Hay individuos y también colectivos que no saben disimular su
tendencia a apoyar a los privilegiados, a los poderosos o a todo aquel
que tenga pinta de ‘jefe’. No lo hacen por obligación. Se trata
normalmente de personas educadas en el servilismo, a menudo humilladas, a
veces corruptas, pero esto no las hace necesariamente crueles y
desprovistas totalmente de buenos sentimientos. Sus codazos, sus
acciones insolidarias, y también sus omisiones, para obtener algún
beneficio o promoción, a menudo resultan asquerosas, pero hasta cierto
punto, a veces, resultan relativamente comprensibles.
Cuesta más entender la satisfacción que expresan otros conciudadanos
ante el sufrimiento de los diferentes, los insumisos, discrepantes,
extranjeros, rebeldes…. Hay quien no se conforma con “hacer la pelota al
encargado” y quiere ver castigado a quien no se resigna a ceder ante el
más fuerte.
Entre estos, desde hace un tiempo, en Catalunya, llaman
particularmente la atención las palabras de personas que quieren ver a
otras privadas de libertad, por el hecho de haberse significado en
defensa de derechos políticos elementales. Convendría entender el motivo
real de ese deseo. Son los que han aplaudido el largo encarcelamiento
de Jordi Cuixart, Jordi Sànchez, Oriol Junqueras y Joaquim Forn y los
que no esconden su satisfacción por la privación de libertad de
Carme Forcadell, Dolors Bassa, Jordi Turull, Raül Romeva y Josep Rull.
A determinados dirigentes ya les va bien la idea de intervenir en la
vida política con adversarios apaleados, atemorizados, encarcelados,
encausados o bajo la amenaza de serlo. No representan ninguna novedad.
Los libros de historia están llenos de personajes que se mostraron
dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguir poder económico o
administrativo, conservarlo y hacerlo crecer. Individuos que explotaron y
explotan la extensión del miedo entre la población para conseguir
negocios, fidelidades, adhesiones, envilecimientos, docilidades…
Es triste pero se entiende. Inquieta bastante más, sin embargo, el
apoyo social que obtienen algunos personajes cuando reclaman medidas de
castigo severo contra sus adversarios, por haber participado en una
manifestación, una asociación, por haber organizado un referéndum, haber
encargado o distribuido propaganda, protestado por la detención de
cargos políticos por su actividad estrictamente política, defendido el
derecho a voto o haber aprobado por mayoría parlamentaria leyes
relacionadas con la soberanía nacional. Tendría que angustiar a
cualquier demócrata o, incluso, a cualquier persona razonable.
Las palabras y actuaciones de dirigentes de los partidos que apoyan
en el gobierno de Mariano Rajoy resultan sospechosamente coherentes con
la conducta de altos estamentos de la Fiscalía y con las decisiones de
la cúpula del poder judicial. Demasiado a menudo parecen coordinadas.
Gobernantes que supeditan la voluntad de los ciudadanos expresada en las
urnas a las decisiones de jueces y magistrados de dudosas convicciones
democráticas.
Y lo hacen sin complejos, abiertamente, sin vergüenza,
impunemente. Fiscales y jueces que, cómo ha denunciado no hace mucho el
magistrado emérito del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín, se
creen con la facultad de decir a los representantes de la voluntad
popular a quien pueden elegir y a quien no, qué pueden hacer o dejar de
hacer en su actividad parlamentaria.
Todo esto resulta muy preocupante. Mucho. Porque pone en cuestión la
separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, minimiza
el valor del sufragio universal y hace tambalear las bases de la
democracia.
Pero desconcierta más todavía ver gente tradicionalmente considerada
como progresista que se refiere a los dirigentes que se encuentran en
prisión o exiliados en términos similares a los que utilizan los
partidos que apoyan al gobierno de Mariano Rajoy. “Ya sabían que esto
podía pasar”, “no respetaron la legalidad”, “han dividido a la sociedad
catalana”, “han huido de la justicia”, “decidieron voluntariamente irse
al extranjero”, “quieren aparecer como víctimas”, afirman.
Hay que buscar explicaciones al hecho de que fuerzas democráticas,
más o menos comprometidas tradicionalmente con la justicia social, hagan
hincapié en la falta de flexibilidad de las víctimas de la represión y
acepten de forma sumisa, como un dato invariable, inamovible, como si se
tratara de una fuerza de la naturaleza, la voluntad del gobierno del PP
y de la cúpula judicial de intervenir las instituciones catalanas,
encarcelar dirigentes políticos y sociales y de cargar contra
el soberanismo sin miramientos.
Reproches, más que manifestaciones de disconformidad, contra los
independentistas, y pasividad ante las resoluciones de un poder judicial
que califica de violenta la acción pacifica de activistas de indudable
trayectoria pacifista y que con esta conducta han acompañado la
movilización permanente, pacífica y solidaria de millones de personas.
Gente que siempre se ha proclamado de izquierdas, defensora de los
derechos humanos, que ahora regatea el reconocimiento como presos
políticos de personas privadas de libertad desde hace meses por su
ideología, que han podido escuchar como todo el mundo lo que dice la
Fiscalía y lo que reconoce reiteradamente el propio juez instructor
sobre los motivos reales de las órdenes de prisión preventiva.
Demócratas, que se resisten a considerar como exiliados
a Puigdemont, Serret, Ponsatí, Comín, Puig, Gabriel y Rovira, y afirman
que son “fugitivos”, por el hecho de no querer sufrir el mismo castigo
que Junqueras, Forn, los Jordis y los cinco que han vuelto a ser
encarcelados este viernes…, “fugitivos” de una “justicia” que no
entienden los tribunales de otros países de nuestro entorno, y que han
buscado refugio fuera del Estado español por considerar más útil la
defensa de la democracia desde Bruselas u otras ciudades de Europa que
desde Estremera, Soto del Real o Alcalá Meco.
Cuesta entender todo eso y conviene reflexionar, porque más allá de
la maldad, que es una forma estúpida de comportamiento que caracteriza a
algunos burócratas y que no conduce a la resolución de ningún
conflicto, hay sensibilidades diferentes que en buena lógica tendrían
que sentir que pertenecen al mismo bando.
Las víctimas de la represión que hoy practica el Estado contra
el soberanismo catalán no son delincuentes comunes. Se encuentran en
prisión o fuera del Estado español debido a su actividad política. Quién
niega la evidencia o se instala en la neutralidad, en la equidistancia
respecto a esta realidad complica la convivencia.
Hace falta que gente intelectualmente honesta, que en algún momento
se ha proclamado como defensora incondicional de las libertades, se
esfuerce al buscar explicaciones a los comportamientos brutales, al
lenguaje gratuitamente hostil contra gente pacífica, al fomento de la
represión que abre heridas que necesariamente dejan cicatrices,
imborrables y que sólo se pueden curar con un tratamiento: democracia.
Todo hace pensar que pintan bastos, que se acercan tiempos de más represión. Todavía más represión.
El soberanismo popular sorprendió a sus propios dirigentes el día 1
de octubre. Una parte muy importante de la población catalana dio un
ejemplo extraordinario de civilidad y eso sacó de casillas a los
gobernantes que habían pensado, por decirlo de manera indulgente, que la
convocatoria a las urnas se podía hacer fracasar a base de detenciones,
registros, requisas, amenazas, pelotas de goma y golpes de porra a
discreción.
Prometieron que el referéndum no existiría, pero existió, con
menos participación de la deseada por los participantes, pero mucho más
alta de la prevista, teniendo en cuenta la intimidación de las
“autoridades” de Madrid, y equiparable a la registrada en otras
convocatorias a las urnas no desautorizadas por el Estado.
Y como que no pudieron impedirlo, y como que el Parlament de entonces
no pudo ignorar el resultado, el ejecutivo del PP aplicó mucha más mano
dura. Disolvió el Parlamento destituyó el gobierno de la Generalitat,
cesó a 260 cargos de la Administración catalana. Entendió que el
artículo 155 de la Constitución le autorizaba a ignorar totalmente la
voluntad de la mayoría de la sociedad catalana y en ello sigue.
Su objetivo no es el pacto, ni ninguna solución dialogada. Lo que
exige es la capitulación de un amplio sector de la sociedad catalana y
cree que lo conseguirá con una escalada de medidas coercitivas.
“La situación en Catalunya es de completa normalidad”, dice y repite
el ministro portavoz, con aquel aire de personaje de “buena familia”
franquista que siempre habla de “la Generalidad”. A estas alturas ya
saben que el soberanismo tiene raíces profundas y por eso pretenden
normalizar la situación actual, normalizar la represión contra una
sociedad que persiste en el deseo de votar “incorrectamente”.
El tiempo que se avecina es de más 155, más detenciones, más
“investigaciones”, juicios, sanciones económicas, encarcelamientos, y
esto pondrá a prueba la capacidad de entendimiento entre gente normal,
dispuesta a defender su derecho a convivir en libertad y democracia.
Hará falta que las personas republicanas, independentistas o no,
reflexionen sobre el apoyo social que se necesita para hacer efectivo en
algún momento un régimen político republicano y que tomen conciencia
tanto de las fortalezas como de sus debilidades, para ver si la
República es realmente un objetivo o sólo una palabra representativa de
un tiempo político del pasado y de unos “valores” imprecisos.
Tendrán
que identificar claramente quiénes son y dónde se encuentran sus
aliados, y también sus enemigos, los responsables del deterioro de la
democracia, los interesados al mantener la inseguridad, la precariedad,
la pobreza… Y explicarlo.
Tendrán que revisar esquemas del pasado y distinguir entre quién
defiende hoy en día privilegios de clase, de género y de poder
administrativo y quien apoya a discriminadas y discriminados.
Y necesitarán mecanismos de solidaridad, de la sociedad civil,
también económicos, porque a estas alturas ya son muchos lo que han
tomado conciencia de la existencia de un conflicto de larga duración, en
el cual el Estado, lejos de prestar protección, ha dejado y dejará
damnificados.
El gobierno del PP no esconde sus cartas, herederas de una lógica
militar. En vez de diálogo utiliza la fuerza. Y si el enemigo se retira,
le persigue.
Lo que tiene delante, por el momento, es una movilización
independentista excepcional, pacífica, atípica, no comparable a ninguna
otra de las que se han visto en Europa occidental. La última encuesta
del Centre d’Estudis d’Opinió indica que los catalanes partidarios de la
independencia habrían perdido apoyo en los últimos meses, del 48,7 al
40,8%; pero hay que recordar que, según el mismo estudio, si hubiera
elecciones, los partidos independentistas podrían obtener en el
Parlamento una mayoría algo más sólida que la actual.
Siempre queda la incógnita sobre si el tejido asociativo soberanista
conserva su capacidad de convocatoria en la calle. Depende de la
coyuntura, está claro, y de su propia organización, y de la conducta de
sus dirigentes, pero no parece debilidatado. En las movilizaciones de
este viernes no ha dado muestras de flaqueza.
Conviene, en cualquier caso, que demócratas de todas partes el Estado
se pregunten por el escenario de un eventual repliegue del
independentismo al autonomismo, del que provienen muchos de sus actuales
representantes. Que se pregunten sobre quién sería el beneficiario de
una eventual pérdida de impulso del movimiento soberanista catalán.
Hace
cuatro años, el actual teniente de alcalde del Ajuntament de Barcelona,
el constitucionalista Gerardo Pisarello, ya señalaba en Madrid que una
derrota del proceso en Catalunya significaría una derrota para
movimientos de todo el Estado. Hoy parece más evidente que entonces.
Si el soberanismo cede, ¿quién lo celebraría? ¿Quién sacaría
provecho? ¿Habría menos represión si sus dirigentes renunciaran a lo que
se aprobó el 1 de octubre? ¿El PP, C’s y el PSOE harían algún gesto de
reconocimiento de la realidad nacional catalana?
El gobierno de España utilizará todos los recursos que tiene para
impedir que el Parlamento trabaje como cámara con capacidad de legislar.
Rajoy, Sáenz de Santamaría, Rivera, Arrimadas, Sànchez,
Robles, Ábalos han negado de todas las maneras posibles la consideración
de Catalunya como un sujeto político soberano, en cualquier aspecto, en
cualquier ámbito. Es por este motivo que ninguno de ellos ha
pronunciado nunca en relación a Catalunya una frase tan sencilla como
esta: “sentémonos a hablar”.
La intervención del Estado sobre la Administración catalana se
convertirá en algo permanente. Lo dice y reitera el ministro portavoz.
Lo confirma el secretario de Estado de Administraciones Territoriales,
Roberto Bermúdez de Castro, hombre clave en la aplicación del artículo
155. Mientras no haya un gobierno catalán que se conforme con el actual
orden constitucional y estatutario, el gobierno español seguirá en
Catalunya, dice.
¿Qué se puede hacer con un Estado que considera delictiva una
aspiración política como es el ejercicio del derecho de
autodeterminación, que en tiempos de la transición reivindicaban todos
los demócratas?
Un gobierno de la “Generalitat” adaptado a las actuales exigencias
del aparato de Estado podrá utilizar, de la mejor manera posible los
espacios institucionales propios de una comunidad autónoma, pero si la
nueva izquierda y la tradicional no hacen frente al autoritarismo y al
régimen monárquico, sin ambigüedades, si no se dispone a tejer alianzas
con todos los soberanistas y republicanos para sacarse de encima un
poder judicial estrechamente vinculado al poder político, los márgenes
de actuación desde la Generalitat, y seguramente desde cualquier
administración autonómica, se irán haciendo cada vez más estrechos.
Un “autogobierno” marcado por la doctrina del miedo, lejos de hacer
respetar los derechos democráticos de la ciudadanía, dejaría pista libre
para todo tipo de oportunistas, que entienden la política como un juego
de maniobras, de golpes bajos, amenazas, inconfesables alianzas y
traiciones, para conseguir adhesiones, fidelidades, negocios y espacios
miserables de poder. Hay que hacer todo el posible para tener una
administración cercana y totalmente alejada de los gustos de los que
este viernes han celebrado o intentado ridiculizar el exilio de Marta
Rovira y el encarcelamiento de Carme Forcadell, Jordi Turull, Dolors
Bassa, Josep Rull y Raül Romeva.
(*) Periodista