Nunca he sido okupa, y menos de un hombre que fue Rey; pero si yo estuviese ahora bajo la camisa de Juan Carlos I
podría decir, sin recurrir a la imaginación, que está pasando un
momento áspero y penoso. Más duro que el de la abdicación, cuyos
maquinistas pudieron revestirlo con la grandeza de un despedirse y
despojarse en vivo. El momento más incierto de su vida.
Por muy neomonárquico que sea el flamante gobierno de Pedro Sánchez,
su debilidad parlamentaria y la falta de influjo político de personajes
como González, Guerra o Rubalcaba, 'exiliados' por Sánchez, no permiten
confiar en su apoyo cara a los episodios que se avecinan. El PP,
desapoderado y en guerra civil, tampoco es muleta.
Y aunque fuera cierto
lo que en septiembre de 2013 afirmaba The New York Times: "Juan Carlos I posee una fortuna personal de más de dos mil millones de euros". El dinero no paga amigos cuando quien lo fue todo está en la hondonada, sin autoridad moral y sin capacidad de influencia. En este cuarto de hora, Don Juan Carlos sólo se tiene a sí mismo.
Intuyo su caos interior de dudas, certezas, inquietudes, irritaciones, miedos... Y sus insomnios. La irrupción volcánica de
las cintas de Corinna
formó de repente ante él un desierto de lava y soledad donde se
mezclaban pasados, presentes y futuros.
Soledad y ceniza es el paisaje
que vislumbro desde ese angosto espacio entre la camisa y la piel de
Juan Carlos I. Ha reprimido su reacción primaria de disparar improperios
contra la amada-odiada-pérfida Corinna y llamar diablo de mierda al comisario Villarejo.
Ya son legión los que en estos días se dedican al estéril pimpampum de
matar al mensajero, y no sirve de nada porque la noticia tremenda y sin
revés está ahí.
Desafiante como un miura. Transcurren los días y las noches, y sigue
ahí. Y también será inútil que el director del CNI, Félix Sanz Roldán,
declare en el Congreso a puerta cerrada. Aunque jure y perjure que no
amenazó a Corinna, ni registró sus domicilios, ni la vigiló-protegió en
la mansión que su rey amante le dispuso en El Pardo, o asegure que las
cintas acusatorias son un montaje... Se han oído en todo el mapamundi. Y se han creído. Échales un galgo.
Equipos de fonólogos han analizado esa voz y la han comparado con otras
declaraciones de la exprincesa alemana. Quien habla es ella.
Y lo que dice es brutal. Una cascada de imputaciones
delictivas contra el hombre que fue Rey. Supuestos ilícitos cometidos
siendo jefe del Estado. Una ecuación insoportable de comisiones cobradas
indebidamente; dineros a manta depositados en cuentas corrientes
monegascas o suizas, a nombre de terceros, con la consiguiente elusión
fiscal; una finca y unos terrenos de Juan Carlos en Marrakech,
escriturados falsamente a nombre de Corinna.
Un revuelto de brokers, intermediarios, testaferros, exmaridos... el abogado Dante Canonica, el empresario Villar Mir, la amiga Corinna, el primo Álvaro de Orleans y Borbón,
con sociedades radicadas en España pero controladas desde Amsterdam y
Panamá... Vuelos secretos a Los Ángeles, fletados por la compañía
privada inglesa Air Partners, que despegaban y aterrizaban en el
aeropuerto militar de Torrejón para que el monarca o sus mercancías
eludieran el control. Escapadas de ocio y negocio.
"Era la ruta del
dinero", se afirma en una de las grabaciones. Encuentros del Rey con
Corinna en Beverly Hills, como el de la Nochevieja de 2014, organizados
por el primer marido de la rubia dama, y costeados por el primo
aristócrata Álvaro de Orleans, the man of money, según Corinna.
Capítulos turbios, como la intervención personal de
Juan Carlos I en la obtención de contratos para Urdangarin, presenciada
por Corinna: "Si mañana yo tuviera que ir a un tribunal y dar
explicaciones, diría: '¿Quién hizo todas las llamadas para conseguir el
dinero, los contratos en favor del Instituto Nóos? El Rey. Él llamó y
dijo: 'Puedes, por favor, poner un contrato de 100.000, un contrato de
un millón...' Yo estaba a su lado". Y afirmaciones de echarse a temblar:
"Iñaki no distingue entre el dinero público y el dinero privado...Y el
Rey no distingue entre lo legal y lo ilegal."
Consciente esa mujer de que podría ser encausada
penalmente como cooperadora, o al menos como cómplice, se parapeta con
astucia: "Si en algún momento tengo que ir a juicio, daré información de
dónde están todas las cuentas. Tengo las copias de las cuentas bancarias del otro
(Juan Carlos I) y también la estructura organizativa, estructuras
opacas. Y no porque yo las haya robado, sino porque él me las dio".
Juan Carlos conoce perfectamente qué hay de cierto
pero inconcreto en todo eso, qué es demostrable y qué no; ha consultado
bien las prescripciones fiscales, sabe qué cantidades no afloró cuando
la amnistía fiscal de 2012, dejándolas a buen resguardo. Espera que
salten más sesiones de 'cante' delator. Corinna no se mordió la lengua y
las anunció. Lo que ignora es dónde oculta Villarejo su arsenal de pendrives con pistas sonoras, y cuándo lanzará otra descarga de metralla letal.
En cualquier caso, lo dicho hasta ahora es ya
demoledor. ¿Podrá resistirlo la Corona? Una Corona con sacos terreros en
diversos frentes. Una Corona que él prestigió con muchos años y gestos
de servicio, pero que él mismo empañó con escarceos amatorios, negocios
reprobables, ausencias lúdicas, lujo ostensible, y su íntima convicción
de que la inviolabilidad de su persona -privilegio para un solo hombre
en todo el país- podía traducirse como impunidad para todos sus hechos.
No se ha extrañado de que Juan Villalonga, expresidente de Telefónica y amigo de pupitre de Aznar,
aparezca en los sonoros como mediador e intérprete entre el comisario
Villarejo y Corinna. La clave es una aristócrata y fotógrafa alemana, Vanessa von Zitzewitz,
tercera esposa de Villalonga, con quien vive en Mónaco; vecina e íntima
amiga de Corinna, y fotógrafa de cabecera de Charlene y de su marido,
el príncipe Alberto de Mónaco.
Entre la piel y la camisa del hombre que fue Rey se percibe su ataque de ansiedad. Su miedo cerval a verse hostigado, acorralado en el callejón terrible de una investigación judicial y otra parlamentaria.
Ya hay juristas preparando una acusación popular, y ya hay diputados
recolectando firmas para convocar una comisión en el Congreso. Unos y
otros construyen sus picotas. Aunque pudiera zafarse de las dos, la
intachabilidad exigible a un rey habría quedado enlodada y la
ejemplaridad maltrecha.
Pocos días después de esa crisis de pánico, quiso
regatear en Sanxenxo. No había viento propicio. Hubo que esperar. En el
pantalán del muelle aguardaban los periodistas con sus micros y sus
cámaras. Y por primera vez en su vida, Juan Carlos se sintió incapaz de
afrontarlos. Acobardado, permaneció una hora encerrado en el coche, en el asiento del copiloto y subidas las lunetas entintadas. Huelgan las palabras.
¿Hay remedio? Hay remedio. Y sólo él puede
aplicarlo. Si, a pesar de los devaneos amorosos, las diversiones
imprudentes y las ambiciosas aventuras mercantiles, bajo la piel de Juan
Carlos I sigue palpitando el sentido de Estado de aquel hombre que fue
Rey -y yo no lo dudo-, ha llegado la hora de hacer acopio de la nobleza de su estirpe y reaccionar. Reaccionar contra sí mismo. Sin perder un instante, porque no se quema sólo él, se quema la Corona.
Ha de adelantarse a la posible querella. Ha de
adelantarse a la posible investigación en el Congreso. Ha de dar el
paso, zancada, de reparar el daño, restituir lo defraudado,
colaborar con la Justicia a través de sus asesores jurídicos, hacer
donación pública de los bienes que hubiera obtenido ilícitamente o
prevaliéndose de su condición de autoridad suprema de la nación.
Ganarle la batalla al reloj implacable y
anticiparse a que su hijo el rey Felipe VI pase el mal trago de forzarle
a abandonar su estatus de miembro de la Familia Real, sus presencias
oficiales, su tratamiento de 'majestad' y los protocolos propios.
Será doloroso, sí, pero si quiere salvar la Corona que él mismo devaluó, debe hacer el beau geste de prescindir voluntariamente del título de Rey emérito.
Es perniciosa la confusión que hasta en las conversaciones informales
provoca la presencia de dos Reyes simultáneos, y que haya que matizar
'el Rey... actual', 'el Rey...emérito'. La historia se repite.
Él mismo,
recién proclamado Rey, hubo de llamar la atención al ministro Alfonso Osorio,
que por lealtad hacia Don Juan de Borbón recogía firmas para que se le
diera oficialmente el tratamiento de majestad, llamándolo Juan III. Fue
el propio Don Juan quien entendió que "yo aquí no tengo ni función ni
sitio". Y se retiró de la escena.
Puede hacer lo que en Holanda las sucesivas reinas
Juliana y Beatriz: tras abdicar, adoptaron el título de princesa que
anteriormente tuvieron. O, si lo prefiere, ser nombrado duque de Toledo,
o duque de Ávila, o cualquier otro título entre los tradicionalmente
vinculados a la corona.
Fijar su residencia en cualquier palacete de los
reales sitios, o en una mansión digna para su uso exclusivo, con
dotación adecuada de servicio y custodia. Pero no en la Zarzuela, ni en
el apartamento que utiliza en el Palacio Real.
Juan Carlos I ha proyectado una densa sombra sobre la Corona. Y Juan Carlos I tiene que eliminarla. No puede, no debe, gravar a su hijo con ese estigma final.
Llegó al trono en 1975 sin legitimidad dinástica,
sin carisma político y sin legitimidad popular. Su único bagaje eran
'todos los poderes de Franco'. Y se despojó de ellos entregándolos al
pueblo, que pasó a ser 'el soberano'. Por ese beau geste de
grandeza, el recién llegado Rey se convirtió en 'Rey patriota'. La tarea
de desprendimientos que ahora tiene por delante le asfaltarían una
entrada 'emérita' en la historia como lo que fue durante 39 años: Juan
Carlos I, un rey patriota.
(*) Periodista y escritora