Todo aconteció imprevistamente. En nuestra geografía imaginaria apareció el nombre de Wuhan. Se trataba de una ciudad de unos diez millones de habitantes en el sureste asiático.
Una de tantas ciudades chinas que escapan a nuestra elemental geografía humana. De forma imprecisa se comienza a hablar de un virus cuya acción veloz y devastadora amenazaba la población humana. Se trataba de un virus nuevo, sin identidad ni nombre que generaba todo tipo de alarmas sanitarias y que muy pronto pasará a considerarse como la primera pandemia global. A fechas de hoy son algo menos de 2,6 millones los fallecidos por causa de la covid-19 y cerca de 117 millones de infectados.
Lo que al principio quedaba delimitado como un virus chino, muy pronto, superando
fronteras y continentes, aparecería cerca de nosotros. En Italia, en la ciudad de Codogno, se
registrará el primer enfermo del virus que comenzó a llamarse covid-19 o coronavirus y que
inmediatamente se apoderó del espacio público, marcando la agenda de los medios, la
política, la ciencia. Para la opinión pública era el inicio de una verdadera catástrofe. La
ignorancia sobre su identidad y la terrible letalidad que le acompañaba obligó a los
Gobiernos a confinar la población. El 14 de marzo de 2021 se aprobaba la medida en el
contexto español. Y el 2 de abril la mitad de los habitantes del planeta, cerca de cuatro mil
millones de personas, fueron confinados por sus gobiernos a seguir las mismas medidas.
Se trataba de una decisión que sólo la emergencia podía justificar. A la impotencia primera
se sumaba el miedo y pánico que obligaba a aceptar un confinamiento inédito. Fue tan seria
la situación, marcada por el número de fallecidos y un sistema sanitario cerca del colapso,
que todos nos refugiamos en nuestras casas a la espera de un horizonte más seguro. A partir
de entonces ha transcurrido un tiempo difícil, cargado de perplejidad y de una nerviosa
ansiedad. Durante meses, ya casi un año, hemos interiorizado ese miedo, una forma de
domesticación que a su vez ha generado formas varias de sumisión, desde aquellas que la
fatalidad nos impone a aquellas otras que tienen que ver con el discurrir de los acontecimientos adversos.
Una mínima perspectiva histórica nos obliga a recordar otros momentos que ya pertenecen
a la memoria. No es la nuestra la primera pandemia que la humanidad ha sufrido a lo largo de
los siglos. Bastaría asomarnos a estudios como los de William McNeill o a momentos más
cercanos para recordar capítulos dolorosos de la historia humana. Un sólo ejemplo,
imposible visitar Venecia sin ver tras la gloria de la Salute el carácter votivo de su edificación
para celebrar el final de la peste.
Todos ellos son capítulos que reflejan la vulnerabilidad de la condición humana expuesta a todo tipo de intemperies y riesgos que frecuentemente y de forma inocente hemos olvidado. Una y otra vez en la literatura política contemporánea se ha reflexionado sobre lo expuestos que estábamos a riesgos asociados al progreso tecnológico o a las manipulaciones genéticas. Ulrich Beck o Paul Virilio, entre otros, han avanzado escenarios posibles de los que hoy nos reconocemos.
Sin embargo, más allá de la memoria, ha sido la actual pandemia la que por su violencia
inusitada ha sacudido todos los parámetros de nuestra situación actual y su perspectiva
futura. Hemos visto como nuestro sistema de seguridades y protección resultaba
dramáticamente insuficiente para controlar el impacto mortal, imposible de imaginar apenas
hace un año. Nos habíamos habituado a pesar de todos los problemas derivados de la
globalización, a un cierto darwinismo social, defendido por pensadores sociales que
abundaban en su optimismo regulador.
Y de pronto estalla una situación que adquiere dimensiones globales y que por un tiempo se halla sin poder ser definida y diagnosticada. La mirada social abandona la referencia de la política para orientarse hacia la ciencia, la medicina, la inmunología. Hemos sido testigos de un cambio que ha situado el conocimiento científico en el centro de las exigencias de la salud y de la vida. Se trata de un cambio que definirá para los próximos años una relevancia innegociable. De alguna forma ya sabemos que hemos entrado en una época de una nueva vulnerabilidad y que posiblemente tendremos que convivir con este virus y quizás con otros.
Esta prospectiva nos sitúa ante un horizonte más complejo que va más allá de los efectos sanitarios, derivados de la actual pandemia y sus consecuencias económicas, sociales, culturales. No se trata de especular sino de acercarnos a hipótesis que nos permitan entender la actual situación.
Hoy hay una coincidencia a la hora de establecer una relación entre la covid-19 y el contexto de una crisis ecológica que refleja nuestra relación insostenible con el mundo natural. El neoliberalismo ha devastado el mundo y ha destruido los lazos que nos unían a la naturaleza. Nos hemos convertido en una civilización depredadora que acepta como práctica normal la destrucción de la biodiversidad, sin percibir los riesgos que ya desde el Informe del Club de Roma, Limiths to Growth (1972) al conocido Informe Brundland, Our Common Future (1979), pasando por las sucesivas Conferencias de Río, Kioto o París se habían planteado nuevos riesgos en un futuro próximo. Al tiempo que exigía la aplicación de una nueva agenda que orientara las estrategias macroeconómicas que definan el futuro del planeta.
Esta dimensión política de la pandemia transciende los aspectos propiamente dichos médico-sanitarios y nos remite a un contexto en el que complejidad, ciencia y política convergen. La situación actual exige y urge la creación de una conciencia planetaria, capaz de plantear desde la perspectiva de nuestra época y sus dificultades un proyecto político que afronte la nueva complejidad y que construya las mediaciones necesarias. Y aquí nos encontramos con una nueva perplejidad, la dificultad de superar el actual déficit político reconstruyendo un espacio público que permita la governance del mundo. Subordinada a los dictados de la economía, convertida en formas varias de gestión y administración, la política conserva hoy un margen estrecho que se debilitará progresivamente.
Recientemente Massimo Cacciari entendía así la situación. “La pandemia es un formidable acelerador de tendencias culturales y sociales que existen desde hace décadas. Tendencias sobre la organización general del trabajo, la hegemonía de los sectores económicos y financieros conectados a las nuevas tecnologías, la crisis de las formas tradicionales de la democracia representativa”. Todo ello dibujaría un horizonte en el que los límites de la governance política dejarían paso a un “nuevo orden”, regido desde formas más abstractas del poder que se impondrían de forma global.
Joseph Stiglitz observaba recientemente que “los más beneficiados de la pandemia han sido las grandes corporaciones tecnológicas”, dejando abierta la pregunta sobre un futuro en el que deberíamos hablar de nuevos sujetos políticos y nuevas formas del poder. Los teóricos de la biopolítica habían ya avanzado este horizonte.
Afortunadamente hoy ya podemos constatar el alivio del programa de vacunas que sin duda alguna protegerá las formas de la vida. Y somos testigos de cómo el sueño de la inmunidad viaja de la mano de la globalización. Pero el mundo y nosotros seguiremos guiados por la cautela, el distanciamiento social, la desconfianza. El futuro se presenta como un escenario distópico, en el que la condición humana mostrará su fragilidad. Si no hay cambios cualitativos en nuestro modelo civilizatorio crecerá la intemperie y las condiciones de la vida en el planeta serán cada vez más problemáticas.
Necesitamos un horizonte en el que el equilibro entre Humanidad y Tierra se guíe por un nuevo contrato natural de no agresión. Lo que está en juego es una nueva forma de civilización que asuma y defienda políticas del bien común y no sigan dominadas por el sistema de los intereses de unos pocos. Se trata de construir y proteger un mundo en el que el reconocimiento del otro funde una nueva experiencia moral y política.
(*) Filósofo.