradas, y volcarse en trenes tecnológicos tipo 
AVE, aunque resulten radicalmente antisociales y, por supuesto, 
antiecológicos. 
 Sin embargo, 
hay que recordar que el AVE no responde a demanda social alguna (y en el
 caso de Murcia entra, con disimulo artero, vía Orihuela, ignorando la 
región entera); y, por otra parte, que el transporte ferroviario es apto
 para facilitar el movimiento a varias velocidades: alta, para los que 
tienen prisa (y se muestren dispuestos a pagarla, ya que es cara), y 
lenta para que ciudades y pueblos pequeños y medios puedan recurrir a él
 y resolver necesidades básicas de su movilidad. 
Porque lo más fácil del
 mundo es crear trenes veloces e infraestructuras adaptadas a las 
prisas: se cierran estaciones, el tren no para y arreglado. De esta 
forma, los trenes veloces (y, principalmente, su paradigma, el AVE), no 
solamente fomentan el tráfico por carretera, al incomunicar por tren las
 ciudades, ya que las ignora, sino que contribuyen poderosamente a 
desestructurar el territorio, lo contrario de lo que dicen y repiten 
tantos personajes desde gobiernos e instituciones, incapaces de pensar 
en el asunto. 
 Esta es la 
gracia que nos ha hecho la variante de Camarillas, internándose por la 
nada y contribuyendo a consolidar la tristeza de uno de los espacios más
 aislados de la España vacía, que es lo que se contempla al movernos a 
120 km por hora por la autovía A-30, más o menos paralela a la lánguida 
vía férrea; una vía que, para mayor inri, se prepara para una decadencia
 adicional, con menos y peores servicios, por la amenazante entrada en 
servicio del AVE, agravando la incomunicación ferroviaria de esas 
comarcas del sureste albacetense y el noroeste murciano. 
No deben quedar
 dudas: en este contexto tan absurdo y perverso la variante de 
Camarillas no produce más que gasto y perjuicio: pocas veces ganar unos 
minutos de viaje habrá resultado tan falaz.
 (*) Ingeniero, politólogo y activista medioambiental